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Menéndez Pelayo, despertador de la conciencia hispánica

El hispanoamericano Menéndez Pelayo no se limitó empero a escudriñar el alma española. Hombre universal, su inmensa erudición abarcaba todos los campos del saber

El Reino de España, devenido una caja de Pandora en su marcha hacia la democracia avanzada prescrita en la Carta Otorgada de 1978, corre el riesgo de quedarse fuera de la historia. La humillante visita del terrorista colombiano Petro, condecorado con el collar de Isabel la Católica para más inri, es una prueba. La Nación española está secuestrada por el consenso oligárquico adorador de la trinidad progresista formada por Mammón, el dios del dinero, Hermes, el dios de los ladrones y Koalemos, el dios de la estupidez, que ha desplazado a la cristiana: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo respectivamente. Y está gobernada además en este momento, que podría ser el final del sistema de corrupción establecido debido a sus excesos e incompetencia, por representantes de Ápate, la diosa de la mentira, y Dolos, el dios de las trampas, las malas artes y la traición. 

1.- En ese contexto, Agapito Maestre, crítico del establishment, propone como abanderado contra la desvertebración autonomista impuesta constitucionalmente y la desculturización de la España incorporada al regreso «al estado de barbarie que, decía Juan Pablo II, se esperaba haber dejado atrás para siempre», la gigantesca figura de Marcelino Menéndez Pelayo el gran heterodoxo. Conforme a la consigna maquiaveliana ritornare al segno, reagruparse en torno a la bandera para recuperar fuerza y volver con más ímpetu al combate, lo propone como el segno en la lucha intelectual contra la barbarie del pensamiento «arracional» (G. Mas Arellano) dominante en la languideciente «civilización» occidental. Más intensamente en España, donde el consenso oligárquico ha reducido la política al chalaneo infantil entre los consensuados.

 2.- Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) fue testigo del desastre de 1898, que consumó el fin del Imperio, la forma política española —Gustavo Bueno dixit— tras la guerra de la Independencia. «Un levantamiento frente al principio monárquico, formalmente entendido» (L. Díez del Corral) del pueblo traicionado por Carlos IV, quien vendió España a Napoleón a cambio de una renta anual de 30 millones de reales, por su hijo y heredero Fernando y la oligarquía dirigente. Comenzó entonces la decadencia inexorable de la Nación de «los españoles de ambos hemisferios» como la definía Constitución de Cádiz en 1812. Decadencia consumada en el 98, que introdujo en la España peninsular el independentismo regionalista americano, sobre el que decía irritado don Marcelino: «El regionalismo egoísta es odioso y estéril», en contraste con «el regionalismo benévolo y fraternal, que puede ser un gran elemento de progreso y quizá la única salvación de España».

3.- Prescindiendo de que, «en política, en cuestiones de Gobierno, se atreven a hablar los más audaces, sin miedo de que los tachen de mentecatos» -son palabras de don Marcelino-, el objetivo principal de la llamada transición a la democracia, limitada de hecho a reinstaurar por tercera vez la  dinastía borbónica, pues la libertad política no existe ni se la espera, parece consistir en destruir la tradición que unifica los pueblos y los  constituye en naciones. La moda ideológica de la «modernización» a la fuerza, afecta incluso al idioma, atacado por los antihumanistas modernizadores inclusivistas. Pues no se trata tanto de destruir la tradición que es mera arqueología o idealización del pasado, sino la «tradición creadora» (Michael Polanyi) de la que vive el presente encaminado hacia el futuro. 

4.- Menéndez Pelayo, realista político, decía que «donde no se conserva piadosamente la herencia del pasado, pobre o rico, grande o pequeño, no esperemos que brote, un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil». 

El polígrafo santanderino fue un gran educador. Tuvo muchos discípulos, sobre todo ex lectione. Pero como es frecuente, los educandos contribuyeron a que se le olvidase en demasía al no citarle expresamente. Uno de ellos, Ortega, repetía que «el pasado es pasado no porque pasó a otros, sino porque forma parte de nuestro presente, de lo que somos en la forma de haber sido; en suma, porque es nuestro pasado… Si, pues, hay pasado, lo habrá como presente y actuando ahora en nosotros». 

