A lo largo del siglo XX el Finis Hispaniae tuvo para nuestras élites políticas e intelectuales algo de escapismo mental, quizá también de regodeo masoquista, ante un devenir histórico ciertamente complicado. Como quien se asoma peligrosamente a la ventana fantaseando con que si cae ya no tendrá que aguantar más broncas de su jefe o de su esposa. Aunque podríamos situar el origen en la Generación del 98 —a unos España les dolía, otros la partían en dos y en general a todos ellos se les hacía bola—, más adelante Pedro Laín Entralgo se preguntaba si nuestro país era un problemay Claudio Sánchez Albornoz lo definía como un enigma histórico, llegando así finalmente al proceso constituyente tras la muerte de Franco. La percepción generalizada entre quienes lideraban el nuevo régimen es que España era una pesada herencia de la que era conveniente ir desprendiéndose sin llamar la atención y para ello había dos vías: la descentralización y el europeísmo. Así, tanto las competencias del Estado como la identidad nacional se disgregarían progresivamente en las autonomías, por abajo, mientras que por la parte superior se irían diluyendo en una estructura supranacional a la que ingresamos formalmente en 1986.
Por fin éramos europeos, nos decían, y enfervorecidos nos lanzamos a calzón quitado a homologarnos a Europa. Esa era la melodía recurrente en los medios, si allá cenan a las 7, van en bici llueva o truene y aplican la eutanasia a sus abuelos, pues aquí había que hacer lo mismo. El europeísmo pasó a ser credo hegemónico: común a la izquierda, al centrismo ilustrado, a los separatistas —¡ellos son europeos, España es África!— y hasta a los neonazis (más identificados con el nordicismo de eso que llaman Evropa que con su propio país). Sin embargo, entrados en el siglo XXI hubo un primer indicio de que algo no encajaba: los europeos debían ser para España el modelo a seguir, pero terminamos descubriendo que… ¡muchos de ellos no eran europeístas!
En 2003 los jefes de Gobierno de los miembros de la UE acordaron en Roma una Constitución Europea que trascendería a las respectivas nacionales. El texto se ratificó en el Parlamento de Bruselas y en los de cada país, aunque algunos además quisieron someterlo a referéndum. Fue el caso de España en 2005, donde obtuvo un contundente apoyo del 77% de los votos. Cabe señalar que quienes se opusieron, como Izquierda Unida, argumentaban que se trataba de un proyecto europeo que primaba el mercado sobre la ciudadanía y los derechos sociales. Es decir, que lo rechazaban por insuficiente y no porque les hubiera entrado un arrebato soberanista. España había cogido carrerilla al son de la Novena Sinfonía. Pero entonces llegaron Francia y Países Bajos y tuvieron el atrevimiento de votar por el No en sus respectivas consultas ¡Siendo ellos miembros fundadores, europeísimos! Diría que fue en este momento cuando el discurso ilustrado liberal comenzó a recelar de la democracia directa tildándola, cómo no, de populista. El proyecto europeo se había presentado hasta entonces como una inevitabilidad histórica hegeliana, cada vez más amplia en su extensión y estrecha en su unión. Ahora, repentinamente, se daba de bruces con una realidad en la que la mayoría de la gente no quería renunciar a sus raíces, identidades y pertenencias nacionales. Esto es algo que cualquier persona observadora de su entorno podría prever, pero nuestras élites se muestran incapaces de entenderlo desde hace décadas…
Frustrado el intento, se procedió entonces a acordar un sucedáneo, el Tratado de Lisboa, que se sometió a referéndum en Irlanda en 2008 y el resultado allí fue, de nuevo, negativo. El pueblo había votado mal y el arreglo que se encontró fue repetir la consulta (a la segunda sí salió), proceso que ya nos dejaba bastante claro qué es lo que se iba a entender por democracia en las estructuras bruselenses. La Unión había enfrentado su primera crisis de legitimidad y, con los jirones aún colgando tras haber pasado esa alambrada, en aquellos meses estalló la crisis financiera.
