En los últimos ocho años, los fenómenos más sorprendentes ocurridos en la política de Estados Unidos son la aparición vehemente de un millonario neoyorquino como tribuno del pueblo y la compra del Partido Demócrata por un puñado de ricos.
A Donald Trump hemos de agradecerle que entre 2016 y 2020 eliminara el prestigio de la pretendida prensa de kalidá. Hoy los pundits, los tertulianos y los redactores de los medios de prensa y televisión mainstream son vistos como unos sectarios, capaces de mentir según se lo manden sus dueños. También el supuesto pluralismo de los medios ha desaparecido; las líneas editoriales, sean en Estados Unidos o en España, coinciden en lo esencial; en muchas ocasiones en contradicción con la opinión de sus lectores. Por ello, el estudio de Gallup sobre la confianza de los norteamericanos en la prensa muestra desde hace años que el grupo mayoritario es el de quienes no le dan ninguna credibilidad (“none at all”).
LOS «PECES GORDOS» SE CAMBIAN DE ESTANQUE
No hay año electoral sin su sorpresa de octubre, un acontecimiento inesperado que sacude los últimos días de la campaña en beneficio de uno de los candidatos. En 2020 fue doble: la revelación por el New York Post del contenido del portátil de Hunter Biden (corrupción vinculada a Ucrania y China, sexo con prostitutas, consumo de drogas…) y, después, el silencio de todos los demás medios de comunicación, junto con la censura de las cuentas del periódico en las redes sociales por parte de los directivos asesorados por funcionarios policiales provenientes del FBI.
En 2024, la sorpresa de octubre se ha adelantado a julio y ha sido triple. Primero, el atentado frustrado contra Trump por un tirador que contó a su favor con la negligencia de un Servicio Secreto en el que la integración de mujeres es la directriz principal. La segunda, la renuncia de Joe Biden a la reelección, para la que aseguraba estar preparado sólo unos días antes de hacerla pública. ¡El primer presidente desde 1968 que se retira de la carrera! Y la tercera, la transformación del partido demócrata en el partido propiedad de las oligarquías.
En los años 30 y 40, los presidentes Franklin D. Roosevelt (1933-1945) y Harry Truman (1945-1953) señalaban que el Partido Republicano estaba al servicio de los peces gordos (fat cats). Entre los eslóganes empleados por Roosevelt para su primera reelección en 1936, sobresalió éste: “Willkie for the millionaires, Roosevelt for the millions”. Aparte del juego de palabras, Roosevelt se mostraba como defensor de la gente ordinaria y colocaba a su adversario republicano en el papel de títere de los ricos, contrarios éstos a cualquier mejora social o laboral de clases media y popular. Hoy, el partido que defiende a machamartillo los intereses de los banqueros y del complejo militar-industrial-congresista es el demócrata.
Biden fue en 2020 un candidato de consenso mínimo entre las distintas tribus de su partido. Aunque ya entonces era un anciano blanco sexista, racista y corrupto, representante de esas élites rechazadas por el país dada su larga estancia en el Senado desde 1973, tenía a su favor su experiencia en el pantano de Washington, sus años con Barack Obama y una vicepresidenta de cuota (mujer y oscura de piel). Hasta su incipiente senilidad también era una ventaja, ya que permitiría que los lobistas y las tribus se repartiesen el Gobierno amigablemente.
Al comienzo de 2024, los demócratas y sus financiadores estaban convencidos de que Biden podría repetir su victoria (incluso sin tener que recurrir al pucherazo en los estados clave), porque el presidente mantenía cierta lucidez; el Partido Republicano no propondría a Trump o quedaría dividido; y Trump sería encarcelado o inhabilitado por los tribunales. Todas las fases de ese plan se fueron desmoronando. Trump arrasó en las primarias; el partido rojo sigue unido; y en el debate del 27 de junio (¡celebrado semanas antes de que las respectivas convenciones designaran a los candidatos!) Biden apareció como un viejo balbuceante. Estalló el pánico entre los demócratas y los propietarios del partido, preocupados por perder su inversión.
El coste de las campañas en Estados Unidos es tan grande (superó los 14.400 millones de dólares en 2020) que son imprescindibles los grandes donantes y éstos consisten en multimillonarios que abren su corazón y su cartera a cambio de que los candidatos, una vez elegidos para el puesto de fiscal, gobernador, senador o presidente, cumplan los compromisos adquiridos. Por ejemplo, las fundaciones de la familia Soros son muy generosas con los demócratas que apoyan las fronteras abiertas y el aborto. La ONG que ejecuta mayor número de abortos en EEUU, Planned Parenthood, anunció la donación de 40 millones de dólares al fondo para la reelección de Biden, que se ha comprometido a convertir el aborto en derecho federal; a su vez, la entidad recibe docenas de millones de la Administración. La ideología y el negocio siempre van unidos.
