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La frivolidad de la derecha mediática

«Hay que escribir sin piedad lo que uno sabe que es verdad, o callarse».

Hay tres tipos de disidentes: (a) anons, los anónimos, (b) líderes de opinión, las figuras mediáticas a las que todavía les importa lo que piense la gente, y (c) outsiders, quienes van por libre y todo les importa un carajo. Todos estos grupos son estupendos; en cualquiera de ellos se puede alcanzar la verdadera grandeza; y tengo buenos amigos en cada uno de ellos. Pero cada uno tiene sus problemas.

El problema de (c) es que serlo es demasiado difícil. Se necesita mucha suerte para llegar a esa posición y mantenerse. Es prácticamente incompatible con hacer cualquier otra cosa en la vida, y esto en condiciones de represión muy leve, históricamente hablando. Y cuanto más éxito tienes, más peligrosa se vuelve tu posición. Yo sólo recomendaría ir por libre a un tipo de joven: le trustafarian. Y tiene que ser realmente tu vocación.

El problema de (a) es que es demasiado fácil: nada te ata a la realidad. Los anons disidentes crean el mejor arte, si bien con la ligera sensación de estar jugando al tenis sin red. Sin embargo, esta libertad artística completa, incluso excesiva, se equilibra con retos en opsec que sólo son comparables a los de la aviación general. Si no eres lo bastante meticuloso como para pilotar un Cessna, tampoco lo eres para dedicarte al shitposting.

El problema con (b) es que siempre te estás vigilando a ti mismo. No es sólo que tus lectores nunca sepan lo que crees realmente, sino que tampoco tú te conoces jamás a ti mismo. En la práctica, es mucho más fácil vigilar tus propios pensamientos que tus propias palabras. Al elegir entre dos ideas, la tentación de preferir la más segura es casi irresistible. Esta es una fuente de distorsión cognitiva que los anons y los outsiders no experimentan. (Aunque los anons sí sufren algo de lo contrario, el instinto de provocar).

Como líder de opinión, sientes esta tensión en cada hueso de tu cuerpo, pero nunca puedes mostrársela a tus lectores. Esto crea una profunda deshonestidad en la relación parasocial entre escritor y lector, como un matrimonio que no logra escapar de una mentirijilla de la primera cita. La falsedad, como la parte azul del queso azul, fluye y aromatiza cada partícula de tu contenido. Ni tú ni tus lectores podéis estar seguros de si estás diciendo la verdad, mintiéndoles o mintiéndote a ti mismo, pero constantemente estás haciendo las tres cosas. Puede que sigas siendo muy entretenido; esclarecedor, incluso. Todo tu trabajo es efímero, y una vez que mueras sólo tus parientes te recordarán. Y ni siquiera es culpa tuya.

Aquí fuera en el grupo (c), puedo decirte que el homo sapiens no es una población neurológicamente uniforme (como los golden retrievers), y también que el Holocausto ocurrió (como aprendiste en la clase sobre el Holocausto). Aunque no puedo imaginar qué pruebas podrían hacerme cambiar de opinión sobre ninguno de estos puntos, si ocurre seré el primero en decírtelo. (No te molestes en enviarme tu ensayo revisionista favorito sobre el Holocausto, probablemente ya lo haya leído). Esta claridad no deriva de ninguna virtud personal especial, sólo de mi trabajo viviendo en el grupo (c).

Desde mi punto de vista, tanto los disidentes anónimos como los oficiales exhiben una especie de frivolidad poco seria, pero de un tipo muy diferente. La frivolidad del anónimo es imaginativa, surrealista y juguetona en el mejor de los casos; meramente pueril en el peor. La frivolidad del líder de opinión no tiene ninguna ventaja; en cada párrafo está rompiendo la regla de Koestler, y lo sabe; lo mejor que puede hacer es callarse selectivamente sobre las cosas sobre las que no puede escribir.

Y su mens rea también es horrible. Vende esperanza. Vende respuestas. Compadézcase del hombre cuya vida le ha llevado a vender respuestas en las que no cree, o en las que se ve obligado a creer, o en las que debe obligarse a creer. Por muy sofisticado y erudito que sea, no es más que un estafador de lujo. Su pequeña revista es una granja de troles macedonios con doctorado. Tiene suerte si sus elocuentes ensayos sobre el bien común no aparecen encima de una barra de publicidad emergente anunciando píldoras para el pene; de hecho, conozco a más de un erudito brillante que se encuentra precisamente en esta patética posición. El marco define el cuadro; el contexto fija el precio del texto. ¡Qué triste!

Peor aún debe ser la realidad de que la mala erudición es peor que inútil, ya que una estrategia inútil para escapar de un problema real es una trampa. Cuando guías a tus lectores hacia una solución atractiva pero ineficaz, los alejas de lo contrario [una solución eficaz pero antipática].

Te metiste en este negocio para cambiar el mundo a mejor. No puedes evitar darte cuenta de que lo estás cambiando a peor, porque tu función objetiva es la de Chaim Rumkowski, el «rey de los judíos» del gueto de Lodz.

Existes para convencer a tus propios seguidores de que no pueden ni deben hacer nada eficaz, y la forma más fácil de hacerlo es convencerles de que las estrategias ineficaces son eficaces. Y esto, como veremos, es exactamente lo que no puedes evitar hacer, querido líder de opinión.

Además, desde nuestra actual posición de profunda irrealidad, donde la narrativa oficial compartida y estudiada por todas las personas inteligentes normales y todas las instituciones de prestigio sólo puede describirse como un estado de delirio venenoso, las oportunidades de hacer de cabra de Judas son casi ilimitadas. Bóvidos, recordad: no tiene por qué haber sólo una cabra de Judas.

Cuando la corriente dominante se aleja cuatro órdenes de magnitud de la realidad, los que están a tres órdenes de magnitud parecen decir la verdad; los que están a dos órdenes de magnitud parecen profetas; y los que están a uno son prácticamente Athanasius contra mundum. Pero la realidad es puñetera: en cuanto a sus efectos objetivos, estar a uno significa exactamente lo mismo que estar a cuatro. Cuando uno vende un billete a la órbita, no importa en absoluto si el cohete alcanza su punto máximo a tres metros del suelo o a quince kilómetros: sólo la órbita es la órbita. Todo lo que no llegue a la órbita es una forma algo más lenta de morir.

Una de las cosas favoritas del líder de opinión es el error que los filósofos de la Inteligencia Artificial (IA) llaman «falacia del primer paso». Resulta que el primer mono que subió a la copa de un árbol estaba dando el primer paso hacia el alunizaje:

«El pensamiento del primer paso lleva incorporada la idea de un último paso exitoso. Sin embargo, un éxito inicial limitado no es una base válida para predecir el éxito final de un proyecto. Subir una colina no debe darnos la seguridad de que si seguimos avanzando llegaremos al cielo».

Cuando un vendedor te vende la Luna y te envía una escalera de cuerda, te han estafado. Es hora de dejar una valoración de una estrella en la reseña.

