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‘Longlegs’, de Oz Perkins

La sensación cinematográfica del verano

Como a estas alturas de la enfermedad literaria apenas si salgo de mis autores de referencia, esto es, de mis conocidas fobias y mis familiares filias particulares, ocurre que casi nunca leo un libro malo, o al menos no en los últimos años (por suerte), ni siquiera cuando se trata de novedades editoriales; a excepción hecha, claro está, de cuando alguno de mis cada vez más reducidos y avejentados “sospechosos habituales” naufraga con su última obra; nada semejante ocurre, sin embargo, cuando hablamos de cine: el de la decepción es un sabor mucho más habitual en lo relativo al séptimo arte de esta época.

¿Y qué sería de la decepción sin la inestimable colaboración de nuestros coetáneos? Algo mucho más natural que ese edulcorante artificial que, por desgracia, encontramos hoy por hoy en casi todas las novedades de la cartelera. La película Longlegs (Oz Perkins, 2024) está diseñada para generar más revuelo fuera que dentro de la pantalla; y es justo por eso que, para entender el entramado hermético que el filme dispone ante sus espectadores, antes haya que adentrarse en el circuito externo del que ha venido rodeado el “fenómeno” de su recepción. Si es que la diferencia cabe.

Longlegs es un producto de diseño bien empaquetado para convertirse en “película de culto” y que todos en el “mundo cinéfilo” hablen de ella. Los críticos, esos paniaguados, la han comparado sin apenas despeinarse con clásicos de la talla de El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), Seven (David Fincher, 1995) o Sinister (Scott Derrickson, 2012). Así que, con los números de la taquilla en la mano y la respuesta de los autodenominados “entendidos” esculpida en el bronce de las estupideces más infamantes, podemos afirmar que Longlegs ha cumplido su primer propósito con creces: vender como gran cine lo que apenas si es doctrina.

Podemos leer una misma noticia, divulgada en múltiples idiomas, según la cual Longlegs produce en sus espectadores desmayos de puro terror… Una técnica publicitaria que inició William Friedkin con su película El exorcista (1973). Es un ejemplo de su esforzada campaña de marketing; y se trata, pues, de un engaño; yo, por mi parte, me permito dudar que esos mismos críticos hayan entendido algo de lo que han visto en la película; de la misma forma de la que no me siento capaz de dudar de que su tan favorable opinión acerca de Longlegs no se haya visto incentivada de alguna manera, aunque sólo sea por imitar a las reseñas de una crítica norteamericana claramente comprada…

Si alguien paga las críticas favorables, es porque podemos afirmar que estamos ante una película “de lobby”, ¿y a qué otro grupo de poder privilegiado puede pertenecer un filme que acaba con Nicolas Cage (productor de la película) gritando “Heil Satán”? Obviamente, se trata del lobby satanista internacional (no lo busquen en Wikipedia) que está presente en la cultura popular de forma cada vez más evidente: la ceremonia de apertura de los recientes Juegos Olímpicos de París es prueba de ello. Así pues, hablemos un poco de todos estos oscuros intereses que han colonizado la sensación cinematográfica del verano.

Si existe una industria cultural aún más perversa que la de Hollywood sobre la faz de la tierra, esa es la del pop, al menos desde The Beatles en adelante. No es casualidad, por eso mismo, que el autor de la banda sonora de la película sea el hermano de su director: Elvis Perkins, que se presenta como el John Lennon de nuestra época.

Al comienzo de Longlegs leemos: “Well you’re slim and you’re weak / You’ve got the teeth of a hydra upon you / You’re dirty, sweet and you’re my girl”. Son unos versos del grupo T-Rex pertenecientes a la canción “Get It On” con la que también se cerrará la película. ¿Y a qué viene esa insistencia? Porque el propio título de la canción es ya una invitación a unirse a algo, a conseguir algo, incluso a “iniciarse” en algo… Que vendría a ser la propia tesis de la película: el citado “Heil Satán” del final. Y no olvidemos que el objetivo social del satanismo internacional es el mismo que el del hippismo californiano: subvertir y hasta pervertir el orden de la familia tradicional.