Sin tradición no hay futuro digno de este nombre, y la tradición creadora, síntesis de la experiencia de la vida colectiva, es la base segura para proyectar la acción humana hacia el porvenir. 

5.- El hombre es velis nolis un ser histórico. Olvidar, falsificar, destruir la tradición es antihumano. Con palabras de Xavier Zubiri siguiendo a Ortega y corrigiendo a Aristóteles, el hombre es un «animal histórico»: «la unidad de la vida «real» según la tradición, precisaba el filósofo, es la esencia de la historia como momento de una forma de realidad. A la historia le es esencial el momento de realidad; sólo cuando lo que se transmite es un modo de vida «real», sólo entonces, tenemos historia. El animal de realidades no es sólo individual y social; es también y «a una», animal histórico». 

6.- En efecto, el hombre habita, en tanto animal, en la Naturaleza. Pero, como humano, vive en el tiempo, la esencia de la historia. Historia de la que le quiere privar el progresismo reaccionario separándole de la tradición, «la conexión vital que ata el presente al pasado» (Savigny), «el sufragio universal de los siglos» (Vázquez de Mella). «La democracia de los muertos» decía Chesterton siguiendo tal vez a Carlos Marx, para quien «la tradición de las generaciones muertas pesa con un peso decisivo sobre el cerebro de los vivos». Las creencias, decía Goethe, hacen al hombre y la tradición funge en él como el instinto en los demás seres vivos. La especie homo tiene que apoyarse necesariamente en ella para vivir humanamente, es decir, espiritualmente. Despojarle de la tradición, o, si se quiere, del peso de la historia, como propugna la actual pedagogía adanista —ignorando que es imposible, sólo cabe tergiversarla o envilecerla— es reducirle a la animalidad. Don Marcelino bramaba ya, coincidiendo por cierto con Nietzsche a quien había tal vez leído, contra la pedagogía pedestre antecesora de la progresista: «La historia de España que nuestro pueblo aprende o es una diatriba sacrílega contra la fe y la grandeza de nuestros mayores, o un empalagoso ditirambo, en el que los eternos lugares comunes de Pavía, San Quintín, Lepanto, &c., sólo sirven para adormecernos e infundirnos locas vanidades». ¿Qué diría hoy tras las sucesivas reformas pedagógicas “modernizadoras” que culminan en la asombrosa Ley Celáa?    

7.- La tradición como magister vitae, que parece descartar hasta la Iglesia Católica, es fundamental en Menéndez y Pelayo, transmisor de realidades históricas de las que vive, guste o no, el presente y «revelador del alma nacional» «en palabras de Juan Valera, para quien «antes de él nos ignorábamos». Se le ha imputado ser nacionalista, ideología que empezó a afirmarse en su época. Al contrario, desmiente González Cuevas: el peso de su figura entre las tradiciones políticas de la derecha obstaculizó, la aparición de un nacionalismo de naturaleza secular. Simplemente, «rehabilitó a la Patria de las calumnias que dos siglos de envidia y de ignorancia habían amontonado sobre ella» (Blanca de los Ríos). 

El tema unificador de sus investigaciones era el «ser de España«, para cuyo conocimiento consideraba imprescindible la literatura de los escritores de Indias antiguos y modernos. Su Historia de la poesía hispanoamericana, un conjunto de escritos dispersos recogidos en 1911 en el volumen de ese título, sigue siendo, escribe  Maestre, «la mejor visión de conjunto de la literatura y la cultura de Hispanoamérica». Tal vez por eso se mantiene más viva su figura en la España americana que en la ideológicamente europeísta.

8.- El hispanoamericano Menéndez Pelayo no se limitó empero a escudriñar el alma española. Hombre universal, su inmensa erudición abarcaba todos los campos del saber: la teología y la política, pasando por la filosofía, la ciencia, el arte, la literatura, o el derecho, son el objeto de su extensísima obra escrita, en la que, atestigua Maestre, «no existe página baladí».  