Tres puntos de luz

Todo esto es muy sombrío, pero hay algunos puntos de luz. Para el pasajero del cohete, la órbita es binaria; el lanzamiento tiene éxito o fracasa; va al espacio en una lata, o al infierno en una bola de fuego. Trump fue al infierno en una bola de fuego. Pero para el ingeniero de cohetes, diez millas pueden ser una especie de éxito.

Hoy delimitaremos los márgenes de lo legítimamente posible examinando tres recientes ensayos de líderes de opinión que han hecho un buen trabajo explorando esos márgenes, y quizá incluso ampliándolos: «¿Por qué todo es progresista?», de Richard Hanania; «El nuevo sultán», de Scott Alexander; y «El problema de la nueva derecha», de Tanner Greer.

(Vale la pena señalar que he charlado virtualmente con dos de estos líderes de opinión y puede que incluso tenga cierto conocimiento de lo que piensan de verdad. El infierno se helará antes de que revele con cuáles dos. Ninguno de los tres siquiera se identifica públicamente como «de derechas», lo que significa que sus comentarios son un sumidero de estentóreos y bravucones farsantes, pero quizá eso —en palabras inmortales de Bill Clinton— «preserva su viabilidad dentro del sistema». Así es el estilo de vida (b)).

Tras leer el ensayo de Hanania, un cuarto líder de opinión (que se declara conservador radical) me preguntó: ¿por qué pierde siempre la derecha? «Delirios narcisistas», respondí.

Lo cual dista mucho de lo que esperaba oír, o de lo que la mayoría de los lectores sacarán del ensayo. Los tres ensayos son buenos y verdaderos, pero su incapacidad para ir lo suficientemente lejos les hace señalar a su audiencia precisamente en la dirección equivocada.

La mayoría de sus lectores sacarán la conclusión de que los conservadores necesitan más y mejores delirios narcisistas. De hecho, tanto los líderes de opinión como los políticos van de la mano con ese producto. Esta frivolidad meretricia, que se hace pasar por seriedad, es demasiado atroz para dejarla sin escarnio; sin embargo, la razón correcta para burlarse de ella es desafiarla a que asuma su forma final y verdaderamente seria.

Richard Hanania y la derecha perdedora

El verdadero argumento de Hanania —respaldado por un montón de pruebas innecesarias dignas de un doctorado— es que los progresistas siempre ganan porque se implican más:

«Sin embargo, aunque ser el partido que «sólo se implica lo bastante como para votar» puede ser adecuado para ganar elecciones, el futuro pertenece a aquellos que se encuentran en la cola de la distribución y que realmente quieren cambiar el mundo. Tal vez el activismo político sea a menudo la señal de una mente poco equilibrada o el resultado de buscar llenar un vacío en la vida personal de uno. Los conservadores pueden decirse a sí mismos que son el partido de la gente normal, demasiado satisfechos y a gusto como para dedicar mucho tiempo o energía a cambiar el mundo. Pero al final, el mundo en el que viven reflejará las preferencias y los valores de sus enemigos.»

La poesía es mejor que los datos. Yeats lo dijo hace un siglo:

«Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores

Están llenos de intensidad apasionada.»

Por tanto, la mayoría de los lectores razonables llegarían a la conclusión de que, si los conservadores quieren ganar, tienen que implicarse más. Necesitan dedicar tiempo y energía reales a «cambiar el mundo». Necesitan más —mucha más— intensidad apasionada. De lo contrario, todas sus políticas y valores serán estériles, infructuosos e ineficaces:

«La discusión aquí hace difícil sugerir reformas para los conservadores. ¿Quieres dar al gobierno más poder sobre las empresas? Ninguno de los reguladores estará de tu parte. ¿Dejar en paz a las corporaciones? Entonces deja el poder al Woke Capital, aunque hasta cierto punto deba estar disciplinado y limitado por las preferencias de los consumidores. ¿Crear tus propias instituciones? Buena suerte dotándolas de personal competente con salarios normales de ONG o medios de comunicación, y si no tienes cuidado serán capturadas por tus enemigos de todos modos; de ahí la Segunda Ley de Conquest

Desde el renacimiento del conservadurismo tras el monocultivo revolucionario de la Segunda Guerra Mundial, toda el liderazgo de opinión conservadora ha consistido en intentos de crear más expectación en torno a políticas y valores que se opongan eficazmente al poder de las instituciones de prestigio, dando a la «gente normal» tantos motivos para implicarse como sus fanáticos y aristocráticos enemigos.

Como es natural, esto tiende a implicar el planteamiento de «cuestiones» que parecen de verdad afectar a sus vidas, pero que también van en contra del poder aristocrático. Con el paso de las décadas, la esencia de estas cuestiones cambia e incluso se invierte; la postura contraria se convierte en la postura útil; y los «valores conservadores» no tienen más remedio que cambiar para reflejarlo. (Si esto parece una forma progresista de despotricar contra los conservadores, cabe decir que los conservadores lo aprendieron de los progresistas).

Cuando el sector corporativo era independiente de las instituciones o incluso (como en los días gloriosos de la antigua Asociación Nacional de Fabricantes, que aún no se ha rebautizado como Asociación Nacional de Dropshippers, pero aún están a tiempo) se alineaba contra ellas, las políticas conservadoras naturales eran libertarias y procorporativas. Ahora son antiliberales y anticorporativas. Antes de que los economistas se dieran cuenta de que Estados Unidos podía gravar al mundo acuñando la moneda de reserva mundial, los recortes de impuestos eran una forma de «matar de hambre a la bestia». Ahora lo único que hacen es darle alas, así que los nuevos conservadores son derrochadores fiscales. Antes de la caída de la Unión Soviética, luchar contra este golem globalista era una forma de luchar contra los aristócratas estadounidenses que lo alimentaban. Ahora, los nuevos conservadores son aislacionistas… y así sucesivamente.

Todo esto tiene su lógica. Parece de lo más razonable concluir que los valores y las políticas que se ajusten a las necesidades de la dinámica de poder actual serán mucho más excitantes que el polvo rancio de la dinámica de poder pasada.

Por otra parte, cabe preguntarse: en la época en que ese polvo rancio estaba fresco, ¿funcionaba entonces? ¿Están los conservadores actualizando su vieja y mustia forma de perder para dar con una nueva y jugosa forma de perder? El cambio ciertamente puede distraer a nuestro pobre ganado conservador, de camino hacia el barranco, haciéndole creer que por fin se ha descubierto el secreto de la victoria. Envíen su dinero ahora.

Tanner Greer y la nueva derecha

«Nueva Derecha» no es el término que usa Greer, pero como etiqueta apenas puedo imaginar un tiro peor en el pie. Promete algo efímero e irrelevante. Hasta donde yo sé, esta misma etiqueta maldita se ha utilizado en cada generación de conservadurismo para significar algo diferente. Cuando inevitablemente fracasa y muere, la gente se olvida de ella, y la siguiente generación, atrapada en el eterno presente de un movimiento con síndrome de Korsakoff, puede reinventarla.

