Hace casi 250 años, en una ciudad ya desaparecida, el filósofo Immanuel Kant —un solo estante de cuya obra, parafraseando a Macaulay, vale más que toda la literatura del siglo XXI— propuso una norma ética para la acción colectiva.
El imperativo categórico kantiano —un primo temprano de la teoría de juegos— nos dice que todo el mundo debería actuar como si sus acciones constituyeran una regla universal cuyos resultados fueran los mejores para todos. Mentir, engañar y robar pueden darle a uno buenos resultados. Pero si todos siguiéramos esta regla universal de deshonestidad desenfrenada, la vida sería un asco para todos.
Además de este tipo de consejo bíblico sensato, la sencilla regla de Kant genera una explicación lógica de nuestra motivación ética para realizar acciones colectivas: cualquier acto que sea individualmente inútil pero colectivamente útil, como votar (en teoría).
Tu pequeño voto casi nunca tendrá importancia. Pero si ese voto es correcto, y forma una regla universal, y todo el mundo sigue esa regla y vota lo mismo que tú, el gobierno hará lo correcto. Y todos ganarán. Solidaridad, compa.
El ser humano es una especie colectiva y política. Kant no inventó una forma de pensar: la describió. La lógica kantiana nos es natural. La mayoría de las personas que votan, o que participan en acciones colectivas, lo hacen bajo algo parecido al imperativo categórico, incluso aunque piensen que Kant es un rapero.
Puede que sus contribuciones personales no importen, eso no les preocupa. Hacen lo que todo el mundo debería hacer, y lo harán aunque nadie más lo haga. En ese caso, serán los primeros, y eso les hace sentirse bien. Debería. Probablemente siempre será así, y eso les hace colectivamente fuertes.
Esto parece refutar moralmente la idea de la abstinencia política. A cualquier niño de ocho años se le puede enseñar a activar su instinto social kantiano innato. Aprender a apagarlo es más difícil. Antes incluso de empezar a intentar aprender esta lección, necesitan ustedes escuchar un argumento convincente sobre por qué Kant estaba equivocado. Además, Kant no estaba equivocado.
El desapego imperativo
Kant no estaba equivocado. Para nuestros propósitos, bien podría haberlo estado. Por defecto, usted debería renunciar a la política, al poder e incluso a la persuasión, porque no existe ninguna acción kantiana obvia y realista.
La hipótesis del desapego sugiere que su imperativo kantiano es retirarse de la acción colectiva —renunciar a participar voluntariamente en cualquier objetivo colectivo, a contribuir a él o apoyarlo de cualquier forma—, incluido el voto, pero sin limitarse a él.
O dicho de otro modo: Kant siempre recomienda alguna acción. Pero la única acción kantiana obvia, aquí, ahora y para el futuro indefinido, es la inacción.
La inacción indefinida consiste en el desapego o la resignación. Está usted renunciando a su supuesta tarea de ejercer el poder democrático; no se está usted oponiendo al régimen, está rompiendo con él; no deja nunca de acatar el poder, sólo de preocuparse por él.
No es una idea nueva, es tan antigua como la política misma; los rusos del siglo XIX a veces la llamaban exilio interior, la sensación de ser un expatriado en su propio país y de relacionarse con su propio régimen como cualquier expatriado se relaciona con su régimen local.
Se acabó intentar cambiar el mundo. Usted ha renunciado a esa tarea. No parecía estar funcionando, de todos modos. ¿Y acaso le estaba saliendo rentable?
No deja usted de preocuparse porque no crea que haya que preocuparse. Deja de preocuparse porque la única razón para preocuparse es ser útil —y no ve nada que pueda hacer que sea realmente útil— y ve que muchas, incluso la mayoría, de las personas que intentan ayudar en realidad están haciendo algo nocivo. Kant no estaba equivocado. Kant está pasando por un mal momento ahora mismo.
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El capítulo 1 hacía publicidad desvergonzada del desapego; aquí, en el capítulo 2, damos argumentos a su favor, atando algunos cabos sueltos afirmados pero aún no demostrados; y el capítulo 3 ilustrará la forma objetiva y la estructura de la soberanía de principios del siglo XXI.
Por desgracia, esta estructura pone en primer lugar la parte menos divertida e interesante del libro. Y esta parte es inevitablemente repetitiva, pero es que hay muchos bacilos que tratar. Ciertamente debe usted tomar los 10 días completos de antibióticos, incluso si se siente mejor el martes.