Pensador de la raza de los platónicos amigos del mirar, para los que la realidad es lo mismo que la verdad, Menéndez Pelayo es un escritor filosófico, aspecto en que insiste con razón el profesor Maestre, también filósofo. Nunca ofició como tal. Pero escudriñador de la razón histórica como la sustancia de la razón vital que dirá luego Ortega, deudor como su generación del maestro de historiadores por sus enseñanzas, interpretaciones e ideas, la solidez de su pensamiento es a fin de cuentas, filosófica. Demostró, por ejemplo, que «es imposible entender a Kant sin sus precedentes en el Renacimiento español», concretamente Luís Vives. 

9.- De talante liberal en el prístino sentido de la palabra, relacionada con la virtud de la liberalidad, sabía que «todo el que ha filosofado ha sido alternativamente, y en mayor o menor escala, escéptico y dogmático». Crítico de dogmatismos y absolutismos, afirmaba que «la verdad total no la ha alcanzado el tomismo ni ninguna filosofía, como tal filosofía, pero debemos aspirar a ella». Con su escepticismo seductor en «un tiempo, dice Agapito Maestre, dominado por dogmas y fanatismos» y «crítico avant la lettre de la ideología», tuvo como amigos y admiradores gentes tan distantes de sus convicciones personales como Galdós o el citado Valera. 

10.- Su figura intelectual es la de un historiador de la cultura sumamente erudito. El reputado cardenal filósofo Zeferino González comentó asombrado después de una conversación con el joven Marcelino: «Desde hoy creo en la metempsícosis, pues es imposible que esa criatura sepa lo que sabe, si su alma no ha habitado antes el cuerpo de muchos sabios». Pero, advierte Maestre para evitar equívocos, «su obra entera es una reprobación de la supeditación del arte a la erudición». La erudición da veracidad a su pensamiento sin condicionarle. La historia es para él, síntesis, igual que la obra de arte. Y la síntesis de lo analizado es la forma, «la carne y el  espíritu de la historia», apostilla el Dr. Maestre. Historiador de las ideas y las formas históricas, concebía la historia escrita «tal como ha sido», igual que Leopoldo von Ranke, «el padre» de la historia rigorosa, científica, como una obra de arte: «La historia será tanto más perfecta y más artística cuanto más se acerque por sus propios medios a producir los mismos efectos que producen el drama y la novela». Eso explica, que se lean sus escritos como novelas, subraya Maestre en el sugerente capítulo titulado «La historia considerada como obra artística»: «Entres por donde entres, todas sus páginas acarician al lector y lo atrapan con su relato». Fue «el más grande erudito de Europa con alma artística. Poética».  

11.- El libro de Agapito Maestre merecería ser comentado capítulo por capítulo. Siendo imposible, me ceñiré al tema insinuado: Menéndez y Pelayo despertador de la conciencia nacional hispana. Papel que cabe resumir aquí transcribiendo su indignación, dos años antes de morir, en un homenaje a Balmes, después de la «Semana Trágica» barcelonesa, el comienzo del fin de la «fantasmagórica» Restauración —en realidad Reinstauración— que decía Ortega: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu, que es el único que redime a las razas y a las gentes, hace espantosa liquidación del pasado, escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su pensamiento, reniega de cuanto en la Historia nos hizo grande, arroja a los cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única España que el mundo conoce, de la única cuyo recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía». Palabras que repetiría seguramente don Marcelino con más vehemencia en este momento, en que parece encaminada la España peninsular hacia los sumideros de la historia.  

12.- Para completar este breve comentario en que se intenta sugerir, siguiendo a Agapito Maestre, la importancia actual del pensamiento de Menéndez y Pelayo —del que es una guía inmejorable el libro que comentamos—, mencionaré el aspecto que caracteriza mejor, a mi entender, al gran polígrafo y el sentido de su obra: más que un crítico, el que media entre la obra y el lector, de la ignorancia de la historia real del mundo hispánico, es un creador desmitificador. Actitud consustancial sin duda con su  inequívoca fe cristiana. Toda religión es naturalmente escéptica en mayor o menor grado sobre las cosas de este mundo. Pero la cristiana es esencialmente desmitificadora. Como decía René Girard, quien dedicó su obra a demostrarlo, el Lógos de san Juan desmitifica radicalmente los logoi de las demás religiones y las creencias y leyendas míticas. Dato importante, dicho de paso, pues está en marcha una absurda remitificación del mundo apoyada en el cientificismo, la degeneración de la ciencia puesta al servicio de la ideología. 