¿Quién lee a los expertos conservadores de los 80? Incluso los que los recuerdan tienen que tirarlos debajo del autobús. Cada generación de muchachos del National Review, que entona solemnemente lo que ellos consideran la filosofía inmortal de nuestros sagrados fundadores, se horroriza de su predecesora y horroriza a su sucesora; un espectáculo que va verdaderamente de lo sublime a lo prosaico. Y, por supuesto, cada una de esas generaciones horrorizaría por completo a los verdaderos fundadores.

Pero dejando a un lado el nombre, Greer presenta una descripción precisa del panorama:

«En el mundo del pensamiento conservador, la energía intelectual reside en la Nueva Derecha. 

No existe un catecismo de la Nueva Derecha. Cada hombre de la Nueva Derecha tiene sus propias obsesiones. Sin embargo, existe un amplio conjunto de actitudes y prescripciones políticas compartidas que atraen a los miembros de la Nueva Derecha. A la Nueva Derecha le gusta considerarse una banda de guerreros de clase. Están inequívocamente a favor de los aranceles y de la política industrial. La intervención económica del gobierno es digna de elogio, si dicha intervención revitaliza el corazón del país y asegura la dignidad del hombre de la clase trabajadora. Tanto las empresas tecnológicas como las altas finanzas son vistas con recelo. Las figuras de la Nueva Derecha son los conservadores más proclives a pedir la reforma de la Sección 230 y los menos propensos a preocuparse por los tipos del impuesto de sociedades. La Nueva Derecha desconfía del capital.»

Incluso hay pensamiento histórico profundo, aunque no tan profundo como el de Greer, como veremos:

«Me viene a la memoria una conversación que mantuve con el director de una publicación de la Nueva Derecha. Expresaba su pesar por el papel que desempeña la Revolución Americana en la teología política estadounidense, un «fantasma» que deseaba que los estadounidenses pudieran «exorcizar». Mientras asociemos revolución con fundación, me dijo, es difícil tener cualquier tipo de «cosmovisión pro-sociedad». Cuando le pregunté qué mitología fundacional preferiría que celebraran los estadounidenses, apuntó a la colonización puritana.»

A continuación, Greer se adentra en el territorio de David Hackett Fischer para explicar el hecho obvio, aunque importante, de que esta «Nueva Derecha» está formada por intelectuales de clase alta (herederos inherentes de los puritanos, ya que la tradición de la clase alta norteamericana es la tradición puritana) que intentan dirigir a paletos de clase media (herederos de los blancuchos escoceses-irlandeses, y (aunque Greer no lo menciona) irlandeses, eslavos y otra «basura étnica blanca» post-albiónica, que hoy incluye hasta a muchos hispanos. Incluso nos regala una ingeniosa bon mot [ocurrencia] histórica:

«¡Lástima del Whig que desea dirigir a las masas de Jackson!»

Pues ya ves, amigo, a eso lo llamaríamos «Abraham Lincoln».

Pero la cuestión sigue pendiente. No sólo la «Nueva Derecha» con su nueva ideología estatista, sino toda la derecha estadounidense de posguerra, es un extraño ejército con un estado mayor de filósofos y una infantería de combate de paletos ignorantes. ¿Cómo puede mantenerse unido? ¿Cómo pueden los filósofos crear una mitología que genere una intensidad apasionada en los paletos?

Bueno, la coalición de Lincoln de brahmanes de Boston y paletos de Chicago también era bastante frágil. ¿Y qué puede acercarse al grado de peculiaridad de la alianza entre Harlem y Los Hamptons?

Scott Alexander y los nuevos reyes

Sin embargo, hay otro camino.

¿No resulta curioso que tanto Greer como su anónimo editor (probablemente conozco también a esta persona), en su afán por resolver un problema real, recurran a un mito? A Carlyle le gustaría opinar: 

«Porque ¿quién que tuviera, para este Universo divino, un ojo que fuera humano en absoluto, podría desear que continuasen las Farsas de cualquier tipo, especialmente los Reyes Farsantes? No: a toda costa, todos los hombres deben rezar para que acaben las Farsas.

Cielo Santo, ¡cómo de profundo hemos llegado, cuando esto les parece extraño a muchos! Y sin embargo a muchos les parece extraño; y a muchos ingleses sensatos, que se comen tan ricamente su budín entre las llamadas clases cultivadas, les parece sumamente extraño; una noción ignorante y excéntrica, bastante heterodoxa, y cubierta de mera ruina. Durante toda su vida ha estado acostumbrado a las formas decentes que desde hace mucho tiempo están huecas de significado, a los modos plausibles, a las solemnidades convertidas en ceremonia, a lo que vosotros, en vuestro humor iconoclasta, llamáis farsas; nunca ha oído que hubiera nada malo en ellas, que hubiera algo que hacer sin ellas.»

Hay sabiduría en esta locura, por supuesto: el problema lo causan los aristócratas cuyas mentes están totalmente entregadas a delirios narcisistas. ¿No hace falta fuego para combatir el fuego? ¿No hace falta intensidad apasionada? ¿Acaso la intensidad apasionada no la generan únicamente los mitos, los sueños, los poemas y las religiones, y no las fórmulas autistas de política fiscal? Así que la respuesta es clara: necesitamos más y mejores delirios narcisistas. Es decir, farsas.

Al fin y al cabo, cualquier «mitología fundacional» es un delirio narcisista. Los granjeros con trabuco de chispa y las turbas de mecánicos de la década de 1770, y los puritanos de Plymouth de la década de 1620, tienen una cosa en común: ninguna de estas personas se parece ni remotamente al conservador de megaiglesia y miniván con barbacoa de esta década. Ninguno de ellos se parece ni remotamente a ti.

Vivieron en los mismos lugares y hablaban más o menos el mismo idioma. Por lo demás, probablemente tengas más en común con el ama de casa indonesia media: al menos ella ve las mismas películas de superhéroes.

Para Narciso, todo es un espejo; en todo y en todos se ve a sí mismo. No hay campo más abonado para el narcisismo que la historia, ya que el pasado muerto ni siquiera puede reírse de las apropiaciones que hace el presente de una realidad humana que no podría ni empezar a comprender.

Y combatir el fuego con fuego es una cosa, pero luchar contra el tiburón en el agua es otra. Para el aristócrata, trascender la realidad es una competencia esencial. La esencia del izquierdismo —siempre y en todas partes una causa aristocrática, por vastos que sean sus ignorantes ejércitos de siervos— es James Spader en Pretty in Pink: «Si me importara el dinero, ¿trataría así la casa de mi padre?» Los meros campesinos nunca podrán desarrollar esa clase de energía salvaje: ese es el asunto.

Sin embargo, Hanania sigue teniendo razón sobre la cantidad de energía que puede generar una agenda racional y kantiana para la acción colectiva productiva motivada por el interés propio colectivo, o incluso por la autodefensa colectiva. El americano suburbano-parrillero es como el francés de la época de Maistre bajo los últimos jacobinos: es la definición misma de la degeneración. «Siente que está bien gobernado, en la medida en que no le asesinen a él en particular».

¿Y qué hacer? Cuando estás resolviendo un problema de ingeniería y ves por fin la respuesta, te golpea como un rayo. Los conservadores, la gente normal, los americanos parrilleros, deben aceptar su propia falta de energía. Deben dejar de buscar inútilmente la intensidad apasionada, ya sea a través del realismo colectivo kantiano o de la mitología fundacional jaffaíta. Deben luchar contra el tiburón en tierra.

