La decepción y el fracaso están en el origen del pensamiento político. Piet Tommissen, “La ardilla flamenca”, sugiere cuatro decepciones trascendentales para Julien Freund. Pero hay alguna más, sugerida por “La ardilla ibérica”.
(1) La filosófica, de la que se zafa estudiando la carrera de filosofía y escribiendo, en sus últimos años, un hermoso tratado de metafísica (Philosophie philosophique [La Découverte 1990]). (2) La universitaria, que supera apartándose motu proprio de su cátedra de Estrasburgo. (3) La cultural, una decepción relativa a la marcha de Europa y a la “descomposición espiritual de nuestra época”, detonante de su densa reflexión sobre la decadencia y origen de otro de sus grandes libros (La décadence [Sirey 1984; reeditado en 2023]). (4) La religiosa, causada por la iglesia posconciliar, cegada por “alcanzar al marxismo”, pero que no conmueve su fe católica. (5) La sindical, proyectada también, cómo no advertirlo, en una parte de su obra. Durante algunos años Freund es miembro del consejo académico del Syndicat National des Enseignants de Second Degré (SNESD), pero dimite y pierde todo interés en esas cuestiones. La crisis sindical resulta de la creciente politización de los sindicatos, que marchan a la deriva en una “sucesión de reivindicaciones instantáneas a propósito de cualquier cosa”. Mas, por encima de todas, (6) la decepción política, de donde nace su gran libro. Bien vale para La esencia de lo político este aforismo del propio Freund: “La mayoría de las obras maestras nacen de dificultadas superadas”. Otros en su lugar rehúyen la política o se refugian en un activismo político estéril, la sublime insumisión que Raymond Aron ha llamado contestation, una hibridación políticamente estéril de insumisión y conformismo hedonista. Puede decirse que son tres las actitudes políticas equivocadas, “antipolíticas” o “impolíticas”, que nacen del pesimismo antropológico y de una decepción no superada: el abandono de lo político, ámbito considerado exangüe; la subordinación de lo político en otras actividades, como la ciencia, el derecho o la economía; y la arbitraria atribución a lo político de objetivos escatológicos.
Pero Julien Freund se resarce sin resentimiento de toda decepción. No se escandaliza farisaicamente, como los maquiavélicos genuinos. Tampoco se indigna, no merece la pena. La “indignación” es un sentimiento juvenil estéril y contrario al espíritu de paradoja, la actitud política por excelencia que él adopta bajo la forma de la lucidez maquiaveliana. Hay un espécimen político, el Besserwisser o enterado, que cree en la solución de cualquier problema que se le presente, pues no tiene en cuenta los medios ni, mucho menos, las antinomias de la acción. El decisionismo del Besserwisser, más aparente que real, se engaña sobre la relación de fuerzas, queda en ridículo apenas rebasa el umbral de la acción –la hora de la verdad– y, ante el fracaso, no tiene otra salida que manifestar exasperadamente su indignación con eslóganes intercambiables como No pasarán, Nie wieder y otros semejantes.
Por todo ello, se comprende la emoción de Julien Freund en el comienzo de su defensa de tesis: “El trabajo que tengo el honor de someter a su aprobación nace de una decepción superada. Una decepción de la que no hago responsables a los demás, sino tan solo a mi propia capacidad de ilusión. Mi decepción se alimenta de mis experiencias de la resistencia, es decir, las del tiempo de la ocupación y la liberación, pero también de las vividas en la modesta actividad política y sindical en la que me he ocupado algunos años”.
Carl Schmitt, natürlich, pero en el principio fue Maquiavelo
En un texto precioso dedicado a dos pensadores incomprendidos, Carl Schmitt y Lev Chestov, sus “despabiladores”, Julien Freund confiesa que el éxito en el concurso de profesor de instituto (1949) supone para él una “segunda Liberación”. Cambia al fin la ascética del opositor, observante de una cierta ortodoxia, por una libertad total en la selección de sus lecturas. Heráclito, Aristóteles, Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Weber, Simmel, Pareto, Schmitt, Alain y “otros de menos importancia que me servían para abrir otros caminos: los monarcómacos, Naudé, Dahlmann, Michels, Treitschke, Ferrero”.