13.- Su talante desmitificador le indujo, por ejemplo, a investigar y probar que España es el país europeo más refractario a las artes mágicas, las supercherías y las hechicerías. Adentrándose con sutileza en el terreno de la crítica literaria, cuando no en los de la creación, mostró documentalmente, que «España es mucho menos irracional, supersticiosa y hechicera que el resto de los países de Europa».

«Mostrar y desmontar el engaño de esa terrible ideología, que se desarrolla en España a partir de la llegada de la dinastía borbónica» son los objetivos centrales de la portentosa Historia de los heterodoxos españoles. Una obra ingente, que se lee como una novela, en que reivindica el nivel científico y cultural de España, que empezó a caer precisamente bajo los Borbones debido a la expulsión de los jesuitas, entonces los grandes educadores, en 1767. Se calcula, que la alfabetización cayó del 40% al 10% al comenzar el siglo XIX. 

Los heterodoxos es también, escribe Maestre «su mayor contribución a la historia de la  cultura universal desde el punto de vista de la filosofía de la heterodoxia». Un tema menor empero en la historia del espíritu hispano, puesto que, según don Marcelino, como «el genio español es eminentemente católico, la heterodoxia es entre nosotros accidente y ráfaga pasajera». Algunos pondrían hoy con bastante razón «era» donde dice «es».

14.- Como pensador desmitificador, desmontó, siempre con rigorosas pruebas documentales sobre los «procesos de la vida real«, las descalificaciones negrolegendarias importadas y fomentadas por los Borbones para prestigiarse frente a los Austrias. Algunas tan disparatadas, recordaba Eugenio d’Ors en su ensayo sobre La filosofía de Menéndez Pelayo, como la afirmación del calvinista francés Guizot en el siglo XIX, de que la historia de la civilización podía escribirse prescindiendo de España. 

Subrayo lo de calvinista, por la oposición secular del protestantismo al catolicismo representado por las Españas. Pues, como dice Maestre, una de las causas del «gran fracaso de la actual cultura española deriva en buena medida de esas suspicacias ridículas sobre la influencia maligna de las creencias religiosas de don Marcelino en su investigación». Suspicacias a las que se debe, prosigue Maestre, «la quiebra de la generación del 68, o sea, de la cultura de la Restauración, y de las generaciones del 98, que quiso partir de cero, y de la del 14». ¿Quizá también bajo la impresión del famoso artículo, también muy actual, España sin pulso de Francisco Silvela, presidente del gobierno y sucesor de Cánovas al frente del partido conservador?

15.- Exiliados de la guerra civil como Luís Araquistáin e intelectuales franquistas como Pedro Sainz Rodríguez, impulsor de la edición de la obras completas de Menéndez Pelayo —de fácil acceso, incluso en Internet—,  fracasaron en su intento de suturar la ruptura cultural debida al desconocimiento de su pensamiento. Eso explicaría, lamenta y critica Agapito Maestre, que le olvidan también, los nuevos debeladores peninsulares y americanos de la Leyenda Negra que han irrumpido con la fuerza de la veracidad en la historiografía convencional: Roca Barea, Iván Vélez, Santiago Armesilla, Marcelo Gullo, Patricio Lons,… e hispanistas como Stanley Payne. Quizá porque no caen en la cuenta de la importancia actual del problema cultural planteado por la exclusión o ignorancia de la figura de don Marcelino, «el telón de fondo, o mejor, el referente imprescindible dice el autor de El gran heterodoxo, para combatir la Leyenda Negra». A cuya crítica científica se anticipó el sabio santanderino. Señaló incluso algunos de los difamadores. Así, con ocasión del cuarto centenario del descubrimiento de América: «Los españoles, a pesar de lo vetusto y ya inofensivo de nuestra tiranía, continuamos en quieta y pacífica posesión de servir de cabeza de turco a los patriotas mexicanos, tan rendidos admiradores e imitadores, por el contrario, de los franceses que les hicieron la odiosa guerra de intervención, de los yankees que les despojaron de la mitad de su territorio».

Como dice Agapito Maestre, la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo, pensador universal, muestra «el poder de la historia para emancipar a un pueblo».

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