Los conservadores no se implican, al menos no lo suficiente. Pero quieren ser tenidos en cuenta. Sin embargo, viven en un sistema político en el que ser tenido en cuenta depende del grado de implicación, no sólo del voto. Por tanto, hay dos soluciones posibles: (a) hacer que se impliquen más; (b) crear sistemas que les permitan ser tenidos más en cuenta sin mayor implicación.

Los conservadores tienen poca energía, pero quieren alto impacto; a estas alturas, necesitan alto impacto. Al fin y al cabo, una vez que ya te están matando, es un pelín tarde. Cualquier ingeniero te diría que hay dos caminos para lograr alto impacto: mayor energía o mayor eficiencia.

Los conservadores votan pero no se implican. Si no tenemos una forma viable de hacer que los conservadores se impliquen más —y me refiero a órdenes de magnitud más—, toda estrategia y estructura eficaz debe generar poder mediante el voto, no mediante la implicación. Debe maximizar el poder de cada voto.

Interferencia e impedancia

¿Cuáles son las causas de la ineficiencia electoral? ¿Por qué no funciona el voto? ¿Qué convierte la luz en calor y la señal en ruido? Sencillo: la interferencia y la impedancia.

Interferencia significa que los votantes que están en el mismo equipo trabajan unos contra otros. Impedancia significa que los votantes se resisten a delegar en el equipo su consentimiento por completo.

Las interferencias son como un montón de hormigas tirando de una miga de pan en distintas direcciones. Para eliminar las interferencias, apunta todos tus votos a una entidad estructuralmente cohesionada que nunca trabaje contra sí misma.

La impedancia es como casarse por un período de prueba limitado, siempre que tu mujer siga estando buena y le sigan gustando las cosas que a ti te gustan. Como señaló Burke en su famoso discurso a los electores de Bristol, la naturaleza esencial del consentimiento electoral es incondicional:

«Todos los hombres tienen derecho a emitir una opinión; la de los Constituyentes es una opinión de peso y respetable, que un Representante siempre debe alegrarse de escuchar; y que siempre debe considerar muy seriamente.

Pero las Instrucciones perentorias; los Mandatos emitidos que el Diputado está obligado ciega e implícitamente a obedecer, a votar y a defender, aunque sean contrarios a la más clara convicción de su juicio y conciencia, son cosas totalmente extrañas a las leyes de esta tierra, y que surgen de un Error fundamental de todo el orden y el tenor de nuestra Constitución».

La causa de la impedancia electoral en el mundo moderno nace del concepto convencional de «agendas» o «plataformas» o «asuntos». Cuando en lugar de votar a una entidad cohesionada, votas a favor de una lista de instrucciones que le das a esa entidad, no estás extrayendo el máximo de poder de tu voto. Estás votando al oponente de Burke, el que consideraba que «su voluntad debía estar supeditada a la tuya». En efecto, te estás votando a ti mismo. El narcisismo vuelve a asomar su fea cabeza.

Cuando votas a favor de una agenda, estás otorgando un consentimiento limitado a tu representante. Dices: voto por ti durante un tiempo limitado, mientras te mantengas en forma y cocines cenas sabrosas. En realidad, ¡no te estoy votando! Voto a favor de «reformas para los conservadores» (Hanania). Voto a favor de «un amplio conjunto de actitudes compartidas y prescripciones políticas» (Greer). Querida, no me caso contigo. Me caso a favor de sexo salvaje, limpieza regular y comidas deliciosas, hasta que diez kilos de más, o a lo sumo quince, nos separen.

Retienes implícitamente tu consentimiento para cualquier cosa que no esté apuntada en tu lista. Luego te preguntas por qué tus representantes no tienen poder y son constantemente objeto de burla, o desobedecidos, o engañados y destruidos por personas que legalmente son sus empleados. Esto no es sexo político: es masturbación política. Te has votado a ti mismo. Y en lugar de un bebé, todo lo que has obtenido es un puñado de clínex. Bonita forma de «drenar la ciénaga» (drain the swamp).

Tu voto no funciona porque no estás votando, delegando o prestando tu consentimiento. Eres como un arquero con una flecha que, temeroso de perderla, se niega a soltarla. Sin soltar su dardo, lo único que puede hacer es correr hacia el enemigo e intentar apuñalarlo.

Así que si los conservadores quieren maximizar el impacto de sus votos, lo que tienen que hacer es justo lo contrario de lo que están haciendo. En lugar de votar a favor de los estúpidos menús políticos okonomi a-la-carte de cientos de candidatos inconexos y sus equipos, pueden votar todos juntos a favor del chef ejecutivo omakase prix-fixe de una única entidad de gobierno cohesionada.

Un poder así elegido no sólo tiene el mandato de los votantes para «gobernar», sino para mandar. Cuando ninguna otra fuerza privada o pública goza de ese consentimiento, ninguna otra fuerza puede oponerse a él. ¡Sin duda estamos más allá del «Estado de Derecho» a estas alturas! En el podio inaugural, el nuevo Presidente anuncia el estado de emergencia. Se declara a sí mismo la Constitución Viviente. En seis meses, nadie se acordará siquiera de «la ciénaga».

¡Vaya! ¡Qué idea tan sencilla y clara! El ingeniero, cuando se encuentra con un diseño tan convincente y obvio, sabe que hay una trampa: no conseguirá la patente. Alguien lo habrá inventado antes. Puede que la gente sea estúpida, pero no hasta ese punto.

De hecho, acabamos de elaborar el argumento para reinventar la forma de gobierno más antigua, común y exitosa: la monarquía. Y la estamos contraponiendo a la segunda forma más común, el gobierno institucional de las élites obsesionadas con el poder: la oligarquía. Y para instalar nuestra monarquía, estamos utilizando la acción colectiva de un gran número de personas que realizan cada una un pequeño acto: la democracia.

La alianza entre monarquía y democracia (rey y pueblo) contra la oligarquía (iglesia y/o nobles) es la estrategia política de manual más antigua que existe. El conservador del extrarradio, que sólo quiere hacer barbacoas, o bien no tiene ni idea de que existe esta solución antigua y sencilla, o bien la considera lo peor del mundo; incluso peor, posiblemente, que el cambio de sexo obligatorio de su hijo de 12 años.

¿Y por qué? Pregúntele a su simpática cabra de Judas local, el líder de opinión. Incluso al líder de opinión de la «nueva derecha», que sólo se diferencia de él en su temática y políticas, que son, la verdad sea dicha, ligeramente menos inútiles. Como la copa del árbol está ligeramente más cerca de la luna.

El siglo XX incluso inventó un término peyorativo muy útil para una monarquía recién nacida: la llamamos fascismo. Ni una palabra sobre si Cromwell, César o Carlomagno, por no hablar de Luis XIV, Federico II e Isabel I, eran fascistas.