¿Qué le hacía Jack Torrance a su hijo en la película de Kubrick? ¿Qué le hacía la madre de Norman Bates a su hijo en el clásico de Hitchcock? ¿Y qué era lo que pasaba con la mujer de Fred Madison en la impactante Lost Highway de 1997? Pederastia, maltratos, agresiones y muerte, muerte, muerte, como la que se cantaba en aquella canción de The Doors: “Father / Yes son? / I want to kill you / Mother, I want to …”. De nuevo: se trata de invertir malignamente el orden familiar tradicional.

Para llegar hasta ese punto, el guionista y director de Longlegs nos narra la investigación de una policía novata con extrañas percepciones sobrenaturales para desentrañar una serie de asesinatos familiares interrelacionados que abarcan más de tres décadas, desde 1966 (significativa fecha, ¿no creen?) hasta los años 90 en los que se ambienta la trama. Para ello se vale de un elenco encabezado por Nicolas Cage (sobrino de Francis Ford Coppola), Maika Monroe (la protagonista de It Follows) y Alicia Witt (que debutó con David Lynch en Dune y que érase una vez fue la niña de Twin Peaks). Y en la dirección encontramos nada menos que al hijo de Anthony Perkins, el actor que protagonizó la película más revolucionaria del género de terror: Psicosis (Alfred Hitchcock, 1961).

A partir de esta comedida sinopsis, la película se vuelve bastante hermética, como decimos, para el que no esté enterado de ciertas ideas que, humildemente, pretendemos aclarar aquí: los asesinatos se cometen por control mental, el malo es un “trans” satánico que fabrica muñecos diabólicos mediante los cuales se genera un doppelgänger de la víctima propiciatoria, aparecen unas extrañas esferas metálicas de color plateado, a la manera de orbes de magia negra, que sirven para  manipular la personalidad introduciendo la influencia del diablo en ella, empiezan a surgir extrañas casualidades numéricas (13, 14, 666…) como conexión entre el macrocosmos sobrenatural y el microcosmos humano, y detrás de numerosos planos encontramos un ser negro y espigado cuya silueta se destaca por presentar unos cuernos bastante evidentes… ¿Y qué es exactamente lo que dicen haber extraído los críticos de todo esto? Ya se lo digo yo: nada más allá de tópicos y verborrea. Porque los numerosos símbolos dispuestos en la película apenas si se pueden entender sin la ayuda de un sinfín de referencias externas al propio filme.

La película da bastante mal rollo, tiene buen ritmo, ambientes perturbadores y unas actuaciones sólidas (aunque el histrionismo habitual de Cage bordea la parodia, como siempre), pero tampoco es tan buena como dicen. Está claro que Osgood “Oz” Perkins (cuyo pseudónimo nos lleva a pensar en El Mago de Oz) quiere ser el nuevo “gafapasta” oficial del terror y que la crítica está deseando auparle hasta ese podio desde antes de ver la película, generando así un ídolo de la cinefilia más “enterada” a la manera de David Robert Mitchell, Ari Aster o de Robert Eggers; y, justo por ello, decimos que el peor defecto de Longlegs es que resulta demasiado pedante… Algo que, por lo demás, no es extensible a ninguna de los clásicos con los que los “críticos” la comparan.

Tanto Longlegs como sus predecesora The Blackcoat’s Daughter (2015) son fruto del talento y merecen ser destacadas dentro del panorama reciente del cine de género… Pero si toda experiencia religiosa es una experiencia de terror (piensen en H.P. Lovecraft o en Thomas Ligotti), cabe añadir que no toda experiencia de terror es por necesidad de naturaleza religiosa; algo que merece ser aclarado cuando nos enfrentamos a una ritualización claramente maligna.