Pero como los lectores de nuestro contenido premium son personas muy serias y ocupadas, si en algún momento de los capítulos 2 o 3 se siente ya convencido del desapego, no dude en pasar al capítulo 4, donde empieza la parte divertida e interesante.
Si al final del capítulo 3 no se siente convencido, pruebe aventurándose al Apéndice A, nuestra selección premium de «pastillas depurativas» personalizadas. Su receta le vacunará contra cualquier virus con el que haya entrado por la puerta. Lea la suya; léalas todas; si sigue sin convencerse, puede que Gray Mirror no sea el libro adecuado para usted.
Por supuesto puede también sumergirse en el capítulo 4 sintiéndose todavía comprometido con el poder. En ese caso, el experimento ha fracasado, el piloto de Comprobar el Motor está encendido y la dirección no se hace responsable de su estado de ánimo posterior.
Además, para evitar pisar el terreno del capítulo 3, el capítulo 2 seguirá utilizando las palabras abstractas poder y régimen como si su significado estuviera claro. De hecho está claro, pero aún no se ha aclarado. La dirección se disculpa por cualquier incomodidad cognitiva producida por esta circularidad inevitable. Estos conceptos son animales mercuriales [imprevisibles] y deben ser abordados con cuidado.
Al igual que en el capítulo 1, nuestra conversación será lo más abstracta posible, pero son necesarios un par de ejemplos concretos. Estos ejemplos pueden inflamar viejos apegos, siempre peligrosos. Son ilustraciones de conceptos de ciencia política. No «proponen» nada. Le rogamos que no deje que le «alteren».
Es una trampa
Entonces, ¿por qué exactamente no existe la acción colectiva imperativa? En el capítulo 1 se explicaba el caso; volvamos a exponerlo y demostrémoslo.
Nuestra teoría general de la colaboración se reduce a lo siguiente: en el régimen moderno, toda acción colectiva voluntaria promueve el poder. Cualquiera cuya intención subjetiva sea actuar colectivamente, con el poder o contra él, está objetivamente reforzando el poder. Estén del lado que estén, es una trampa.
Si esta teoría de la colaboración es correcta, es fácil ver cómo la situación actual es un caso kantiano especial. Si siempre que uno intenta subjetivamente cambiar el mundo, está objetivamente intentando apoyar al régimen —y el régimen no merece su apoyo— su mejor acción aquí y ahora, la más ética, la más altruista, es la inacción.
La teoría no puede ser exactamente correcta, y no lo es. Como cabría esperar de cualquier generalización tan amplia, hay excepciones. No hay excepciones fáciles, por lo que no hay una forma obvia de evitar la teoría. El mensaje no es que las trampas no puedan evitarse, sino que si careces de alguna estrategia para evitar caer en ellas, ya has caído en una.
Además: ¿no da la sensación de ser lo correcto? ¿Al menos en 2020? Pero en 2020 o en cualquier otro año, la lógica no tiene que ver con las sensaciones. Para abogar por la hipótesis de que toda acción colectiva voluntaria promueve el poder, vamos a tener que inspeccionar metódicamente todas y cada una de estas trampas. Pero empecemos por la teoría de la colaboración, de arriba abajo.
Toda acción colectiva refuerza el régimen
Como en el capítulo anterior, dividimos la acción colectiva por su intención subjetiva: acción a favor del poder, acción contra el poder; o colaboración positiva y negativa. La abstracción es el anestésico de la filosofía.
La colaboración individual voluntaria en la acción colectiva siempre implica apoyar, subjetiva y/u objetivamente, alguna causa. Dicha causa debe contar con planes o bien para influir en el régimen, o bien para puentearlo.
Por definición, todo régimen soberano detenta el monopolio de la acción colectiva. Un régimen que tolera o fomenta la acción colectiva no oficial —acción ni a favor del poder ni contra él— simplemente se está apropiando de ella. Por lo tanto, toda acción colectiva no oficial es a favor del poder. O dicho de otro modo: el criterio básico de un régimen sano es desbaratar toda acción colectiva en su contra.
Empezamos observando que tanto A como B creen estar fracasando. Es fácil que las dos partes de un conflicto sientan que están fracasando. Incluso puede que tengan razón, y por eso deberían dejar de hacerlo. Cualquier persona debería dejar de hacer lo que sea que le haga seguir fracasando.