Pero, tomando prestado el encantador término de Scott Alexander, que tampoco es invención suya, sin duda eran hombres fuertes. Resumido al mínimo: si quieres ser fuerte, elige a un hombre fuerte. Si prefieres ser débil, elige a un puñado de débiles. ¿Prefieres ser débil? «Si la regla que has seguido te ha traído a este lugar, ¿de qué te ha servido la regla?».

El líder de opinión te asegura que no necesitas un hombre fuerte para ser fuerte; te irá bien con hombres débiles, siempre que esos hombres débiles tengan las «actitudes compartidas y las prescripciones políticas» adecuadas. Por cierto, aquí tienes algunas actitudes que me complace compartir contigo. Haz clic ahora para aceptar las cookies. ¿He mencionado que también tengo recetas políticas? Saltar anuncio en 5 segundos. Enhorabuena, ¡te has suscrito automáticamente! Marca la casilla para darte de baja de la mayoría de los correos electrónicos —cláusula vacía cuando lo prohíba la ley—, pueden aplicarse términos y condiciones…

La virtud profunda de los tres ensayos de hoy es que trascienden esta basura lideropinativa. Lo que estos líderes de opinión crean en realidad queda entre Dios y sus conciencias. Pero mientras el prudente Greer se limita a burlarse de la lista de puntos de la «Nueva Derecha», Alexander escribe un ensayo entero sobre el hombre fuerte turco Erdoğan, y Hanania cita la conclusión amarga del ensayo de Alexander, y luego añade esta inusual nota:

«Dicho de otro modo, para apuntalar la postura populista, la democracia no refleja la voluntad de la ciudadanía, sino la de una clase activista, que no es representativa de la población en general. Los populistas, para que las instituciones se ajusten más a lo que quiere la mayoría de la gente, necesitan apoyarse en un gobierno más centralizado y de mano dura.

El hombre fuerte es la liberación de las élites, que no son los mejores ciudadanos, sino los que tienen más ganas de controlar la vida de la gente, a menudo para imponer su idiosincrático sistema de creencias al resto del público, y también la liberación de tener que convertirse en algo similar a las élites para luchar contra ellas, de modo que los conservadores no tengan que renunciar a cosas como sus aficiones o formar una familia para dedicar su vida al activismo.

No estoy sugiriendo que éste sea el camino que deban seguir los conservadores; quizá piensen que un gobierno más fuerte, centralizado y poderoso es demasiado contrario a sus propios ideales. En ese caso, sin embargo, tendrán que reconciliarse con seguir perdiendo la cultura en un futuro previsible, al menos hasta que sean capaces de inspirar a una masa crítica para que haga algo más que votar a favor de sus preferencias.»

Al menos hasta que sean capaces de dejar de ser débiles. Creo que esto es lo más cerca que puede estar un líder de opinión —una profesión esencialmente oligárquica, después de todo— de apoyar la monarquía. Puede que esté (escalofríos) todavía más cerca. ¡Vivan los valientes! Y la valentía es siempre una valoración relativa.

Te resultará un ejercicio interesante tomar este texto y sustituir ««populismo» y «conservadurismo» por «democracia», «activistas» o «élites» por «sacerdotes» o «nobles», y «hombre fuerte» por «rey». Resulta que todo lo viejo vuelve a ser nuevo. Para el erudito, nada es tan rastrero como fingir haber inventado una idea que alguien ya ha inventado.

Scott Alexander, un tipo peculiar de líder de opinión que sólo permanece nominalmente en el anonimato, pero que siempre se ha implicado bastante, no tiene la diplomacia cautelosa de Hanania. Como «racionalista», está profundamente comprometido con su propia condición de clase y con la propia oligarquía —a la que, como la mayoría, califica erróneamente como «democracia».

Mientras que la razón de ser de los racionalistas es la irracionalidad de nuestra oligarquía, que se manifiesta en acciones geniales como negarse a cancelar los vuelos regulares de las aerolíneas para detener una pandemia de la dimensión del Holocausto, el sueño de los racionalistas es una oligarquía racional que utilice la regla de Bayes, que con una potencia de cálculo infinita se volverá infinitamente inteligente. En inmortales palabras de Carlyle: «un gobierno impulsado a vapor».

Obviamente, esto no sólo tiene toda la lógica, sino que inmuniza a los racionalistas de la acusación de «fascismo» o algo peor. Y tenían razón en lo de suspender los vuelos. También mi hijo de 9 años. Lamentablemente, en un mundo de ofuscación delirante universal, la racionalidad puede sentirse bastante satisfecha de sí misma superando un listón bastante bajo.

Mi opinión es que ningún gobierno puede estar o ha estado alguna vez impulsado a vapor; sólo lo impulsan seres humanos, una especie que es igual hoy que en el Antiguo Reino de Egipto, si acaso posiblemente un poco más tonta en promedio. Y este seguirá siendo el caso hasta que ocurra alguna singularidad computacional o genética. No pienso contener la respiración a la espera de ninguna de ambas. Por eso me resulta fácil imaginarme a los Estados Unidos del siglo XXI bajo la monarquía fronética de un presidente-CEO experimentado y capaz, y casi hilarantemente imposible imaginármelos bajo una burocracia bayesiana de contratos inteligentes poliamorosos.

Alexander no está de acuerdo. Aquí está su análisis, tomado del mismo texto que cita Hanania. Vamos a repasarlo idea a idea, a ver si podemos convertirlo o no en unas deliciosas carnitas.

«El curso normal de la política consiste en diversas coaliciones de élites y plebe, cada una partiendo de sus propias bases de poder.»

El curso normal de la política, a través del tiempo y el espacio humanos, es la monarquía. Casi todos los gobiernos, en todas partes y en todo momento, son monarquías.

Nada es tan exasperante en los racionalistas como su presentismo rutinario, informal e inconsciente: es como decir que «la gente normal es blanca» basándose en quién vive en una comuna racionalista. ¿Demasiada lente de ojo de pez?

«Un partido político normal, como cualquier otra cosa normal, tiene líderes elitistas, analistas, propagandistas y gestores, además de soldados rasos de la plebe. Luego hay elecciones, y a veces entran nuestras élites, y a veces entran las suyas, pero conseguir un partido político que esté en contra de las élites es realmente difícil, y suele ser el tipo de cosa que se reclama más que se consigue, porque las élites ascienden naturalmente a la cima de todo».

Alexander reformula la ley de hierro de la oligarquía. Me apuesto una caña a que cree haberla inventado, y en un sentido puede que hasta sea verdad: los racionalistas tienden a tirar al bebé de todo el resto de logros académicos humanos junto con el agua sucia de estas últimas décadas funestas. (Y hay que mencionar que la OIT excluye la democracia (a gran escala), no la monarquía).

También utiliza la palabra «élite» de un modo que sólo identifica a un tipo de clase dirigente: los nobles y sacerdotes de nuestra propia oligarquía. No está muy claro, y sé que los racionalistas odian no ser claros, si su «élite» se refiere a Tammany Hall, a los siloviki o a la RSS. No todos los cuadros dirigentes se eligen conforme a tests de inteligencia, aunque muchos sí.

«Pero a veces los partidos políticos pueden presentarse con una plataforma explícitamente antielitista. En teoría, esto suena bien: nadie quiere ser elitista. En la práctica, esto se vuelve realmente desagradable enseguida.»

