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Medio siglo sin Julius Evola (y II)

En el cincuenta aniversario de su muerte, un recuerdo al escritor italiano y su estudio de la Gran Guerra interior

En la Primera Guerra Mundial, Julius Evola estuvo alistado en el ejército italiano, en la sección de artillería en la zona de Asiago, pero nunca entró en combate. Al igual que Aleister Crowley y a diferencia de René Guénon, el italiano nunca se cerró a explorar la vía del Sendero de la Mano Izquierda, por lo que ya en sus primeros años de desarrollo intelectual se interesó por la magia operativa. Su crítica del catolicismo, de carácter fuertemente nietzscheano, se cerró en favor de una vuelta hacia lo hiperbóreo. También en el empleo de una espiritualidad activa sobre la mera contemplación pasiva.

Es interesante el interés intelectual, primero, y personal, después, de Evola por Benedetto Croce: muy especialmente por la postura del historiador italiano ante Hegel y ante el cristianismo. Entre sus discípulos más destacados, además, estarán Giovanni Gentile y Antonio Gramsci, que resultaron cruciales en la expansión del marxismo europeo. Evola estudiará además a lo que él llamó “los hegelianos de izquierdas” como Max Stirner, gracias al que desarrollará su noción de “individuo absoluto”. El propio Nietzsche, lector no declarado de Stirner, recibirá ese mismo epíteto, el de “hegeliano de izquierdas”, de la pluma del joven Evola, a pesar de su imprecisión terminológica. Se trata de reintegrar el individualismo en Hegel. De aunar la resistencia entre las ruinas con una conciencia plena de la situación histórica.

En aquellos años alcanza su apogeo “la mística fascista”, algo así como una suerte de brazo político del idealismo mágico, que encuentra en Louis Rougier (quien acabó reconvertido en liberal, aunque igualmente contrario al socialismo, como miembro de la Sociedad Mont-Pelerin) y del italiano Niccólo Giani (1930). Evola, como tantos otros compañeros de generación, entendía el fascismo como recuperación del ideal gibelino: admiraban en él la influencia de Oswald Spengler y Charles Maurras (influyente pensador cuyas ideas marcaron a lo más granado de la literatura francesa de la época: el joven Maurice Blanchot, Louis-Ferdinand Céline, Robert Brasillach, Thierry Maulnier y Pierre Drieu de la Rochelle).

En esos años, el pintor futurista Giacomo Balla presenta a Evola, a la sazón poeta y pintor, y al matemático pitagórico Arturo Reghini. Estamos en 1924 y es probable que Reghini le inicie en la francmasonería, puesto que era grado 33 de la Logia Lucifer en Florencia. Por recomendación de Reghini, ahora convertido en su maestro, Evola descubre a René Guénon en 1924, con quien además iniciará una próspera y fecunda relación epistolar. En 1927, Reghini y Evola fundan el “Grupo de Ur” (y su revista del mismo nombre), donde escriben distintas firmas de fuerte contenido esotérico, influencias en muchos casos por el célebre Cagliostro y por el en esos momentos sobradamente conocido Rudolf Steiner.

También es la época en la que el profesor de filosofía Hugo Fischer o el poeta Stefan George influyen decisivamente, de forma muy análoga, a la juventud germana entre la que se encuentra Ernst Jünger y otros partidarios de la Revolución-Conservadora. Más tarde llegará la apropiación partidista por parte del fascismo y del nacionalsocialismo: en ese momento, sin embargo, no hay copyright. En su juventud Jünger, otro nietzscheano que no dejará de evolucionar hasta su muerte con 102 años, perteneció a los Wandervögel o “pájaros migrantes” un movimiento social neo-ludita y neo-romántico. Tras la IGM permanecerá en la retaguardia y se inscribirá en la Universidad, donde recibirá el influjo del convencido partidario de un pacto ruso-alemán, de claro signo anti-liberal, el alemán Ernst Niekisch, por aquel entonces editor de la revista “Resistencia” y más tarde detenido bajo el Tercer Reich. Niekisch introducirá a Jünger, un poco como Reghini a Evola, en la noción de una “Tercera Posición”, idea que, escuchada de labios del socialista y nacional-bolchevique Niekisch, resulta muy elocuente para el joven exsoldado Jünger. Además, Niekisch le introduce en la lectura de Nietzsche y Spengler de manera más amplia. Y le presenta asimismo al relevante Arnold Gehlen, así como al influyente Hugo Fischer, ex-combatiente de la IGM (en la que resultó herido de gravedad) y por aquel entonces profesor de filosofía de Leipzig, y al que Jünger se refiere en sus diarios como “Maestro”.