En resumen: el bando A sigue fracasando porque sigue sin hacer realidad sus sueños. El bando B sigue fracasando porque el bando A continúa machacándolo. Y ambas partes del conflicto, como casi siempre sucede, consideran que se están defendiendo a sí mismas o a los demás.
Es difícil decirle al bando B que es demasiado débil para vencer al bando A, y que incluso su débil resistencia es contraproducente en la mayoría de los casos. Es difícil decirle al bando A que la mayoría de sus visiones son fantasías cuyo verdadero obstáculo no es el bando B, sino la realidad. Es todavía más difícil decírselo a ambos… pero ahorrémonos eso, ¿eh?
Bando A: evitar las causas imposibles de evaluar
Si su causa implica hacer del mundo un lugar mejor (convirtiéndote en lo que llamamos voluntario o colaborador positivo), ¿cómo no va a ser una buena causa? ¿No es siempre bueno, por definición, intentar mejorar el mundo? No, no siempre es bueno.
Su acción colectiva sólo pretende lograr este efecto. Puede que no haya comprobado las discrepancias entre sus efectos subjetivamente pretendidos y los objetivamente previsibles. Quizá creía que lo había comprobado algún otro. En realidad, nadie lo ha hecho.
Si es así, su causa es incoherente: una bala al aire. Cuando cargas y disparas una bala al aire, no tienes ni idea de a qué estás disparando. Puede que acierte a lo que está apuntando, pero puede darle a cualquier otra cosa.
Supongamos que le entristece que Trump encierre a los niños en jaulas. Así que libera a un chimpancé del zoo de Washington, le da un AK-47, le dice en lenguaje de signos que el hombre naranja es malo y lo suelta en el metro en Farragut North. Esto sería bastante incoherente. ¿Podría eso reunir a algunos niños con sus abuelitas? No es imposible, pero tampoco probable.
Algo pasará, pero podría ser cualquier cosa. Su chimpancé armado es aleatorio. Pero el mercado de causas es aún peor que el azar, porque evoluciona. Darwin tiene un papel que jugar aquí.
Darwin es estocástico pero no aleatorio. Darwin siempre funciona, pero nunca trabaja para usted. El azar es inexplicable. El azar no es perverso ni misterioso. La evolución es incoherente, perversa y misteriosa.
Todo el mundo asume ritualmente que el criterio de selección de nuestros mercados intelectuales es la verdad y la rectitud, lo que no podría estar más lejos de ser cierto. ¡Ser sincero siempre es útil! Pero muchas causas compiten por la atención del público. Y hay infinitas causas posibles.
Y las causas mutan. Y las causas se reproducen mediante la educación: mediante el prédica; mediante la crianza. Y como nadie tiene neuronas infinitas, todas las causas deben competir por sus neuronas. Y replicación más mutación más competencia es igual a selección natural.
Sean cuales sean los ganadores y perdedores que elija el mercado, los ganadores florecerán y los perdedores se marchitarán. Si los jueces que eligen a estos ganadores y perdedores son buenos y sabios, Darwin cultivará el paraíso perfecto. Pero si en la práctica la naturaleza selecciona la vanidad, la locura y la crueldad, Darwin estará igualmente encantado de excavar el infierno perfecto.
Y lo que tenemos es… ninguna de las dos cosas. Aun así, siempre es mejor ser bueno y sabio. El mercado sigue prefiriendo las causas buenas y sabias. Lamentablemente, no es su única preferencia.
Hay dos graves problemas con las restricciones selectivas que operan actualmente en el mercado de ideas del régimen moderno (un superconjunto de su mercado de causas).
El primer fallo es que falta una restricción: la rendición de cuentas. Para ser populares, las ideas no tienen por qué funcionar, ni siquiera deben tener sentido. Las causas no tienen por qué tener éxito, ni siquiera deben contar una oportunidad real de éxito. La ausencia de esta restricción esencial da ventaja a las malas ideas sobre las buenas.
A la evolución le encanta desechar cualquier ideal que no llegue a aplicarse. Darwin siempre quiere deshacerse de las florituras. Tener éxito siempre es difícil. Para una causa exenta de rendir cuentas es un lujo. Si a una causa le da todo igual, tiene una ventaja selectiva frente a otra a la que no. Por lo tanto, cabe esperar que las causas ineficaces superen a las eficaces. ¡Es lamentable!
El segundo fallo es una restricción espuria: la ambición. Para prosperar, una causa debe expresar poder. Estas causas o ideas ambiciosas son apasionantes. Las causas aburridas rara vez pueden hacer competencia a las emocionantes.