Los años siguientes nos fueron mostrando cómo con marea alta todos los barcos navegan, pero en los momentos difíciles las naciones se repliegan sobre sí mismas, prevaleciendo sus intereses a las buenas intenciones diplomáticas. Tener una moneda común impidió a cada país buscar soluciones particulares y acabaron imponiéndose los grandes sobre los pequeños, como vimos con la crisis de la deuda soberana de Grecia y sus negociaciones con Alemania, en las que hubo amagos de retornar a la dracma, un fuerte ascenso de partidos antisistema, graves disturbios y un corralito financiero. El discurso almibarado de los años anteriores daba paso a una realidad mucho más descarnada que alimentó el euroescepticismo, incluso dentro de España: Europa podía ser una gran familia, pero una que se sacaba los ojos por la herencia de la abuela con el cuerpo aún caliente.
Como no hay dos sin tres, casi simultáneamente la UE afrontó otra turbulencia que, más que ninguna otra, la dejó severamente tocada (del contexto bélico actual, al seguir abierto, aún es pronto para sacar conclusiones). Poco antes de las elecciones europeas de 2014 el líder del UK Independence Party, Nigel Farage, proclamó que algunas ciudades británicas se habían vuelto irreconocibles debido a la inmigración. Declaración tan escandalosa a juicio de los medios de comunicación que toda la atención pública terminó orbitando en torno a él, logrando entonces algo inaudito: obtuvo el 27% de los votos y se convirtió en la primera fuerza política, superando a laboristas y conservadores. Ambos partidos llevaban alternándose la victoria en cada cita con las urnas nada menos que desde 1906. Dado que el sistema electoral británico premia el bipartidismo (el ganador de un distrito obtiene su representante), esto podía significar que los tories —en principio más próximos al UKIP— pasasen no ya a la tercera posición, sino a una completa desaparición del mapa.
Es comprensible que al primer ministro conservador David Cameron le entraran mareos ante la perspectiva… hasta que se cruzó por su mente una luminosa idea. Ese mismo año había tenido lugar un referéndum sobre la independencia de Escocia en el que venció la permanencia, de manera que si convocaba otro sobre la salida del Reino Unido de la UE lo previsible es que lograra mantener el statu quo y, además, segara la hierba bajo los pies del UKIP arrebatándole su principal baza. Win-win. El resultado, ahora lo sabemos, fue algo diferente.
Llevamos años leyendo infinidad de análisis más o menos afortunados sobre las causas y consecuencias del Brexit. La primera conclusión, la más obvia, es que supuso el peor varapalo recibido hasta ahora por la UE, que tal vez ya no sea capaz de soportar otro –exit. También supuso fijar en el debate público la cuestión de la inmigración, más concretamente como fenómeno cuyo rechazo va unido a cierto grado de euroescepticismo; al fin y al cabo, defender las fronteras y la soberanía viene a ser lo mismo. En el ámbito geopolítico constató la evidencia de que el Reino Unido prefiere, por historia y cultura, vincularse a Norteamérica antes que al continente europeo (aquí España podría tomar nota). En el terreno electoral, por su parte, se consolidó la fractura entre las clases altas, urbanitas, con estudios universitarios, que han abrazado una agenda progresista y cosmopolita (Cambridge y Oxford votaron Remain con 73,8% y 70% respectivamente, el Gran Londres un 60%) y las clases populares que encuentran en la nación un escudo frente al abrupto cambio económico y cultural sufrido en los últimos años.
Sobre esto último, el historiador Emmanuel Todd señala la paradoja de que la salida de la UE, lejos de unir al país, habría exacerbado esa división: «Desde el Brexit, asistimos a un fenómeno muy singular al otro lado del canal de la Mancha. Las clases altas instruidas están cada vez más a favor de todo lo que el pueblo detesta: la diversidad, las minorías étnicas y, sobre todo, la inmigración, motor decisivo del voto del Leave. La proporción de personas con educación universitaria que votaron a favor del Remain y que quieren que se reduzca la inmigración ha caído 20 puntos, hasta el 23%, mientras que la proporción de quienes desean que aumente se ha triplicado, hasta el 31%. ¿Cómo no ver en ello una provocación antipopular?». La conclusión que extrae Todd es que el Reino Unido, ya carente de toda identidad compartida que sirva de pegamento social, es una nación zombi en inexorable colapso sociopolítico, cultural y económico. ¿Finis Britanniae? Blas de Lezo sonríe desde el cielo…