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La extraña química entre Unamuno y Primo de Rivera

Hace un siglo mantuvieron una encendida disputa mediática

Leí hace poco a un periodista que la lucha por la audiencia televisiva entre Pablo Motos y Broncano representaba a las dos Españas. Afirmación sencillamente escalofriante, pues no solo redundaba en el tedioso cliché que en mala hora puso en circulación Machado (ni dos, ni diecisiete ni cincuenta y una; con una ya basta), sino que nos obliga a sumarnos a la estela de alguno de los dos comediantes… ¿En serio no hay más opciones? Si esa es la carta de menús que traigan directamente el café. No obstante, sí hay ahí un poso de verdad, un hilo del que tirar, pues es innegable que en esa riña por la atención del público hay un trasfondo político y si le ofreció TVE un contrato millonario al segundo fue para lograr inclinar —aún más si cabe— el ecosistema mediático en favor de quien manda. Echando la vista atrás nada parece importar más a Sánchez que los medios de comunicación y su vasallaje: el anunciado Plan de Medios, los 100 millones para subvencionar su «digitalización», la regulación de la actividad de youtubers e influencers, el incremento extraordinario en publicidad institucional hasta los 554 millones, etc. El medio es el fin y como en aquella tradición japonesa de la corte imperial acudiendo a un lago en otoño para admirar la luna llena, pero únicamente observando su reflejo en el agua, más importante que la realidad es su representación, no qué hace el Gobierno sino cómo se cuenta lo que hace (y sobre todo deshace).

A la luz de la actualidad resulta interesante, por tanto, centrar la atención un siglo en el pasado para encontrar algún que otro paralelismo. Entonces la gran figura mediática no era Broncano sino Unamuno, qué le iban a hacer, les faltaban cien años de Progreso para llegar a nuestras cumbres del pensamiento. En cualquier caso no es exagerado señalar que su proyección pública era inigualable, capaz de congregar multitudes en la ciudad a la que fuese y poner en apuros al régimen con sus aceradas críticas. Un momento… ¿un simple escritor, periodista si se quiere, intimidando a un directorio militar con vocación de ser un cirujano de hierro para la nación? ¿Qué absurdo es este? Su hercúlea disciplina de trabajo que le hacía omnipresente en la prensa contribuyó a ello, por un lado, pero también haberse ido a encontrar con su perfecta némesis en Miguel Primo de Rivera. Hubo una extraña química entre ambos. La vocación frustrada de periodista que el militar albergaba, así como su ¿secreta? admiración por el intelectual bilbaino lo hicieron particularmente sensible a los ataques de este, asomándose cada día a los periódicos para comprobar qué decía de él y responder airadamente de su puño y letra también mediante la prensa. Comportamiento un tanto inusual en alguien de su posición, particularmente comparado con lo que se  vio en años posteriores en el contexto europeo, pero tanto su personalidad como las circunstancias que rodearon a su directorio fueron ciertamente singulares, como ya desarrolló el historiador Roberto Villa en la entrevista que le realizamos aquí.

La relación entre los dos no comenzó con buen pie ya desde el manifiesto que Rivera publicó el 13 de septiembre de 1923 para justificar el golpe de Estado en curso, en el que advertía de que «este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos». Según se recoge en el libro Unamuno contra Miguel Primo de Rivera, de Colette y Jean-Claude Rabaté, el pronunciamiento hizo que a Unamuno se le llevaran los demonios y, lejos de esperar en un rincón, escribió esos días que los militares que lo estaban llevando a cabo eran «atolondrados mozos de canas, sin meollo en la sesera y obsesionados por la masculinidad física, por el erotismo de casino (…) me ha hecho sonrojarme un cierto manifiesto que huele a las heces de una noche de crápula». Para el mes siguiente la cólera le mantenía el espíritu en ebullición: «El Primo ese de Rivera no tiene más seso que una rana; es un prototipo de frivolidad y vanidad señoritil. No ambición, no, sino vanidad. Y los pobres calabacines que le rodean. Toda la tontería española está alzaprimada. Da pena leer ciertos diarios. No sé a dónde vamos a parar». A principios de noviembre Unamuno lo definía como «un peliculero con menos juicio que un renacuajo» y empezó a padecer por su culpa una dolencia que se le haría crónica: «¡Me duele tanto España! Y cuánto más me duele más la quiero».  

Por su parte, desde su misma llegada al poder a mediados de septiembre, Primo de Rivera suspendió las garantías constitucionales que prohibían la censura, pero siendo consciente de que para influir efectivamente en la opinión pública se requiere, además, propaganda, instauró la obligatoriedad de que los periódicos publicasen una versión oficial de los acontecimientos, escrita casi siempre por él mismo y sin que los ministros llegaran a enterarse previamente del contenido. Fueron las llamadas «Notas Oficiosas», a las que se dedicó con constancia diaria durante todos los años de su mandato pues, si otros anhelan el poder para forjar imperios, el Marqués de Estella se ve que no deseaba nada más intensamente que ser periodista. Que Unamuno se desempeñara de forma tan airosa en ese terreno —¡y encima contra él!— suponemos que debía crearle fuertes conflictos internos.