El término “yihad”, igual que antes el término “guerra”, ha sido objeto de numerosas desviaciones: en realidad, es un equivalente de nuestra palabra “lucha”. Evola extiende en Metafísica de la guerra (1950) su significado hasta la noción de una “guerra santa” compuesta de dos partes: la pequeña guerra o guerra menor y la gran guerra o guerra mayor. Esto escribe: “La Gran Guerra Santa es, al contrario, de orden interior e inmaterial, es el combate que se libra contra el enemigo, el bárbaro o el infiel que cada uno abriga en sí mismo y que ve aparecer en sí mismo en el momento en que ve sometido todo su ser una ley espiritual: tal es la condición para esperar la liberación interior, la paz triunfal que permite participar en ella a aquel que está más allá de la vida y de la muerte, pues en tanto que deseo, tendencia, pasión, debilidad, instinto y lasitud interior, el enemigo que está en el hombre debe ser vencido, quebrado en su resistencia, encadenado, sometido al hombre espiritual”.

El ego es una exterioridad: no emana de nuestro interior, aunque principalmente nos agita desde esa dimensión de nuestro Ser. Eso es algo que debemos tener claro: en la Guerra Santa se distingue al amigo del enemigo con claridad, por cuanto el amigo hace que nuestro interior retumbe como la cuerda de un laúd cuando es acariciada, mientras que el enemigo despierta las peores bestias inferiores de lo que la psicología moderna se empeña en llamar “subconsciente”. El ego no es parte de nuestro Ser, sino que conforma su dermis superficial, aquello que precisamente debe ser superado en el viaje interior hacia el descubrimiento y perfeccionamiento del Ser que estamos llamados a erigir en nombre del Destino. En la cosmovisión liberal donde reina el tirano consumista, el ego campa a sus anchas haciendo a los hombres esclavos de sus propios impulsos subpersonales. Es el mayor y más claro signo de la descomposición civilizatoria: avance de la masificación y desestructuración social lo provocan.

El nihilismo, al negar toda verdad o principio mayor al deseo humano, es el mejor aliado del ego a la hora de debilitarnos bajo la apariencia de una supuesta “liberación”. Igual que el liberalismo busca el crecimiento ilimitado, el ego confía igualmente en la posibilidad de seguir expandiéndose para la eternidad. Son dos postulados existenciales, los suyos, contrarios a cualquier conciencia de límite. A cualquier idea de muerte. No hay nada como familiarizarse por la muerte para desmentir al liberalismo y al ego por igual. Invocando al memento mori que recuerda a los tiranos (puesto que el ego es, como los defensores del liberalismo, un tirano en potencia) la pequeñez de su potestad, frente al avance imparable del verdadero poder absoluto, el de la muerte, es como les restamos legitimidad relativizando así su fuerza. La enormidad de la civilización moderna, su pulsión titánica que es antes de nada pulsión egóica, encuentra su razón de ser, en ese contexto de admiración por los rascacielos, las grandes producciones, las construcciones colosales o los coches de enormes dimensiones, en la necesidad de tapar el hecho más básico de la vida: que a cada instante nos dirigimos más velozmente camino hacia nuestra propia muerte.

El ego es como una mancha oscura que nos impide ver quienes somos y a qué estamos llamados en esta vida. Atender al ego es alejarse de lo fundamental: lejos del centro y de la virtud, de la luz y de la verdad, del bien y de la belleza. Todos los días ampliamos la batalla contra el ego afirmando todo aquello que él niega: lo elevado, lo sublime, lo que nos ayuda a ascender hasta las más altas cumbres espirituales. El ego no quiere ver la muerte, pero es capaz de negar, destruir o violentar todo aquello que amamos. Potencia las cualidades más bajas del Ser para confundirnos, y nos obliga a mentir para que tratemos de confundir también a aquellos que pretenden ayudarnos a potenciar lo que en verdad somos. Debemos cortarle la cabeza a la serpiente para poder recuperar el anillo, la doncella, que reluce entre la más profunda tiniebla y que simboliza el origen sagrado que portamos, muchas veces sin saberlo, en nuestro corazón.