En el mundo moderno, si todas las causas fueran aburridas, el desapego podría ser universal. A nadie le importan las causas aburridas; así que a nadie le importaría nada. Al menos, muchas causas poco ambiciosas impulsadas por una sólida lógica kantiana colectiva, como la defensa contra los asteroides, parecen suscitar un interés público insignificante en el mercado actual para que algo nos importe un carajo.
Una causa ambiciosa es aquella que hace que sus partidarios se sientan poderosos. Pero no todo poder es poder real. La falsa importancia tiene otro nombre: vanidad. Hay mucho de eso hoy día.
El impacto objetivo siempre es más emocionante. Pero el impacto objetivo no tiene por qué coincidir en absoluto con la intención subjetiva. El impacto puede no tener nada que ver con la intención. El impacto puede ser directamente opuesto a la intención. El impacto puede coincidir con la intención, pero añadir consecuencias imprevistas. Incluso puede ser perfecto. Pero el impacto casi siempre refuerza objetivamente el régimen y casi nunca lo perjudica.
¿Por qué generar poder refuerza siempre e inevitablemente al régimen? Un régimen es un monopolio de poder. Cualquier cosa que genere poder debe hacerlo mediante o más allá de él; y más allá implica un permiso tácito, por lo que significa junto a; y junto a, a medida que la frontera entre el Estado formal y sus auxiliares informales se vuelve indistinta e incluso irrelevante, se convierte en mediante.
Nos gusta hablar del poder en impersonal; debe hacerse algo, etc. En realidad no se hará nada hasta que alguien lo haga. Y quien lo hace es el régimen. Y el poder es siempre y en todas partes un músculo: usarlo lo refuerza.
(Y si el poder generado se opone al régimen, por supuesto, fracasará. De hecho, será aplastado. De hecho, la certeza de ser aplastado lo hace impotente y poco emocionante, por muy impresionante que pudiera llegar a ser si nadie lo aplastara).
Así que cuando uno se presenta como voluntario recién salido del cascarón para cambiar el mundo —un objetivo que todo estudiante de último curso universitario como mínimo finge compartir—, el criterio de selección para el conjunto de causas disponibles en tu primera página de resultados de búsqueda no es el realismo, sino que es la vanidad.
Si debe presentarse voluntario, pero no desea apoyar al régimen y es demasiado prudente para oponerse a él, debe esforzarse por encontrar una causa colectiva que no genere poder. Siempre hay excepciones. (Hay incluso buenas formas de ayudar a los sin techo de San Francisco).
Si el régimen es un buen régimen, o existen otras razones para reforzarlo, la causa puede ser igualmente buena; incluso a pesar de algunos daños colaterales; incluso a pesar de algunos devaneos con el diablo; incluso a pesar de no ser lo que parece. Existe al menos un argumento filosófico para el engaño maquiavélico, la noble mentira platónica.
Pero si el régimen no es bueno, la causa es mala, y en ese caso sus voluntarios son sencillamente secuaces —los mismísimos esbirros de Satán—–, la segunda venida de las chicas de Manson.
Bando B: evitar las causas imposibles
Pero si su causa implica oponerse a un régimen malvado (lo que le convierte en lo que denominamos un disidente o un colaborador negativo), ¿cómo no va a ser una buena causa? ¿No es siempre bueno, por definición, intentar oponerse al mal? Pues no; no siempre es bueno.
Su acción colectiva sólo pretende lograr este efecto. Puede que no haya revisado las discrepancias entre sus efectos subjetivamente pretendidos y los objetivamente previsibles. Quizá creyó que otra persona se había ocupado de hacerlo. En realidad, nadie lo ha hecho.
Si es así, su causa es imposible. Para ser objetivamente buena, su causa tiene que ganar casi siempre, pero casi nunca lo consigue. Incluso cuando lo hace, la victoria suele ser pírrica: un fracaso, visto en conjunto y teniendo en cuenta el largo plazo.
Obviamente, el régimen es, por definición, más fuerte que sus enemigos. De lo contrario, ellos serían el régimen. Por definición, el régimen está en el poder. El bando en el poder es el bando que elige cualquier sociópata despiadado y egoísta. Así que, por definición, los disidentes tienden a perder.
¿Cómo funciona esto en la práctica? El régimen, como cualquier otro régimen, es soberano, lo que significa que no tiene que rendir cuentas a nadie. Como no tiene que rendir cuentas a nadie, nadie puede obligarle a ser justo con sus enemigos.