Longlegs es una película que trata sobre la posesión, lo mismo que su predecesora más eminente dentro de la fulgurante carrera de Oz Perkins: The Blackcoat’s Daughter. En el que aparecen la ofrenda y el sacrificio propios de un ritual malvado, con un papel casi idéntico en ambos filmes para la actriz Kiernan Shipka. Porque todas las películas de Oz Perkins son alabanzas explícitas al Mal y su encarnación arquetípica. De hecho, ¿sabemos por qué se llama así la película? Como en la propia vida de Perkins, la figura principal de su película parece ser la de su padre. No en vano el de Lee Harker, ese “ángel caído”, es ese “amigo de un amigo de un amigo” también conocido como el “hombre de abajo”… Al que Perkins pretende glorificar con su cine.

El cine de Oz Perkins destaca por razones internas y a la vez externas a todas sus películas. Como ocurre con la reciente Beau tiene miedo (2023), está claro que Longlegs (2024) busca hablar, de forma encubierta, de la historia personal de su director, todo un “alto iniciado”, solo que algunas de las circunstancias familiares de Perkins son públicas, mientras que las de Aster siguen clausuradas en el ámbito de lo privado.

Recordemos, en ese sentido, que Berry Berenson, la madre del director, fue una modelo nacida en 1948 que murió el 11 de septiembre de 2001 en el Vuelo 11 de American Airlines que se estrelló contra el World Trade Center de Nueva York. Por su parte, la tía de Oz y hermana de Berry, Marisa Berenson, fue a su vez la estrella protagonista de Barry Lyndon (1975).

Hablamos, pues, de una dinastía de Hollywood llena de desgracias y extraños símbolos de carácter siniestro… Al más puro estilo Kennedy. Ahora vayamos con el nombre de la protagonista de Longlegs; el personaje de la Monroe (sic) se llama como el asesino de Kennedy (Lee Harvey Oswald) y se apellida como un personaje crucial de la novela de Bram Stoker sobre el Señor de las Tinieblas (Jonathan Harker): Lee Harker. Y, al final de la película, acabará en compañía de una niña llamada Ruby (a Oswald lo mató Jack Ruby ante millones de espectadores en todo el mundo)… Entre otras sincronicidades donde se manifiesta lo arquetípico.

Además de lo anterior, cabe añadir que  en la película se menciona explícitamente el papel que tuvo Charles Manson, en tanto que controlador mental de asesinos zombificados, en los asesinatos de “La Familia” que tuvieron lugar el 8-9 de agosto de 1969 en el 10050 Cielo Drive y que, hoy en día, siguen siendo los crímenes rituales más terribles y públicos jamás acontecidos en la Babilonia californiana. Por cierto que el móvil oficial de dicho asesinato, que se saldó con la muerte de (entre otros) la actriz Sharon Tate (entonces esposa del director Roman Polanski, autor de la adaptación de La semilla del Diablo), fue acabar con la vida de Terry Melcher, productor musical e hijo de la actriz Doris Day, que actuó para Hitchcock en la célebre El hombre que sabía demasiado (1956), otra película llena de símbolos que trata desde una óptica macabra sobre las relaciones familiares.

No podemos abandonar estas líneas sin señalar el lado más kubrickiano de Longlegs, dado que, en una escena muy particular de la película, en la que un padre mata a su familia con un hacha, Oz Perkins homenajea directamente a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), reproduciendo de manera casi que idéntica el momento en que Jack Torrance/Jack Nicholson acababa con Dick Hallorann/Scatman Crothers (que en la película de Perkins es un sacerdote negro). Porque Longlegs es, como antes la película de Kubrick (salvando las distancias), la obra de un alto iniciado que nos habla de grandes acontecimientos históricos (el asesinato de Kennedy, los crímenes de la familia Manson y el alunizaje del Apolo 11) y de viejas dinámicas de “trauma” familiar (niños maltratados, madres asesinadas, padres maltratadores… y viceversa) por medio del cine de terror. Dado que el “terror” representa el rótulo bajo el que se ampara el lado más salvaje y esotérico de Hollywood.