Bien sorteando en los periódicos nacionales a los censores que «en general tachan casi todo lo que no entienden y entienden muy poco» o enviando artículos a la prensa extranjera, particularmente Francia y Argentina, nuestro filósofo continuó en su denuncia del «Ganso Real», «tonto entontecido» que «primero dispara y luego apunta», y no dudó en hacer sangre cuando estalló el escándalo de La Caoba. Se trataba de una mujer de vida alegre que vendía cocaína y cuya compañía frecuentaba el dictador, muy aficionado a los prostíbulos por lo visto, quien tras haber sido detenida fue liberada por orden al juez de Primo de Rivera. Según él mismo justificó en una nota oficiosa que escribió aludiéndose en tercera persona, el motivo fue «tener a gala de su carácter haberse sentido inclinado toda la vida a ser amable y benévolo con las mujeres». Resuenan ecos de Ábalos. Los vitriólicos comentarios del catedrático al respecto resultaron ser la gota que colmó el vaso, de tal manera que el 21 de febrero de 1924 es custodiado por la policía desde Salamanca hasta Cádiz, donde lo envían en barco hasta Fuerteventura. Allí permanecerá confinado hasta que se exilie a París en julio.

Esta acción punitiva tuvo un notable impacto internacional, que el dictador se apresuró a responder en una de sus notas, también pronto publicadas en otros países mediante sobornos a los periódicos: «para mí Unamuno no es sabio ni nada que se le parezca, y de ello estamos todos convencidos en España, donde no hace falta quitarle la careta; pero sí conviene que en el extranjero se le dé el lugar que le corresponde, sin apoteosis ni homenajes, que resultan un poco ridículos. Es preciso que nos demos cuenta de quién es el Sr. Unamuno. Yo creo que un poco de cultura helénica no da derecho a meterse con todo lo humano y lo divino y a desbarrar sobre todas las demás cuestiones». Sobre su obra indicaba, además, que «no he visto ninguna idea digna de recogerse y estudiarse» y sus escritos no pasan de «piruetas de payaso». Se le condena, aclara, «no por sus ideas, sino por sus extravagancias».

Pero Unamuno, exiliado de su querida España, pasa a dedicarse obsesivamente a despotricar acerca del «majadero de marca máxima y una malísima persona, todo un bellaco sin sentido moral». Las Notas Oficiosas se convierten en combustible para su ira, como en este poema que le envió a Jorge Luis Borges:

«Dime, España  

¿se puede sufrir tal sino?

Ay, hija mía, yo sufro

no solo golpes de Estado,

multas, atracos, prisiones,

mordazas y asesinatos,

sino algo peor, las notas

oficiosas que es el vaso

en que mi chulo vacía

con el mayor desparpajo

todos los malos humores

que le acatarran. Tirano

podría pasar, más… ¿eso?

¡no pude caer más bajo!»

El escritor vasco se entrega también en cuerpo y alma a dos periódicos publicados desde el exilio, primero España con honra y luego Hojas Libres, cofundados junto a otros autores como Vicente Blasco Ibáñez y Eduardo Ortega y Gasset, hermano del filósofo. Primo de Rivera, molesto porque se introdujeran de contrabando ejemplares de esos medios, incluso llegó a dedicarles unas palabras en sus Notas Oficiosas a «el ruin engendro que con el título de Hojas Libres publican fuera de España dos o tres despechados (…) Adviértase que si nosotros calláramos el 99% de los españoles no tendrían ni la más remota sospecha de la invención y publicación de esas patrañas; pero nos parece aleccionador que las conozcan una vez más, y así comprueben de cuánto son capaces individuos que, dándoselas de cultos y fuertes, liberales y legalistas, ponen tierra de por medio».

Decidido a combatir esas publicaciones clandestinas, el dictador da un paso más en su entusiasmo por la profesión periodística y funda en 1925 el rotativo La Nación. Su rivalidad con Unamuno es tan intensa que incluso llega a visitar Bilbao para dar una conferencia en la sociedad liberal El Sitio, tan vinculada a aquél, mientras que en 1926 es nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca… Como si de alguna manera quisiera seguir sus pasos y ocupar su lugar, una desconcertante combinación de orgullo herido y admiración encubierta por su archienemigo. Este llegó a percatarse, de forma que, tras la dimisión de Primero de Rivera en enero de 1930, una vez regresa Unamuno a Bilbao y pronuncia una conferencia, dónde si no, en El Sitio, proclama satisfecho: «y vino aquí el otro que luego se hizo declarar hijo adoptivo de esta villa, mi madre natural, hijo adoptivo de Guernica, el pueblo de mi mujer, y luego se fue a Salamanca a que le hicieran doctor honoris causa, por causa de honor. Y es que mi sombra, permitidme que lo diga con la modestia que me caracteriza, la sombra de Miguel, persigue al pobre Miguelito».

Apenas un mes después el ya exdictador moría, ahora él, exiliado en París. Poco después la república con la que tanto soñó Unamuno se hizo realidad convirtiéndose en pesadilla y un años antes del estallido de la guerra tuvo ocasión de tratar, con insólito respeto mutuo por el patriotismo y la valía intelectual que ambos se reconocían, con el hijo de aquel a quien tanto detestó, Jose Antonio Primo de Rivera.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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