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La clase política

Una singularidad española, condicionada por la debilidad del Estado y por nuestro inextinguible sigo XIX, es la ausencia de una sólida clase política

Expresión de sociabilidad en el sentido de la «formas de socialización» de Georg Simmel, la articulación oligarquía-masa, clase dirigente-pueblo, gobernantes-gobernados o elite-masa constituye una regularidad o factor histórico constante, como las polaridades sagrado-profano, amigo-enemigo, mando-obediencia o comunidad-sociedad. No hay época histórica que escape a la dinámica de las oligarquías. Esta deja su impronta sobre las instituciones sociales, pero también sobre las creaciones del espíritu, del urbanismo y la arquitectónica a la literatura y hasta el cine. Es así que trascienden su tiempo, sin pretenderlo, El Gatopardo de Giuseppe T. di Lampedusa, La regla del juego de Jean Renoir y otras obras maestras por el estilo, pues contienen una lección universal, una banalidad superior y olvidada: la persistencia de una clase política. Más allá de los hombres y su retórica.

Pero el descubrimiento de la «clase política» y su análisis empírico son relativamente recientes. Se trata de un fenómeno que apenas se registra en la literatura sociológica a partir del siglo XX. Es cierto que se tiene ya una aguda conciencia del mismo en Grecia y Roma, siquiera por sus efectos sobre el gobierno de la ciudad. No es casual que la filosofía política clásica —la occidental para nosotros, aunque haya otras tradiciones comparables— solo ha sido posible una vez descubierta la vida como libertad —primariamente exterior (libertad de movimientos) y desplegada en el espacio público, en el ágora y el foro— y cómo pueden llegar a perturbarla las dinámicas oligárquicas inherentes al ciclo político. En los equinoccios del ciclo, entre la concentración del poder (monocracia) y su desagregación (pluralismo), se conocen en todas las épocas procesos contrapuestos de oligarquización y de desoligarquización del gobierno, de construcción, destrucción y reconstrucción de la clase política. Una singularidad española, condicionada por la debilidad del Estado y por nuestro inextinguible sigo XIX, es la ausencia de una sólida clase política.

Hay ya, de algún modo, una sociología o una teoría implícita de la clase política en los grandes historiadores de la Antigüedad, los cuales han descrito con la mayor naturalidad esos procesos cíclicos. También la hay, sin duda, en el genial moro tingitano Abenjaldún, anticipador en el siglo XIV de la teoría paretiana de la circulación de las elites con su meditación sobre el «espíritu de cuerpo» (‘açabiya), que anima a la clase dirigente hasta su declive, imposible de contener, en el lapso de cuatro generaciones.

A partir del siglo XIX sobreabundan los ejemplos de una sociología de la clase política, latente y raramente expresada como tal, de Saint-Simon («Parábola de los industriales») a Joaquín Costa (Oligarquía y caciquismo), pasando por Lorenz von Stein (Movimientos sociales y monarquía), para quien la dinámica conflictiva entre el poder establecido (clase política o elite), el poder insurgente (contraelite) y el pueblo (masa dependiente y políticamente nula) es la clave de las leyes del movimiento social y, particularmente, de la subversión general detonada por la Revolución francesa. Una coloración más polémica tiene la difusa percepción del fenómeno de la elite del poder, además de en Karl Marx, en Franz Oppenheimer y su crítica antipolítica del Estado depredador y su clase dirigente y en Thorstein Veblen y su estudio sobre la clase ociosa.

Pero el gran momento de la teoría de la clase política está en los primeros años del siglo pasado, condicionada previamente por la comprensión del fenómeno de las muchedumbres contemporáneas (Gabriel Tarde, Gustave Le Bon y, posteriormente, José Ortega y Gasset). Dejando a un lado los estudios sobre los partidos políticos de James Bryce (La república norteamericana) y Moisei Ostrogorski (La democracia y los partidos políticos), la doctrina sociológica de las elites queda fijada para siempre en la obra de los maestros neomaquiavelianos: Vilfredo Pareto (Tratado de sociología), Gaetano Mosca (Elementos de ciencia política) y Robert Michels (Sociología del partido político en la democracia moderna). En estos libros más se reinventa que se inventa la ley de hierro de la oligarquía.

La «escuela elitista» de los manuales de sociología conocerá, después de la Segunda Guerra Mundial, desarrollos bien distintos en las dos orillas del Atlántico. En la sociología política de Harold D. Lasswell y Abraham Kaplan (Poder y sociedad), Charles Wright Mills (La elite del poder) y Robert A. Dahl (Poliarquía), centrada en la expresión de los poderes real y aparente en las sociedades democráticas pluralistas. Y en la metapolítica con tintes polémicos cultivada por Giuseppe Maranini (Gobierno parlamentario y partidocracia) y Gonzalo Fernández de la Mora (La partitocracia), para quien nunca jamás ha habido gobiernos no oligárquicos. Mención aparte merece la crítica a las elites contemporáneas y su «traición a la democracia» de Christopher Lasch (La rebelión de las elites).