Kubrick sigue siendo, en ese sentido, el director más influyente sobre el panorama cinematográfico actual en Occidente. No es casualidad que Barbie (2023) se iniciara con una parodia de 2001: Una odisea del espacio (1968); que la excelente TÁR (2022) tratara sobre el abuso sexual en el mundo de la música y estuviera escrita y dirigida por Todd Field, el esquivo pianista de Eyes Wide Shut (1999); que la última película de Christopher Nolan tratara sobre lo mismo que Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964): el complejo militar-industrial-tecnológico; y que la genuina Asteroid City (2023), la última película de su aventajado discípulo Wes Anderson, fuese una summa, una compilación y hasta una profecía del imaginario colectivo norteamericano en la que Jason Schwartzman interpretaba a un trasunto evidente del director de Lolita (1962).

Supongo que, para algunos de mis lectores, me he desviado demasiado de la cuestión cinematográfica… Pero ese es el problema del cine actual: que apenas si es ya una excusa para desplegar la publicidad (o la doctrina, si lo prefieren) de algo externo a la película, como atestigua el “fenómeno Barbenheimer” del verano pasado o la coincidencia de Elvis (Baz Luhrmann, 2022) y Blonde (Andrew Dominik, 2022) del año anterior. Este verano, sin embargo, el lugar dejado por Barbie (2023) y por Oppenheimer (2023) ha sido ocupado por una película aún más oscura y ocultista, si cabe, que las anteriormente citadas; o más abiertamente maligna, si se quiere.

Y eso ocurre en una película en parte inspirada por crímenes reales como el de “El asesino del Zodiaco” o el “Hijo de Sam”, esto es, un conjunto de muertes atribuidas a distintas manos pero con un móvil demoníaco común y unos rasgos esotéricos evidentes. El ritual sangriento de la realidad queda completado, pues, cuando se encarna en el ritual cinematográfico de una película.

Oz Perkins, ese ferviente admirador de Stanley Kubrick y David Lynch, sigue los pasos del segundo (véase: Mulholland Drive o Inland Empire) en su intento por amalgamar la primera historia del relato, en forma de argumento, con un segundo nivel de lectura que habitualmente aparece por separado y que en realidad no tiene más utilidad que la de un vehículo para exponer los símbolos de un proceso iniciático que es, a su vez, la invocación de fuerzas obscuras.

Sabemos que, desde el final de la segunda temporada de Twin Peaks en adelante, Lynch quedó atrapado, como su protagonista Dale Cooper/Kyle MacLachlan en el interior de la Logia Negra que ha terminado de devorar Hollywood. Oz Perkins (cuyo pseudónimo evoca la película favorita de Lynch) es uno de los nombres más destacables de ese nuevo Hollywood y Longlegs es una prueba de hasta qué punto resulta siniestro. Ya no hay finales felices como en Terciopelo Azul (1986): el cine de Aster o Perkins es abiertamente malvado, una apología sin paliativos de aquel “Wild Side” en el que Lou Reed nos invitaba a caminar.

Terminaré, en ese sentido, con una anécdota bastante reveladora: podemos considerar que el episodio “3×08” de Twin Peaks, que es el episodio más impresionante y esotérico de la historia de la televisión, es también el punto de inflexión en el fin de una era (la de Lynch) y el inicio de otra (la de Perkins) en Hollywood. El punto de inflexión viene dado, a la manera de Nolan o Anderson, por la aparición de la bomba atómica dentro de esa ficción; y cuenta con una actuación del grupo Nine Inch Nails, de aparición recurrente en la obra lynchiana, y cuyo máximo exponente, el músico Trent Reznor (ha compuesto bandas sonoras para David Fincher), fue el último propietario de la casa de Cielo Drive donde murió Sharon Tate, antes de su demolición en 1994. Y así es como el círculo de fuego se cierra sobre sí mismo.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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