En veinte años, Freund ha recorrido casi todos los puestos del escalafón educativo. En 1960, cuando aborda la última etapa de la elaboración de su ontología de lo político, ha publicado, con un prólogo de Raymond Aron, su traducción de El político y el científico, de Max Weber. Trabaja asimismo en la traducción de diversos ensayos weberianos sobre la teoría de la ciencia. Reseña libros, oficio crítico que cultiva con gusto. Julien Freund, escritor político que, después de todo, permanece inédito, podría decir, con Maquiavelo, que no ha perdido el tiempo durante esa etapa de su vida. “Ni he perdido el tiempo ni me he dormido estos quince años que he dedicado al cuidados de los asuntos públicos”, le dice Maquiavelo a Francesco Vetori al presentarle, con una candidez casi infantil, nada menos que El príncipe.
Freund abandona la política para reflexionar sobre lo político. Ha guardado silencio más diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Se lo hace saber a Carl Schmitt, interesado por las publicaciones del francés poco antes de su encuentro personal. “En realidad todavía no he publicado nada”, le escribe Freund en 1959 con un punto de modestia. “Me niego a participar del clima turbio que reina actualmente en los ambientes intelectuales franceses. Todas las revistas y editoriales son reservas de caza que exigen tener los papeles en regla, o sea, que se adopten sus ideas”. Aunque tiene alguna conferencia en su cartera, no desea publicar nada “sobre lo que no haya meditado larga y profundamente”. Freund se concentra en la esencia de lo político a partir de 1950. La tarea es ímproba, larga, incierta. Lo político ha nacido con el hombre y “morirá con él sin haberse entendido perfectamente”. Así habla, en la última etapa de su vida, escarmentado, pero siempre animoso, Diego Saavedra Fajardo.
Pero antes que Schmitt, ha sido Maquiavelo quien ha marcado su imaginario político. Freund ha leído a Maquiavelo antes de la guerra, pero solo después, a la luz de su propia experiencia, comprende su grandeza. Ahora se acerca a su pensamiento sin otras ideas preconcebidas que las del propio Maquiavelo y descubre que el florentino “tiene siempre razón retrospectivamente”. La política es “una actividad de certezas mínimas” que decepciona siempre a quien tiene aspiraciones máximas. Maquiavelo le arrebata y con él su pensamiento se embala. La lectura de Maquiavelo “me entusiasma, me arrebata. Pensaba: He ahí un hombre que tiene el valor de decir qué pasa en la política. La política como es en realidad y no como algunos se la imaginan”.
Quién sabe si, después de todo, la política no es algo cualitativamente simple. Dice el libro del Tao que la política no es más difícil que asar unos pececillos (fragmento LX). Se trata de decir “esto es blanco y aquello es negro”, de caer en la cuenta y señalarlo a quien esté en condiciones de saber apreciarlo. Como quien, sin engreimiento intelectual, va y dice: “Así es la cosa”, sin exultación ni condena. De ahí nace toda la sabiduría política de Maquiavelo. Acaso no se puede pedir más, pues la política es una actividad heteróclita imposible de sistematizar. Para R. Aron, “el misterio de la claridad de Maquiavelo” reside en esa llana espontaneidad para mentar lo que parece inefable y al mismo tiempo obvio. Porque Maquiavelo es, como los realistas políticos, escritor de estilo sencillo que no presume de novedades, sino que rehabilita verdades olvidadas.
“Maquiavelo se ha convertido en la ciudadela del pensamiento político”. Nada menos. Lo resalta Julien Freund. A su juicio, la obra de Maquiavelo registra una continuidad única de pensamiento y experiencia que perdura por encima del tiempo. Es una plancha de azogue puesta delante del alma humana. En Maquiavelo no hay doctrina política, escribe Jean Giono, sino conocimiento del corazón del hombre; el Florentino es “el corazón humano al descubierto”. Su verdad parcial de lo político, trabajosamente esclarecida, constituye uno de esos “momentos anímicos aislados que brillan a través de los siglos” que subyugan a Valeriu Marcu, autor del extraordinario Maquiavelo. La escuela del poder, y asimismo una de las regularidades (regolarità) de lo político a las que se refieren Gianfranco Miglio y, a hombros suyos, Carlo Gambescia.