Me quedo con la «Disolución de los Monasterios» por 500 dólares, Alex. De nuevo, no está muy claro si Alexander calificaría el logro de Thomas Cromwell de «desagradable». ¿Y qué hay de la disolución de la Unión Soviética? ¿Podríamos llegar a un acuerdo para calificarla de «épica»?

Volvamos a esas «élites». Alexander confunde tres conceptos bastante ortogonales en su uso de la palabra «élite»: biología, instituciones y cultura.

La biología elitista es el alto coeficiente intelectual, que es genético. Las instituciones elitistas son cualquier centro de poder colectivo organizado: Harvard, el Komsomol, la Mafia, etc. La cultura elitista son cualesquiera ideas que salgan de las instituciones elitistas.

Destruir la biología es genocidio, concretamente, aristocidio. Destruir instituciones es… papeleo. ¿Quién no ha trabajado para una empresa que haya quebrado? Es lo mismo. Y si la cultura es consecuencia de las instituciones, diferentes instituciones (con la misma biología humana) alimentarán inevitablemente ideas diferentes.

Las SS fueron de todo menos una institución de bajo coeficiente intelectual, pero propagaron una cultura muy diferente a la de Harvard. La Alemania del siglo XXI era cualquier cosa menos un país de bajo coeficiente intelectual, pero las ideas de Kurt Eggers no prosperaron en ella. Parece que las instituciones de alto coeficiente intelectual pueden ser destruidas, y la nueva «cultura elitista» será la cultura de las instituciones que las sustituyan.

Así que el único objetivo son las instituciones. No hay nada «desagradable» en cerrar una oficina. En el peor de los casos, la policía debe desalojar el edificio, cerrar las puertas y confiscar los servidores. Estas tareas son de su competencia básica y pueden llevarse a cabo con serena profesionalidad. Es probable que ni siquiera les hagan falta sus bridas para esposar.

«La democracia es un puro juego de números, de modo que es difícil de controlar para las élites: el pueblo puede realmente apoderarse de las riendas de una democracia si de verdad lo desea.»

Sí, pero no pueden sostener esas riendas. No son lo bastante fuertes; al menos, el pueblo moderno no es lo bastante fuerte, sencillamente porque no es lo bastante virtuoso (en el antiguo sentido romano). «Nuestra constitución fue creada sólo para un pueblo moral y religioso», como dijo el viejo John Adams. «Es totalmente inadecuada para el gobierno de cualquier otro».

En una población con poca energía y carente de virtudes cívicas, la energía para «tomar las riendas» sólo surge en un momento salvaje y dionisíaco, un momento de «poder popular». Este acontecimiento caótico no se traduce en modo alguno en la capacidad de gobernar colectivamente. Aunque podamos imaginar a Jack Cade ganando, no podemos imaginarlo gobernando.

Para que la democracia sea eficaz en una situación así, debe conocer sus propias limitaciones. Puede tomar las riendas, pero sólo para entregárselas a algún poder efectivo. Este poder debe adoptar una de estas tres formas: una oligarquía existente, una nueva monarquía o una potencia extranjera.

Además, en una sociedad avanzada existen tres clases, no sólo dos: nobles, plebeyos y clientes. Dado que los clientes apoyan a sus patrones por definición, una vez que los nobles junto con los clientes superan en número a los plebeyos, éstos han perdido definitivamente el juego de los números. Por eso, importar votantes clientes es un método para la guerra civil o la tiranía eterna; si no para ambas.

«Pero si eso ocurre, el gobierno se enfrentará a todas las demás instituciones de la nación. Las élites ascienden naturalmente a la cima de todo —medios de comunicación, academia, cultura, así que todas esas instituciones odiarán al nuevo gobierno y serán odiadas por él a su vez. Dado que todos los procesos orgánicos naturales favorecen a las élites, si el gobierno quiere ganar, tendrá que destruir todo lo natural y orgánico; por ejemplo, cerrar los medios de comunicación normales y sustituirlos por unos medios controlados por el gobierno y dirigidos por sus partidarios.»

Sí.

Alex, me quedo con «Desnazificación» por 500 dólares. Apliquemos nuestro filtro de claridad a este texto, y veamos si se hace más fácil de leer:

«Pero si eso ocurre, la monarquía se enfrentará a todas las instituciones oligárquicas del país. Las élites ascienden naturalmente a la cima de las oligarquías, por lo que todas esas instituciones odiarán a la monarquía y serán odiadas por ella a su vez. Dado que todos los procesos oligárquicos favorecen a las élites, si la monarquía quiere ganar, tendrá que destruir todo lo oligárquico; por ejemplo, cerrar los medios de comunicación oligárquicos y sustituirlos por unos medios monárquicos dirigidos por sus partidarios.»

Sí. Esto es lo que ocurrió en la desnazificación, salvo que cambiando monarquía por oligarquía. Por ejemplo, todas las empresas alemanas de medios de comunicación actuales son descendientes de instituciones creadas, o al menos certificadas, por la AMGOT. No hay nada «orgánico» en ello.

El problema esencial con la descripción que hace Alexander de este proceso es que, dado que la mayoría de la gente inteligente de hoy habita en la gran cita de Cicerón sobre la historia y los niños, simplemente no puede imaginar la sustitución de un tipo de institución de élite por otra. Tampoco puede imaginar élites de alto coeficiente intelectual —seres humanos tan inteligentes como él— que sean tan leales a una nueva monarquía sana como las élites actuales son leales, servilmente leales, a nuestra vieja oligarquía demente. ¿Crees que en el Londres de Isabel no había élites? ¿O en la Roma de César?

Si Alexander analizara la Unión Soviética del mismo modo, llegaría a la conclusión de que las élites se dedicaron intrínsecamente a construir el socialismo para los obreros y los campesinos. Como el mundo actual en el que vive es toda la historia para él, no puede ver la teoría general que predice este caso especial: a las élites les gusta progresar. Para cambiar de verdad el mundo, hay que cambiar lo que hace que las élites progresen.

Si las élites son poetas y su única forma de progresar es escribir interminables resmas de «ópera racial», como le gustaba decir a mi difunta esposa, se abrirán las compuertas de la ópera racial. Si las élites son poetas y su única forma de progresar es escribir interminables resmas de hagiografía de Stalin, éste será alabado hasta el cielo en bellas e ingeniosas rimas.

Aunque una oligarquía o una monarquía puedan superar esto, y la oligarquía que tenemos ya lo hizo una vez, nunca volverá a hacerlo, porque la entropía es una flecha. La monarquía, como toda forma de gobierno, puede ser buena o mala. El principio de caridad exige que asumas que los monárquicos proponemos una buena monarquía, pero aun así nos corresponde a nosotros explicar cómo conseguimos y mantenemos una buena monarquía.