LOS CIUDADANOS VOTAN, PERO ELIGEN LOS RICOS
A las pocas horas de terminado el debate, se escucharon los chillidos de las primeras ratas que abandonaban al devoto Biden. Abigail Disney y Reed Hastings, cofundador de Netflix, declararon alto y claro que, si el partido no quitaba al candidato que a ellos no les gustaba, suspenderían sus donaciones. Mientras Biden insistía en que él estaba en buena forma, otros ricos (Barry Diller, Damon Lindelof, Gideon Stein, Christy Walton…) se unieron al chantaje. Les dieron legitimidad numerosos columnistas, que hasta la víspera del debate calificaban como “manipulación” los vídeos en que Biden se caía al suelo, balbuceaba o aparecía perdido. Con todo descaro, lo que en junio era humo volátil, en julio se volvía piedra dura.
El actor George Clooney, íntimo de Barack Obama, participó con éste y Biden el 15 de junio en un acto de recaudación de dinero en Los Angeles para la campaña y entonces no apreció nada en la salud de su presidente. Sin embargo, el 10 de julio el New York Times le publicó una tribuna en la que declaraba su entusiasmo por Biden, pero le pedía que cediera el puesto a otra persona más cualificada.
En pocos días, el partido se rindió a Wall Street, Silicon Valley y Hollywood, y tiró a la papelera el voto de casi 16 millones de ciudadanos que se habían pronunciado en las primarias; de ellos, 14,4 millones a favor del actual presidente. Biden aceptó retirar su candidatura (seguramente a cambio de inmunidad para su familia) y lo anunció después de estar unos días aislado en su casa de Delaware por haber dado positivo en covid otra vez.
La designada por Biden y los caciques del partido fue la vicepresidenta Kamala Harris, que en 2019 recibió el título de senador más izquierdista. Ningún militante demócrata ha votado por ella en estas primarias. ¡El voto, ese engorro demagógico que puede llevar a la Casa Blanca a populistas incontrolados! Nada más hacerse pública la operación, el dinero volvió a fluir a las arcas de los demócratas: 200 millones de dólares en una semana. Inesperada generosidad de los progresistas. También aparecieron las encuestas que ponían a Harris por delante de Trump y portadas y reportajes patéticos en la prensa adicta. La revista The New Yorker habla de Kamalot, para recordar el Camelot con el que se comparó la mafia irlandesa de los Kennedy.
En 1968, los demócratas presentaron frente a Richard Nixon y a George Wallace, un demócrata gobernador de Alabama que quería mantener la segregación racial, al vicepresidente de Johnson, Hubert Humphrey, favorable a continuar la guerra de Vietnam. La convención celebrada en Chicago a finales de agosto consistió en una sucesión de peleas dentro y fuera del recinto, con participación de la policía local, mandada por el alcalde Richard Daley. Pero al menos hubo discusión entre las delegaciones. 58 años más tarde, la convención se parece a una coronación.
Los políticos demócratas ya saben que si son obedientes y tienen la aprobación de los plutócratas, éstos les llenarán los bolsillos; pero si pretenden tener voz propia, se quedarán sin un solo centavo. Así son los golpes de estado en las democracias del siglo XXI. Mentiras en los medios de comunicación, financiación cortada, sabotajes por parte del Deep State…
LOS REPUBLICANOS SE PASAN AL PROTECCIONISMO
La degradación del Partido Demócrata a finca propiedad de ricos coincide con un cambio en el Republicano, tanto en ideología como en patronazgo.
Los riquísimos hermanos Koch, a los que se solía señalar sin exageración como los dueños del Partido Republicano, rechazaron dar dinero a la campaña de Trump en 2016 y en las primarias financiaron a Nikki Haley, que cayó derrotada hasta en el estado del que fue gobernadora.
En los años 70, Richard Nixon convirtió la China comunista “en bastión honorario de la democracia y de la libre empresa”, como escribió John Kenneth Galbraith. Y en los años 80, de la mano de Ronald Reagan, el Partido Republicano se convirtió en abanderado del libre comercio y de una economía regida por la maximización del beneficio, sin ningún límite nacional ni social. El interés nacional se identificaba con el interés del Dow Jones. Ahora, Trump y su compañero para vicepresidencia, JD Vance, proponen un giro radical al Partido Republicano: imposición de aranceles a productos chinos y europeos, subida del salario mínimo, reducción de la deuda pública, reindustrialización del país…
Es decir, la fase de bipartidismo en el que los rojos y los azules se turnan, haciendo más ricos a los ricos —y continuando las guerras para extender la democracia–-, puede estar cerrándose. No es una novedad en la historia de EEUU, donde, a finales del siglo XIX y principios del XX, hubo candidatos y presidentes que clamaron contra los trust. La reacción popular y política contra el poder del dinero llevó a la aprobación de las leyes antimonopolio, en virtud de las cuales el Tribunal Supremo ordenó en 1911 el desmantelamiento de la petrolera Standard Oil de John Rockefeller.
El estupor lo causan los demócratas, quienes, antes abanderados de los pobres y del hombre de la calle (common man), ahora se han vendido a los plutócratas.