No es fácil, en política, pasar de la idea al hecho, pues la realidad se obstina en mantener su fuero. Tampoco lo es soportar la irracionalidad ética de un mundo en el que la belleza, la verdad y el bien tienen lindes inciertas con la fealdad, la mentira y el mal o en el que los medios se disfrazan de fines e inversamente. Pero la mayoría no lo ve así. Es humano y normal. A la gente, al vulgo de Maquiavelo, a la foule de Gustave le Bon le gusta ser tratada como a un niño y fácilmente, para darle esquinazo al sufrimiento, se dejará engañar con historias fantásticas, pues cada cual tiene que seguir con su vida y el yugo de la política no es precisamente suave ni ligero. La masa política no es tonta ni nesciente, cándida sí que es siempre, pero lo que mayormente determina su condición política son sus afanes particulares, no necesariamente mezquinos, cristal a través del cual mira todo.
La política es el destino, la seriedad de la vida, y deja marcas en la conciencia. Escribe Antonio Oliveira Salazar en Como se levanta um Estado: “A paz ou a guerra, a orden, a autoridade, a disciplina, o crédito do Estado, a honra da Nação –é tudo demasiado sério para não deixar marcas profundas na nossa consciência”. Lo suscribiría cualquier realista político melancólico, escarmentado en la senda de dolor, como sugiere uno de los últimos tratadistas de la razón de estado, el italiano Giuseppe Ferrari. La gente no quiere saber nada del mysterium iniquitatis, entre otras razones porque la verdad es insoportable. En realidad, al personal le reconforta pensar, como advierte Max Weber, que “el bien solo puede engendrar el bien y el mal solo puede engendrar el mal”. Aquí encuentra Freund uno de los pilares de la visión maquiaveliana de lo político: están en un error los moralistas que creen poder deducir consecuencias buenas de toda decisión moralmente buena. Según Maquiavelo, que no necesitaba una legión parasitaria de consejeros, “el tiempo que echa abajo cuanto subsiste puede acarrear consigo tanto el bien como el mal, pero igualmente tanto el mal como el bien”. Del mismo modo, Freund sabe que las visiones políticas seráficas o moralistas son mucho más agradables que las vislumbres de la metapolítica. “Es por eso”, concluye, “que los maquiavelianos, los hobbesianos y otros weberianos nunca tendrán la audiencia de los profetas y los iluminados de la política”.
El “momento maquiavélico francés”
Freund no escribe extensamente sobre Maquiavelo, apenas dos artículos, uno sobre estrategia y diplomacia y otro, exculpatorio, sobre la doble moral. Sin embargo, medita infatigablemente sobre él y su sombra se proyecta sobre toda su obra. “Un largo comercio con Maquiavelo me ha permitido captar lo fundamental de su visión del mundo”. Maquiavelo está pues omnipresente en La esencia de lo político, en donde el autor, no obstante, cuestiona su visión pesimista de la naturaleza humana y su preferencia por la astucia frente a la fuerza. De modo que, si no es raro que el nombre de Freund no aparezca en las bibliografías maquiavelianas convencionales, resulta muy extraño que no se le mencione como protagonista del “momento maquiavélico francés”. En efecto, Serge Audier apenas si se refiere a él en su libro sobre el redescubrimiento de Maquiavelo en la Francia del siglo XX. Solo una misteriosa referencia que parece ideada para ponderar (creo que sin necesidad) el liberalismo atlantista de Raymond Aron: el profesor Audier, concentrado exclusivamente en las lecturas maquiavelianas de este último, de Maurice Merleau-Ponty y de Claude Lefort, soslaya la obra de J. Freund, conectada con la de Aron, a su juicio, “en una perspectiva más conservadora”. Audier, un universitario sagaz y prudente, debía de tener buenos motivos para escribir eso.
Pero Freund rebasa los límites del debate universitario francés. El punctum saliens del maquiavelianismo de Freund se encuentra en un plano más profundo, verdaderamente tectónico, indiferente a consideraciones de orden puramente académico. Maquiavelo no es para él un tema politológico, sino un problema, mejor aún: un espíritu congenial.