«Cuando las élites utilizan al gobierno para promover la cultura elitista, esto suele traducirse en la concesión de becas a los artistas más prometedores y recomendados por las propias escuelas de arte, y en hacer que los críticos de arte locales alaben su gusto y perspicacia. Cuando la plebe recurre al gobierno para promover la cultura popular frente a la cultura elitista, esto suele traducirse en un torpe intento de diseño de algún tipo de estilo «oficial» basado en lo que los estereotipos populares consideran «el verdadero arte de antaño, cuando el arte era bueno», que todas las escuelas de arte y los críticos de arte tachan de filisteísmo ignorante. Todos los artistas del país crearán un arte nuevo y emocionante criticando la pobreza de criterio del gobierno, mientras éste busca desesperadamente a unos cuantos técnicos dispuestos a coger su dinero y crear, no sé, bonitos cuadros de paisajes o grandes edificios neoclásicos

No. Hay dos grandes hombres de paja aquí. Convirtámoslos en hombres de acero.

En primer lugar, «la plebe utiliza al gobierno» es algo antiburkeano. La plebe (no toda ella, sólo la clase media) instaura el gobierno. Luego retoman sus barbacoas. En la medida en que los plebeyos tengan que estar a cargo del régimen, y los plebeyos sean débiles, el régimen será débil. Necesitan «disparar y olvidar». De lo contrario, sencillamente fracasan.

En segundo lugar, está claro que Alexander nunca ha oído hablar del movimiento atelier. Y no, esto no es lo mismo que tu abuela delante de la tele copiando a Bob Ross.

Lo que ocurre es lo siguiente: todas las escuelas de arte (oligárquicas) y los críticos de arte ya no existen. No es que los hayan asesinado, claro. Es sólo que sus empleadores han sido liquidados (no con un tiro en la nuca, sino con una simple carta del banco). Existen físicamente, pero no profesionalmente. Ya eran burócratas: tenían profesiones, no pasiones. ¿A quién le despiden y aun así sigue haciendo su trabajo por diversión? Desde luego, no a un burócrata.

Y todos los artistas (oligárquicos) ya no existen; no es que los hayan asesinado, claro. Es sólo que los ricos de la alta sociedad que solían comprar sus obras también reciben cartas del banco. Los progresistas hablan a veces de un impuesto sobre la riqueza: un tope único a la riqueza, quizá a un nivel modesto como 20 millones de dólares, haría que la mente de los ricos se concentrase maravillosamente en las necesidades reales.

A las élites les gusta progresar. La gente que progresó en la escena artística oligárquica ya no puede progresar haciendo el arte conceptual burocrático de mierda típico del siglo XX. Como eran tantos, y como la demanda de este producto ha caído al menos un orden de magnitud, si no dos, la ambición de las élites se ve sustituida por la repulsión de las élites.

El enorme desequilibrio entre la oferta y la demanda tanto de arte como de artistas de estilos del siglo XX hace que estos estilos estén tan de moda como la música disco en 1996. «Cuadros» que antes se vendían por ocho cifras estarán apilados junto al contenedor. «Artistas» antaño celebrados por el Times estarán dando clases de parvulario, atando moscas para truchas o cocinando deliciosas cenas.

Como no puede ser de otra forma, algunas de estas personas tienen verdadero talento artístico. (Los primeros artistas modernos tenían verdadero talento: Picasso era un excelente dibujante). Pueden ir a un taller y aprender a dibujar. Lo harán, porque ahora adquirir verdaderas habilidades artísticas es una forma de progresar en el arte. Y, de nuevo, a las élites les gusta progresar.

El nuevo régimen no sólo patrocina y promociona los talleres, igual que el antiguo régimen promocionaba su arte degenerado, sino que crea un mercado para sus productos. Los premios y los encargos oficiales están muy bien, pero un rey de verdad puede ser aún más creativo. ¿Y si la foto de tu carnet de conducir no fuera una foto? ¿Y si tuviera que ser… un retrato?

«El punto importante es que el gobierno de élite puede gobernar con un mano suave, porque todo tiende naturalmente hacia lo que ellos quieren y sólo tienen que guiarlo. Pero el gobierno popular/antielitista tiene una fuerte tendencia a la dictadura, porque no conseguirá lo que quiere sin aplastar todo proceso orgánico ordinario. De ahí el estereotipo del «hombre fuerte de derechas», que se dedica a aplastar.

Así que la idea de «populismo de derechas» podría invocar este concepto general de alguien que, por haberse erigido en paladín de la plebe contra las élites, probablemente acabará incentivado a aplastar todos los procesos orgánicos de la sociedad civil, y a someter a la cultura y al mundo académico a la voluntad del gobierno con mano dura.»

No hay nada «ordinario», «natural» u «orgánico» en la oligarquía. ¿Acaso Alexander cree que el beicon «sin ahumar» es «orgánico» porque, en lugar de los malvados nitratos químicos, utiliza apio en polvo sano y natural? Seguramente sea así de fácil engañarle. Pero ¿a quién no?

La cultura y el mundo académico ya están sometidos a la voluntad del gobierno «con mano dura», sometidos no por la presión positiva del poder, sino por la atracción negativa del poder. Cuando el gobierno formal cede ante instituciones que no pertenecen formalmente al gobierno, el poder se filtra hacia ellas y las convierte en organismos estatales de facto.

La fuga de poder, como una charca de cerdos que se derrama sobre un lago alpino, envenena el mercado de las ideas con deliciosos nutrientes. Las ideas que hacen más poderosas a las instituciones crecen salvajemente. Con el tiempo, estas ideas evolucionan hasta hacerse carnívoras y aprenden a reprimir positivamente a sus competidores, que es como nuestra prensa libre y nuestras universidades independientes han convertido nuestro régimen en la Checoslovaquia de 1971, y nuestra conversación en una actividad extraescolar especial sobre el Poder Hutu. PD: Las vidas negras importan [Blacks lives matter].

La paradoja del «autoritarismo» es que un régimen lo bastante fuerte como para aplicar el concepto de «libertad de expresión» de Federico el Grande: «ellos dicen lo que quieren, yo hago lo que quiero», puede crear de verdad un mercado de ideas libre e imparcial, que ni reprima las ideas sediciosas ni premie las ideas carnívoras. Pero hace falta mucho poder para alcanzar este nivel de fuerza, y requiere liquidar todos los poderes en disputa con el suyo.

Nunca he sido capaz de explicar esta sencilla idea a nadie que no quisiera entenderla; ni siquiera a racionalistas con un coeficiente intelectual superior a 150 y capaces de entender la computación cuántica antes del desayuno. En última instancia, se reduce a la dolorosa constatación de que la soberanía se conserva: que el poder del hombre sobre el hombre es un universal humano (además de la mortalidad).

No es de extrañar que empollones cuya idea del poder es Chad encerrándoles en una taquilla no puedan soportar la verdad. PD: A los 12 años yo iba a un instituto público; me acosaron todos los días durante tres años y me gradué virgen. Seas quien seas, querido lector, aún hay esperanza contigo: puedes soportar la verdad.

Pero el hombre de paja de Alexander es mucho más que un hombre de paja. Cree que es un hombre de acero (¿no inventó él la expresión «hombre de acero»?). Se equivoca, pero la razón por la que piensa lo que piensa es que está observando con claridad y precisión la realidad empírica.