La dicotomía social fundamental es, según Pareto, la que separa a la población en una «capa inferior, la clase ajena a la elite» y una «capa superior», divida a su vez en una «elite gubernamental», la clase política en sentido estricto, y una «elite no gubernamental». Por otro lado, como señala Mosca, la lucha por el poder no enfrenta a la clase dirigente con el pueblo. Esto es una ilusión interesada mantenida por todos los aspirantes al poder. La competencia por el mando es en realidad asunto de familia: una lucha entre la clase dominante y su contrincante, que pugna por afirmarse a toda costa. O bien entre la clase política de iure y la clase dominante de facto, en la que se reúnen los que Carl Schmitt ha llamado «poderes indirectos» (potestas indirecta, indirekte Mächte).

Nada de lo dicho impide que pueda producirse una «renovación molecular» de la clase política, incorporando elementos de la clase rival o de las clases inferiores. Se trata, según Pareto, de la «circulación de las elites» o, más bien, como le corrige Michels, de la «amalgama» de estas con las clases inferiores. Hay, pues, en la dinámica de la elite, una «continua endósmosis y exósmosis entre la clase alta y algunas fracciones de la baja» (Mosca), una dosis variable de impremeditado gatopardismo. En este sentido, las querellas mayores de los siglos XIX y XX —la cuestión constitucional, la cuestión social y la cuestión cultural— son expresión del proceso de renovación y sustitución de las elites al que el pueblo asiste, a la fuerza, como espectador. La reactivación en el siglo XXI, a escala máxima, de un conflicto equivalente en torno a la identidad y el arraigo, tampoco deja al pueblo un margen de maniobra mayor. Pues la elite con mando propugna la revolución desde arriba, la que aspira al poder la revolución desde abajo.

La transformación de la clase política es proceso que tiene una sorprendente causa endógena, pues que se prolongue en el tiempo una dirigencia no depende sino de su fe en la legítima adquisición de su derecho a mandar. El poder efectivo, qué le vamos a hacer, tiene fuentes impuras. Quien ha perdido ese tipo de certeza está políticamente desahuciado.

El materialismo histórico de la izquierda, ante el fracaso de las previsiones escatológicas marxistas sobre la revolución, recurre, con el pie forzado de una victoria final esquiva, al exutorio de la hegemonía cultural (Gramsci) para corregir el curso de los acontecimientos. La Comuna de París ha ensombrecido la historia revolucionaria, mucho más, si cabe, al comparar lo de Francia con el éxito de la Revolución de octubre, pues hace pensar que algo así, lo de Moscú, no puede cuajar al oeste del Vístula.

Con el tiempo, adquiere también ese negocio de las hegemonías, con un entusiasmo efímero, la Nueva derecha de los años 70, traspasándolo después, en los 90, con sus desertores, a la derecha sistémica, la liberal y la conservadora. Esta, sin estrategia política a largo plazo, se apalanca en el gramchismo y en su variante moderada del Kulturkampf, el «combate cultural», no de cada día, sino de las grandes ocasiones, que raramente da la cara, esperando tal vez su turno. En España es así.

Desde la perspectiva de la circulación de las elites, el gramchismo, de izquierdas o de derechas, es una pura alucinación, un gesto efectista, pero inane. Nunca da los frutos prometidos esa especie de «cólico del lactante» en el que termina, como suele decir Carlo Gambescia, el folclor de la «política de cultura», tanto de la izquierda como de la derecha, pero mayormente de esta última.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, lo verdaderamente rentable para la izquierda es la «guerra psicológica», generalizada en Occidente por el marxismo-leninismo —y hoy explotada también a toda mecha, pero de otro modo, por diversos sucedáneos ideológicos—. En su apogeo, durante la Guerra Fría, la guerra psicológica, según la definición original de Jules Monnerot, inventor del término, «aspira a destruir al adversario como fuerza organizada», pero también, y esto resulta decisivo, «a despojarle de todas sus razones para vivir y esperar» (La guerra en cuestión). La política gramchista es un señuelo que oculta el verdadero objetivo del ataque: criar mala conciencia en la clase política, laminar su sentido de la legitimidad y hacerle creer que todo está ya perdido de antemano. Los remordimientos de la clase dirigente, muchas veces imaginarios y motivados por el cansancio o el miedo, unidos al instinto de supervivencia, esclarecen cesiones y giros inauditos, aparentemente inexplicables: la «voladura controlada» del Estado de las Leyes Fundamentales (un suicidio de la vieja clase política asistido por la nueva clase política) o el wokismo (mayormente una diversión estratégica practicadas por un enemigo insidioso para desarmar moralmente nuestra capacidad de resistencia).