Maquiavelo, a su juicio, acomete la elaboración de una teoría de lo político, no una nueva teoría política. Busca las constantes del comportamiento político del ser humano y se admira, banalmente, ante la diversidad de su conducta. Su experiencia política, diplomática y bélica, ya vivida ya leída, es el sustrato de su racionalización in nuce de la actividad política: “Me ha parecido más conveniente seguir la verdad efectiva de la cosa que su imaginación”.
Julien Freund aprende de Maquiavelo que la política, siendo necesaria, resulta siempre una actividad secundaria y feroz. Constituye una materia salvaje y difícil de manejar, una actividad “devastadora”, el gran problema, en suma, de la humanidad. El sociólogo nacido en Henridorff choca también con la realidad inalterable de la política, una actividad lamentable y sucia de la que dice Jean Giono que solo se puede decir una verdad: “Yo miento”. Freund apunta sin rodeos que Maquiavelo ha entendido que la política es una “esencia inferior” cuya función resulta “elemental”. Ahora bien, en la medida en que ha de procurar la seguridad y la independencia de un país, no es una actividad perversa ni infame. Hay en ella una grandeza trágica. A la vera de los Discursos, de las Historias, de El príncipe y de su correspondencia, que Freund saborea morosamente, como si él mismo fuera su destinatario, se aprende lo que Giono llama la “aceptación tranquila del horror”. Se trata, por tanto, y esta es la otra gran lección maquiaveliana, de ponerse en lo peor(envisager le pire)y conjurar el peligro.
¿Pesimismo o realismo político?
“Ponerse en lo pero” es el “precepto político fundamental”. En Sociología del conflicto Freund ha decantado, en una frase, medio siglo de reflexión política: “La política tiene que saber anticipar lo peor para que no suceda”. Esto no es pesimismo, sino la expresión aforística de esas “banalidades superiores y primordiales” que dan contenido y dotan de sentido a la filosofía política. Julien Freund lo ha declarado expresamente en el sugestivo prefacio de Le Nouvel Âge (Marcel Rivière 1970): “Mi intención explícita es rehabilitar unas cuantas banalidades olvidadas”.
Un político responsable tiene la obligación de anticiparse siempre, prever lo peor para que no se dé el caso. En la primera mitad del siglo XVII, Saavedra Fajardo ha alcanzado exactamente la misma certeza que Julien Freund: “A quien pensó lo peor no le hallan desprevenido los casos, ni le sobreviene impensadamente la confusión de sus intentos frustrados”. Me parece extraordinaria la coincidencia literal absoluta de estos dos escritores políticos, a siglos de distancia, pero igualmente baqueteados por la vida y hermanados en el infortunio de sus patrias respectivas (el imperio español desfalleciente y la Francia del Armisticio).
Nunca es fácil la “conversión del espíritu político a la conciencia de lo peor”. Esas dificultades explican por ejemplo la infamación de toda guerra preventiva, el verdadero patrón de la guerra clausewitziana o intencional, opuesta a la guerra-accidente. Una política de lo mejor es en realidad la peor de las políticas. El político meliorista, apóstol de la perfección, se viene abajo enseguida enfrentado al mundo y embolica a todos en la catástrofe (conduite de catastrophe). A Freund, que tiene como escuela política la imaginación del desastre, le gusta citar este pasaje de la correspondencia de Maquiavelo con Francesco Guicciardini: “Creo, en efecto, que la manera de aprender el camino del paraíso es conocer el del infierno para evitarlo”. Solo puede evitar el infierno quien conoce su senda de antemano. Pero no se trata de practicar una política de lo peor sin horizonte; eso es solo una parte del oficio político. La otra consiste en “compensar la amargura”, porque gobernar también es hacer creer, dar esperanza, levantar la moral de la gente. Maquiavelo nunca desespera y sabe concebir la promesa de tiempos mejores. Véase si no la exhortación petrarquesca del final de El príncipe. La fortuna favorece al que calcula y considera lo peor, la virtud, en cambio, es la promesa de gloria y fama. No hay gran político que, según Freund, no posea “el secreto de la asociación de lo peor y lo mejor”.