Los disidentes de todos los regímenes suelen desesperarse porque esperan que el poder, su enemigo, sea justo con ellos, o porque creen que alguna demostración de injusticia menoscabará la legitimidad del régimen. En realidad, una acción ilegítima exitosa confirma la legitimidad de un régimen. Sólo un poder verdadero puede romper sus propias reglas.
Dado que el poder de excepción es el poder supremo, cuando observamos que cualquier agente actúa de forma injusta, ilegal o impune, esto significa que posee cierta cuota de soberanía objetiva. Es decir, que es un organismo gubernamental auténtico y legítimo. Esto ni siquiera requiere que sea un organismo gubernamental oficial.
La verdadera soberanía se impone y no se decreta. Puede estar decretada en papeles antiguos, escrituras y pedigríes; se impone en el proceso habitual y usual de gobierno. Un agente que hace y rompe sus propias reglas es claramente soberano en su propio dominio, y ser soberano significa no rendir cuentas.
Cualquiera en un conflicto con reglas asimétricas tiende a perder. Y si pierden los disidentes, gana el régimen. Y si no es un buen régimen, éste es un mal resultado, así que es mejor no jugar. ¡Una lógica muy difícil! Como disidente, esto siempre lo ha sabido. El problema es que usted se permite dejar de pensar en ello.
Perseguir una estrategia que sabes que no puede funcionar es lo que los programadores llaman thrashing. Thrashing es lo que haces con un fallo cuando no se tiene una estrategia para resolverlo. Pruebas cualquier cosa y todo lo que sabes que no funcionará. Como era de esperar, no funciona.
Los disidentes hacen thrashing por dos razones. Una: ven un fallo que hay que arreglar. Dos: como a los voluntarios, como a todo el mundo, el poder les excita. Intentar arreglar el mundo les hace sentirse relevantes, lo que les hace sentirse grandes y buenos, como el porno o una mamada.
En realidad, una vez que te das cuenta de que estás thraseando, lo correcto sería alejarte del teclado e irte a levantar pesas, hacer surf, correr o algo así. Así al menos tienes alguna posibilidad de resolver el problema antes de volver a sentarte.
Por lo menos, cuando estás aporreando el teclado sin sentido, en el peor de los casos tu trabajo no sirve para nada. O por lo menos es difícil borrar la base de datos de producción o todo el árbol de código fuente. En el juego del poder, no sucede lo mismo.
No sólo la derrota política es siempre y en todas partes peligrosa para la salud personal y la buena fortuna, sino que los disidentes también son vulnerables al impacto inverso. Colectivamente, su impacto suele ser el contrario de su intención; al menos tan a menudo como en el caso de los voluntarios.
El principal efecto de los disidentes en el régimen moderno es servir de chivos expiatorios y/o provocadores ingenuos. El poder, que de otro modo tendría que explicar su problemática relación con la realidad, obtiene en cambio enemigos a los que puede culpar de sus fracasos, lo que le sirve muy bien de apoyo. Aunque estos enemigos son perfectamente sinceros en su animosidad, y pueden ser irritantes e incluso perjudiciales, son demasiado débiles, por mucho, como para suponer una amenaza existencial.
E incluso si la energía de los disidentes simplemente se desperdicia, toda energía es finita. Disipar la energía del enemigo es también una victoria. Y este es el modo en que la mayoría de disidentes, ellos también, refuerzan el régimen. Así se completa la teoría general.
Postulados de la teoría general
Todo esto suena bien, pensará usted, pero todavía contiene demasiado marketing. Repasemos la hipótesis y veamos lo que hemos afirmado, pero no hemos demostrado.
En el bando A, afirmamos que las causas positivas son
(a) no evaluables —no elegidas por su capacidad para alcanzar sus objetivos últimos;
(b) banales —elegidas para maximizar la ostentación de poder, real o aparente.
En el lado B, afirmamos que las causas negativas
(a) están condenadas al fracaso —casi nunca son capaces de alcanzar ni siquiera sus objetivos más próximos;
(b) son frívolas —seleccionadas para maximizar su sensación de entusiasmo.
Si estos postulados son ciertos, tiene sentido que Kant quisiera que evitasen tanto la vanidad inexplicable como la frivolidad condenada al fracaso, tanto por su propio bien como por el del mundo. Pero, ¿son ciertos?
Lo analizaremos con más detenimiento en los dos capítulos siguientes.