El hombre fuerte que es un hombre de acero no se «enfrenta» a los poderes de la oligarquía. Ni siquiera los «aplasta». Los vaporiza, igual que el AMGOT [Gobierno Militar Aliado para Los Territorios Ocupados] vaporizó el Tercer Reich. Su mano no es dura, es suave, porque nada se le resiste.

Si bien es cierto que la Alemania de posguerra ha empleado mano dura contra cualquier vestigio del nazismo, no es cierto que en ningún momento la necesitase. (Los «Hombres Lobo» siempre fueron una broma.) Sin embargo, los culpables huyen allí donde nadie los persigue: la nueva Alemania «democrática» nació sabiendo que la soberanía se conserva. Como todos los regímenes, la oligarquía burocrática que llamamos «democracia» descansa en su base sobre una fuerza de hierro implacable: cuanto mayor es esta fuerza, menos violenta necesita ser. Hasta aquí sobre lo «orgánico».

No obstante, el post de Alexander trata sobre Erdoğan, y su descripción de Erdoğan da en el clavo. También es una descripción perfecta de Orban en Hungría; es extensible a Putin en Rusia y a Xi en China; e incluso se adecúa bastante bien a Hitler, a Mussolini y a sus amigos.

Lo que todos estos «hombres fuertes» tienen en común es que son provincianos. Turquía no es precisamente el centro del mundo. Ni siquiera la Alemania del siglo XX estaba cerca de ser el centro del mundo, aunque al menos podía imaginarse convertida en ese centro. Si Turquía desapareciera mañana mismo, nadie tendría motivos para preocuparse, salvo los turcos. ¿Quién necesita a Turquía para algo? ¿Qué se hundiría? ¿El mercado de orejones?

El problema de Erdoğan es que no puede vaporizar a la oligarquía, porque las instituciones relevantes no están en Turquía. Al hombre fuerte de provincias no le queda más remedio que seguir el manual «populista» que tan bien describe Alexander.

Orban puede echar de Hungría a la universidad de Soros; no puede hacerle nada en absoluto a Soros, y mucho menos a las instituciones mundiales de las que Soros es sólo una pequeña parte. Está sin duda «en contra» de estas instituciones a las que sus élites húngaras (que hablan un inglés casi perfecto) siempre serán leales. La contienda es desigual y sólo tiene un ganador posible, aunque pueda durar indefinidamente. Incluso Xi, cuyo país puede imaginarse fácilmente convertido en el centro económico del mundo, es un hombre fuerte provinciano; de hecho, envió a su hija a Harvard. ¡Qué triste!

En un siglo globalizado, la única forma en que estos hombres fuertes provincianos pueden desarrollar una auténtica soberanía local es entrando de lleno en el juche. Para Hungría o Turquía, esto es sencillamente imposible: ambas están firmemente unidas a la teta cultural, económica y militar del Imperio Global Estadounidense. De hecho, apenas es posible para Corea del Norte, una nación marsupial que sigue todavía en el marsupio de China. Así que Alexander tiene razón: estos «hombres fuertes» no pueden ganar. Todos sus regímenes seguirán el camino del de Franco. Es impresionante que incluso sigan vivos.

Erdoğan simplemente no tiene forma de vincular a sus mejores ciudadanos a su propio régimen. Son ciudadanos del mundo. A las élites siempre les gusta progresar. Si eres un talento de clase mundial en cualquier cosa, ¿por qué ibas a tratar de progresar en Estambul? Supongamos que quieres hacerte un nombre como el mejor escritor turco del mundo. Triunfa en Nueva York y vuelve a casa. Turquía es una provincia; las provincias son provincianas.

Sin embargo, yo no soy turco ni húngaro, como tampoco lo es Scott Alexander. Cuanto más grande es un imperio, más esencial es que su caída comience por el centro. El imperio soviético no cayó desde fuera hacia dentro; no fue derribado desde Budapest o Praga; cayó desde Moscú hacia fuera.

Y el imperio estadounidense caerá desde Washington hacia fuera, aunque puede que eso no ocurra en vida de los que ahora viven. Y aunque la naturaleza aborrece el vacío y ningún imperio puede ser sustituido por nada —y la oligarquía, en el mundo moderno, sólo puede ser sustituida por la monarquía—, el «hombre fuerte» de esta monarquía no se parecerá en nada a estos meros dictadores provincianos.

Será mucho más fuerte. Y porque es mucho más fuerte, su régimen no tiene por qué ser «desagradable» o emplear «mano dura». No existirá en un estado de guerra civil perpetua contra el imperio oligárquico de las instituciones estadounidenses globales. Y si existe así, es que ya habrá perdido.

La vileza o incluso la violencia son consecuencias de la debilidad, no de la fuerza. César, Cromwell o Napoleón tenían poco que ver con la «mano dura». Fueron Robespierre y Sila y Lenin y Hitler los que tuvieron mano dura, porque sus victorias fueron condicionales e incompletas, no universales y absolutas.

El resultado de los perspicaces cálculos de Alexander, que si son erróneos es sólo porque los únicos datos que tiene en cuenta pertenecen al presente, es simplemente que nuestra incompetente tiranía actual es y debe ser permanente. Por supuesto, todo régimen soberano se define a sí mismo como permanente. Sin embargo, cuando miramos al pasado y no sólo al presente, vemos que ningún imperio es para siempre.

Suceden algunas cosas sombrías hoy en Estados Unidos. Estas cosas sombrías tienen un lado positivo: ponen al descubierto las relucientes fauces de acero de las trampas que la aristocracia tiende a sus plebeyos. Le recuerdan al ganado que una cabra no es una vaca y que un beee no es un muuu.

Todo líder de opinión es un Cicerón. Y con toda la grandeza de su retórica, Cicerón no hubiese podido imaginar un mundo que no necesitara cicerones, un mundo gobernado por la competencia, no por la retórica. Para cuando César cruzó el Rubicón, nada había fracasado tanto como la idea romana de gobernar mediante la retórica, una idea con muchos siglos de antigüedad, una idea cuya ejecución había vencido a todos sus competidores para conquistar el mundo civilizado, pero una idea que ya había rebasado su fecha de caducidad. La propia Roma ya no se adaptaba a ella. La aristocracia republicana de Roma ya no significaba Régulo y Escipión y Cincinato; significaba Milo y Clodio y Catilina. Su conflicto entre facciones era la elección entre el Hutu Power y Das Schwarze Korps. César no fue un desastre; César fue un milagro.

En la muerte de la república americana, todos los detalles son diferentes, pero la historia es la misma. El contraste de capacidad entre SpaceX y el Pentágono, Moderna y el CDC [Centro de Control y Prevención de Enfermedades], Apple y Minneapolis, entre nuestras corporaciones monárquicas y nuestras instituciones oligárquicas, es idéntico al contraste entre las legiones y el Senado.

Cuanto antes dejemos de fingir que esto no nos está pasando a nosotros, mejores resultados podremos lograr. ¿No estaría bien llegar a César, Augusto y Marco Aurelio sin pasar por Sila y Mario, Craso y Espartaco? Por desgracia, desde aquí y ahora parece poco probable. Pero no veo por qué toda persona seria no querría intentarlo.

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