La última lección de Maquiavelo
Maquiavelo no es maestro ni abogado de la doble moral, sino todo lo contrario. En realidad, su planteamiento antimoralista de las relaciones entre la política y la moral no ha sido superado. Así lo estima Freund. Aunque pueda sonar a paradoja, “hay que volver a Maquiavelo” para dilucidar la falsa aporía entre política y moral instrumentalizada por los “teóricos de la doble moral”: “No hay política moralista, sino una moral de la política”. La política no tiene una finalidad moral. Tampoco inmoral, como reza sin embargo en la leyenda de Maquiavelo. La moral nunca puede ser el criterio de la acción política: es necesario que el príncipe, “si puede, no se aparte del bien (non partisi del bene, potendo), pero debe saber entrar en el mal si fuera necesario (sapere intrare nel male, necessitato)”. Todo depende del sesgo de la situación de excepción (secondo che e’ venti della fortuna e la variazione delle cose gli comandano). La “moral de la política”, en el sentido de la ética de la responsabilidad de Max Weber, consiste en cumplir lo mejor posible la carga de deberes que impone la política, siempre en función de las circunstancias y según la relación de fuerzas. Aceptado que la política tiene un valor inferior y reprobable –sin perjuicio de su primado histórico–, precisamente por eso alguien ha de asumirla responsablemente, con virtù.
El paradigma de esta Verantwortungsethik (ética de la responsabilidad) puede saltar de improviso en los alegatos de cualquier político experimentado. Por ejemplo en el de un frío estadista como Salazar a favor del lusismo de Goa (Estado Português da Índia), objetivo del expansionismo de la nueva India independiente: “O caso de Goa é um artifício […] e consequentemente […] a posição de Portugal é fazer os sacrificios necessários, sem exceder as suas posibilidades normais, para que a situação possa ser indefinidamente mantida”. Es así como se asume una responsabilidad que emana de la custodia del bien común. Lo que dice Salazar, auténtica máxima de prudencia, no tiene fecha de caducidad: que los sacrificios necesarios no excedan las propias fuerzas. Pues el imperativo político supremo es reconocer la situación, sobre todo cuando se trata del destino de una pequeña potencia. En uno de sus punzantes aforismos de mesa camilla, en apariencia triviales, recuerda Santiago Ramón y Cajal, otro de los nuestros que sufrió tela, que “los débiles sucumben no por ser débiles, sino por ignorar que lo son”. Cómo no pensar en la desventurada Ucrania…
Freund proclama que si se fustiga a Maquiavelo es por ser maquiaveliano, no por maquiavélico. Como los más juiciosos lectores de Maquiavelo, de Gabriel Naudé a Raymond Aron, Freund advierte “que quienes condenan los principios de Maquiavelo son los primeros en aplicarlos”. Por eso conviene discernir entre las visiones maquiavélica (machiavélique) y maquiaveliana (machiavélienne) de la política. Freund adopta el adjetivo “maquiaveliano” para referirse al genuino espíritu de Maquiavelo, ese “temerario” que “tiene el valor de lanzarse a un análisis positivo de la acción política”. Con gran precisión y siempre en un sentido desmitificador lo utiliza a lo largo de La esencia de lo político. Pero solo en 1975 apunta expresamente lo que separa el método maquiaveliano del no-maquiaveliano o maquiavélico. El maquiaveliano se esfuerza, no obstante sus evaluaciones subjetivas, por describir la actividad política sin prejuicios, libre de esquemas preconcebidos; trata de comprender “la especificidad de lo político” adoptando “una actitud científica sine ira et studio”. El maquiavelianismo, en suma, “busca lo que hay de permanente y variable en la actividad política, comprender su utilidad y su necesidad, sus grandezas y sus abusos, su finalidad y sus métodos” y, por supuesto, “revelar lo maquiavélico de la política”. El maquiavélico se limita a achacar a los demás los procedimientos que él explota. Es un maestro del “hacer creer”. Solo “el método de Maquiavelo permite desenmascarar a quienes pretenden se desenmascaradores”.
