Decía Jorge Freire (Madrid, 1985) durante la presentación de su libro Los extrañados que las biografías de los escritores raramente suelen estar a la altura de su obra, así que desaconsejaba no ya leerlas, sino incluso tener trato personal con juntaletras alguno. Sus editores, por suerte para los lectores que podría haber espantado, no han incluido tal cita en la portada de esta obra, cuyo autor es consciente de que las cuatro trayectorias vitales que reúne no son necesariamente ejemplares, pero sí están dotadas de significado. La tarea del biógrafo es una labor artesanal que exige mucha sutileza, ¿cómo contar una vida sin jibarizarla, sin deformarla grotescamente para que encaje en un molde narrativo preconcebido? Desdichado aquel de quien Hollywood ruede un biopic. Sí, lo encarnará un actor o actriz notablemente más atractivo que el original, pero ahí acabará la cortesía: sabremos de todas sus miserias sexuales y tropiezos sentimentales detallados con morbosa delectación, si tenía afición al vino pasará a ser un alcohólico irascible, lo veremos solitario y atormentado aunque gozara de buenas amistades y, para escarnio definitivo, sus aportaciones artísticas, científicas o de otra índole no serán fruto de largas horas de trabajo —eso no queda bien en la pantalla— sino una inspiración divina que recae sobre el protagonista en alguna escena tan memorable como tramposa. Mejor prestarse a que un niño de cuatro años te dibuje un retrato.
Así que no es tarea fácil, menos aun cuando se hace, como es el caso del libro que nos ocupa, desde un enfoque novelístico más ambicioso que la mera enumeración de fechas, nombres y lugares. Las figuras cuyas peripecias veremos reflejadas son todas del siglo XX, dos españoles y dos del mundo anglosajón: Blasco Ibáñez, José Bergamín, Wodehouse y Edith Wharton. Fueron a contracorriente, pero no terminan de ser héroes (el primero tiene hechuras, ciertamente) ni tampoco villanos, pues al adentrarnos en sus circunstancias sus decisiones ya no nos resultan tan erráticas. Un momento, ¿busca el autor redimirlos? Decía Spinoza que «comprender es el comienzo de aprobar», tiempo después Primo Levi ahondaba en esa misma idea: «comprender es casi justificar». Diría que encontramos aquí un delicado equilibrio que parte de la mirada humanista, compasiva, de quien sabe que la vida es complicada hasta para los escritores afamados y ricos (salvo Bergamín), pero tampoco se nos hurta la gravedad de lo que hicieron y dejaron de hacer, ya fuera colaborar con el nazismo, avivar con proclamas incendiarias el enfrentamiento civil o mostrar complicidad con los crímenes de ETA. Sí hay, fuera de toda duda, un decidido reconocimiento a la obra literaria de cada uno de ellos, que en ningún caso merece ser empañada. Dejemos eso de las cancelaciones para los países de herencia protestante.
Se ha señalado en alguna reseña que el vínculo de unión entre las cuatro historias puede ser algo tenue, creo que es una decisión deliberada del autor de no ahormarlos en un molde que ahogue la singularidad de cada uno en sus cadaunadas. Sujetos a sus circunstancias y a su carácter en un siglo al que no parecían pertenecer, dice el autor, «si Woodehouse, Bergamín, Blasco y Wharton fueron inactuales e intempestivos es, probablemente, porque la conciencia del desarraigo y el descuajamiento les obligó a ello. Para unos maldición abrahámica y para otros, más mundanos, rasgo de personalidad, el extrañamiento es la mancha en la frente de quien nunca halla un sustrato firme en que asentarse». El paralelismo entre ellos es que experimentaron el exilio, pero no solo de su país, que también, sino de su época. Y, si me apuran, de su dimensión. Como las criaturas lovecraftianas que se nos hacen monstruosas porque están desubicadas en una diferente, en su mundo seguro que pasaban desapercibidas y caían simpáticas.
Todo esto nos lleva a constatar una continuidad en este libro respecto al conjunto de la obra de Freire. Con el primero que publicó es más que evidente, pues se estrenó en 2015 con una biografía de Edith Wharton. A ella le siguió otra sobre el escritor Arthur Koestler, intelectual «extrañado» y muy activo en un siglo tan agitado como el XX. Adjetivo que nos lleva al sustantivo que titulaba su libro en 2020, Agitación, un tratado ético en torno al Homo agitatus, un ser «espoleado por el ansia constante de vivencias novedosas, obediente al mandato del goce obligatorio» producto de una sociedad como la contemporánea que «ha adoptado las hechuras de un carnaval perpetuo». Tras este libro, un éxito editorial que le valió el XI Premio Málaga de Ensayo, llegó en 2022 Hazte quien eres, un anti-manual de autoayuda que renegaba del mito contemporáneo del «hombre hecho a sí mismo» que nada debe a nadie. El año siguiente, cerrando lo que con ciertas licencias podríamos denominar una trilogía ético-antropológica, publicó La banalidad del bien, que ya abordamos en esta reseña con mayor detenimiento. Y, ahora, ya está a la venta en las librerías Los extrañados.
Hay por lo tanto una reflexión continuada en torno a la extrañeza, hacia uno mismo y hacia la época, espoleta misma del pensamiento filosófico, que nos lleva a sentir cierta identificación con los biografiados, por lejano que nos quede su talento. Echando la vista atrás a lo que hemos vivido, siquiera en este último lustro, a uno se le viene a la mente ese Festival del queso rodante de alguna localidad inglesa donde los participantes empiezan corriendo colina abajo y terminan descalabrándose, rebotando una y otra vez contra los baches como bolas de pinball, sin encontrar forma de recuperar la verticalidad, de tal forma que termina ganado quien más fuerte se la pega. Así andamos muchos con esta sucesión de calamidades de toda índole de las que estamos siendo testigos un año tras otro, con medios de comunicación y autoridades haciéndonos luz de gas mientras —pese a disponer de más información que nunca— a duras penas logramos entender qué es lo que ocurre a nuestro alrededor: anécdotas irrisorias ocupan portadas y se analizan con gravedad circunspecta al tiempo que atrocidades reales pasan a segundo plano, resulta constante la sospecha de que las razones que se esgrimen pública y oficialmente no son las verdaderas. La propaganda es furiosa y habría que estar muy loco para no ser conspiranoico.
Ya para concluir este libro es, en su estilo literario, también una continuación de los anteriores: abigarrado, florido, gracianesco, repleto de citas de grandes autores, etimologías, observaciones y divagaciones como senderos que vemos abrirse a los lados del camino mientras avanzamos en la narración de unas vidas que, ahora, ya no nos resultan tan extrañas.