La élite, ya sea política o económica, puede comprometer el éxito de los regímenes democráticos, particularmente su representatividad, que suele ser el principio que más sufre por la ley de hierro de las oligarquías. Frente al rigor inexorable de esta ley sociológica, que transforma la representatividad democrática en cooptación (incluso conyugal) o en sucesión hereditaria, se han arbitrado todo tipo de contramedidas: el mandato imperativo; el plebiscito y otras instituciones de la «democracia directa»; el Partido, se sobrentiende que el comunista; la (fútil) renuncia de la clase dirigente a sus privilegios y la (tediosa) «participación ciudadana», que tiende a politizarlo todo. Las «contramedidas» o «fórmulas políticas» (Mosca) apuntalan a una elite que ha perdido casi todas sus virtudes cívicas y necesita de nuevas fuentes de legitimación: el resistencialismo francés o el liberacionismo italiano de la segunda posguerra o el antifranquismo español. La fórmula puede cambiar, pero no su función política estabilizadora en un periodo de transformación en el que se acentúa la pérdida del sentido de la realidad de las elites.

Deshabituadas al mando efectivo —pues muchas veces su gobernación es vicaria— o reacias al trato con los inferiores, con los «retrasados de la historia» (Chantal Delsol), tal vez enfermas de sentimentalismo, acaso frívolas, las elites declinantes se caracterizan hoy por su paradójica conformidad con los modelos subversivos. Soportarlas se ha hecho agotador para el ciudadano, particularmente en su faceta de sujeto o súbdito fiscal.

Hay un cansancio político generalizado. La política masiva, plebeya —partidos políticos de masas, medios de comunicación masiva, hombre-masa, «ciencia política» vulgarizada y, simplificando, populismo— ha hundido la inteligencia hasta niveles abisales. La «clase política» europea, no digamos la española, procede ya, desde hace demasiados años, de la nada cultural, para ella garantía provisional de adaptación y éxito. La selección inversa de la elite, proceso explotado democráticamente, constituye el efecto diferido e inesperado del sufragio universal (Monnerot lector de Maurras).

Sin perjuicio de su utilidad, florecen en la dirigencia tontos sutiles, «estúpidos puros positivos» como los descritos por Julio Camba: individuos en quienes la estupidez «no es una limitación de la inteligencia, sino una substitución de ella. El estúpido positivo razona con la estupidez. La estupidez es su forma de inteligencia» (Alemania. Impresiones de un español). Aunque puede resultar más diabólico que tonto, un buen ejemplo de ello es el «sadoleninista», un tipo humano de poco jugo que procede de las canteras inagotables de la «teoría postestructuralista» y al que le dedicara unos dardos de los suyos, con curare y más actuales hoy que en 1975, Aquilino Duque (La estupidez de la inteligencia).

Con la lógica jerarquizadora e implacable del mérito, la actual dirigencia política española —de cuerpo presente hasta las generales—, banda de pícaros resuelta a vivir de las reses políticas, para evitar ellos mismos ser depredados, podría ocupar, con suerte, puestos socialmente subalternos. No obstante, por mucho que suba la riada política de la estupidez, tiene que bajar, y bajará, hasta porcentajes normales y funcionales para el régimen.

Las encuestas electorales tocan a rebato. Y también la confección de las listas, piedra de toque de la reconfiguración de la clase política demoliberal. Expuesto nuevamente todo ese personal a la caza mayor —cualquier teoría política seria es el escolio de una cinegética política primordial—, el estado de naturaleza hobbesiano debe resultarle, en comparación, como pasar la tarde en el Kindergarten. Nadie escapa a la maldición de Pareto: la circulación de las elites. Unos salen y otros empujan y entran. ¿Qué será de todos esos botarates y segundones que esperan agarrarse a una dirección general, a una jefatura de sección o a una concejalía, a una placita, arbusto milagroso en el barranco de la política, cuando se retiren las aguas? Por su drama personal, vislumbres de nuestro ciclo electoral, merecerían que, al menos, se adosara su nombre al monumento del cesante desconocido. Premio de consolación para quien se queda en el arroyo y no tendrá ya más ocasión de arraigar en las clases pasivas.

La inexorable renovación de la elite del poder, más o menos rápida, eso depende, impacta sobre la estructura social, pues tiene también su modesta faceta demográfica. Arribistas y cesantes se mueven y desplazan por la escala social —y por las escalas administrativas— y pueden llegar, como los bárbaros, a acampar por tribus o familias, incluso por parejas paritarias, vulgo connubio, en el corazón del Estado o extramuros, en su periferia, ocupando puestos más imaginativos o más discretos.

Se verá al fin, tal vez, que ni el caudillaje —ahora machoalfismo, expresión «sexualizada» y banal, pero obediente a la lógica biopolítica del supremo arte venatorio—, ni la dinastía —ahora casta—, ni el séquito —ahora patulea y, otra vez, después de tanto barranco del Lobo, jarca— son categorías políticas caducas. Mucho menos lo serán franquistas… salvo para quienes, sin darse cuenta, asociando «franquismo» y «regularidades de lo político», transforman el accidentalismo de una «dictadura constituyente de desarrollo» (Rodrigo Fernández-Carvajal) en una teoría de supercuerdas de la política a la que se atribuye la cualidad de explicarlo todo. La memoria senil (Aquilino Duque) tiene retornos inauditos: ¡Franco y la francología, principio de todo!

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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