Julien Freund, maquiaveliano
Freund no aceptaría del todo ser clasificado entre los “realistas políticos”, en buena medida por la confusión que introducen los falsos amigos semánticos Political Realism o Power Politics, provenientes de la teoría anglosajona de las relaciones internacionales. Así pues, para que no haya equívocos ni sobre su condición ni sobre el carácter del análisis político, vuelve sobre el asunto en el apéndice de 1985 a la edición francesa de La esencia de lo político. La distinción es de lo más sencillo. El maquiavelianismo (être machiavélien) consiste en un “estilo teórico de pensamiento sin concesiones a las comedias moralizadoras de un poder cualquiera”. El maquiavelismo (être machiavélique), en cambio, adopta una conducta práctica en el juego político que consiste en “maniobras perversas”: haced lo que yo diga, pero no lo que yo haga.
Hostigado por las bajezas de la vida universitaria, Freund se jubila anticipadamente a los 58 años, alegando por una vez en su vida un privilegio de miembros de la Resistencia. “Había dejado de sentirme cómodo en la universidad. Además, tenía otras cosas que hacer que oponerme continuamente a los delirios de los progresistas y demócratas del mundo universitario”. No huye, pero se repliega a Villé, su “buen retiro”, como lo llama, en español, Carl Schmitt, aludiendo a la morada de los reyes españoles. En Villé encuentra Freund su San Casciano (“en el fondo, también yo he encontrado mi San Casciano”). Schmitt, entusiasmado por el paralelismo de sus respectivas condiciones existenciales, le aconseja en todo momento evitar los debates estériles que una institución enferma como la universidad produce y reproduce a cada momento. Es preferible la “emigración interior”: “La incomparable fortaleza de la emigración interior en Villé”. Su locus amoenus irradia “superioridad moral y espiritual”. A Schmitt, que se imagina a Freund escribiendo y corrigiendo después las galeradas con su mujer, no se le ocurre mejor escenario para la vida que un hogar que al mismo tiempo sea habitación y lugar de trabajo.
Frente a las dificultades que le impone su exilio interior y la duda sobre el valor de su obra, Freund se nos presenta como un hombre de una pieza. No hay mejor antídoto que la crítica irónica y sus presupuestos, el espíritu de verdad y el espíritu de libertad. Y la esperanza: “Tengo una esperanza loca”, nos confiesa en La aventura de lo político. Y nunca exasperarse, nunca indignarse. Hacer gala siempre de “buen humor ante la diversidad del mundo y la variedad de los comportamientos humanos”. “He sido un hombre feliz y lo sigo siendo, llevando mi boina y mi risa por donde voy”.
Por carácter, él preferiría tal vez decir “por humor”, Freund ha vivido siempre predispuesto a llevar la contraria. Le molestan las componendas, pero sobre todo que se haga trampas con la realidad. Su vehemencia no es acomodaticia y le falta tal vez la suavidad mundana de un Raymond Aron, siempre afable. “Turbulento en mi comportamiento, belicoso en mis intervenciones, polémico en mis escritos”. Por cultivar el espíritu de la paradoja, pero sobre todo por su idea de lo político, un concepto refractario a las mistificaciones de la derecha y de la izquierda, le silencian y le marginan en su patria. La profesora Chantal Delsol ha desvelado esta confesión desoladora de su maestro: “No me llaman de ningún sitio”. Años 80. Su error ha sido “tener razón antes de tiempo”. Abrumado a veces por el triunfo de la intelligentsia marxista, Freund se pregunta por el sentido de su obra sobre el “eterno político”, que también podría haber escrito, dos mil años antes, un político escarmentado o un hombre de ideas decepcionado como él. Nada le aparta nunca de su apasionada vocación política –la passion du politique–, ni siquiera la decepción, acicate de la inteligencia.
La esencia de lo político, la última de las grandes ontologías de lo político, nutrida de experiencias y cogitaciones en soledad, pero también de la confrontación en cuerpo y alma con el enemigo en el campo de batalla, permanece, a los sesenta años justos de su primera edición francesa, convertido ya en un clásico. Mientras, la mayoría de las “filosofías políticas” adventicias de la segunda posguerra y de la Guerra fría, que por piedad no menciono, y no se digan ya las ideologías entonces en boga, se deshilachan como banderas olvidadas. Sea en buena hora.