En el estudio de esa Guerra Santa o Gran Guerra interior, Evola analizó de qué forma la “regresión de las castas”, el caos social, la ausencia de organicidad en el conjunto de un grupo humano, ha fomentado, por medio de la desestructuración social, el avance de la masificación, el colectivismo, y el individualismo en un ambiente de impersonalidad generalizada donde es más fácil que el ego arraigue. Para tratar de revertirlo traza, en Metafísica de la guerra, una auténtica fenomenología de la guerra como método para desintegrar un orden anterior y a cambio crear uno nuevo donde la jerarquía pueda volver a imponerse tanto en el orden social como en el personal.

Para Évola detrás de toda guerra hay un conflicto espiritual profundo, una lucha metapolítica entre ideas radicalmente opuestas, una batalla teológica en marcha. Desde un punto de vista tradicional, la vida del hombre sobre la tierra es lucha, un combate, una batalla; y la política, una disciplina que estudia la esencia del poder: por eso cuando se pierde en los meandros circunstanciales de la polis, se hace necesario volver cuestionar los principios fundamentales bajo la penetrante mirada teológica de la “metapolítica”, en contraposición con aquello que Primo Siena llamó “criptopolítica”; esto es, no estamos hablando de una política partidocrática compuesta de variados intereses oligárquicos, sino del fundamento de lo político a través de la dialéctica “amigo-enemigo” y del “decisionismo”, tomados ambos conceptos como base para la acción constitutiva del poder.

La guerra no es un medio, sino un fin en sí mismo que permite a la política superar sus escollos y volver hacia los fundamentos metapolíticos en un orden nuevo. La ascesis del hombre moderno puede hallar su hogar en ella: en la llamada de lo salvaje que acontece en sexo, en la guerra, en el arte o en el alpinismo. Para profundizar en la naturaleza de la guerra Evola explora en su libro la relación entre castas e individuos centrándose en la casta heroica indoeuropea, de la que traza una suerte de fenomenología en diferentes culturas: en la Roma imperial, en la yihad islámica, en las Cruzadas, en el Ragnarök del Norte mítico y en el texto fundamental del hinduismo. Encuentra en ellos lo mismo que Jünger encontró en la obra de Ludovico Ariosto en el frente: ecos de una noción tradicional de la guerra.

El soldado romano, nos dice Evola, invoca a las fuerzas divinas garantes del éxito militar, esto es, guía su acción bélica por medio del principio mágico de la analogía entre microcosmos y macrocosmos. Basa su acción guerrera, como una obra más, en el fundamento esencial de la aeternitas. De la misma forma, el Sacro Imperio Romano conjugaba el elemento romano del numen divino, el elemento espiritual de los cruzados y el elemento nórdico de la mors triumphalis o muerte triunfal. En las Cruzadas, epicentro del ideal gibelino, se encuentran el espíritu guerrero del que se apropió una parte muy circunscrita del cristianismo y la ascesis del bautismo de fuego, que hace de toda guerra una guerra de Dios. El motivo suprahumano de los cruzados es un ideal de validez universal que eleva su acción guerrera.

Toda Guerra Santa provoca, al denominarse así, una apertura hacia lo suprarracional e infinito: un abrazo con lo superior. La guerra exterior contra el infiel es apenas un reflejo de la guerra interior contra el infiel. En el diálogo entre Arjuna y Krisna es algo que queda claro: “Considera por igual la felicidad y la aflicción, el ganar y el perder, la victoria y la derrota, y entra en el combate. Cumpliendo así tu deber no entrarás en pecado. Ofréceme toda acción, con la mente centrada en el Sí y libre de toda expectativa y de egoísmo, y entra en el combate sin el tormento de la duda”. La acción basada en el conocimiento resplandece frente al pecado de la existencia inauténtica. Orientando al guerrero, con su victoria en el ámbito una vez más de lo interior, más allá del límite terrenal y temporal. En ese sentido, la Gran Guerra que Julius Evola anunció como nadie más en su tiempo, todavía sigue viva en nuestros corazones.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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