El estado de cosas alcanzado en Valencia tras una catástrofe natural ha puesto sobre la mesa los efectos a largo plazo del 78. España se encuentra en una situación de progresivo desguace en varios niveles. El primero es el de la descomposición moral, que ha generado todos los demás. Este grado es el que acepta y da por buena la corrupción de la integridad individual y de la degeneración de la forma cultural española –esto es, de la degradación del modo de vivir español y de cómo se relacionan los españoles entre sí–. Sin integridad moral, no hay vicio público y privado que no encuentre nido en el individuo. Cuando los que están abajo ven la inmoralidad de los de arriba, ésta se extiende a todo el cuerpo social, que imita a quienes lo mandan.
El siguiente nivel de disolución –el más grave– es el de la integridad nacional. Una vez aceptada la corrupción moral privada, ésta crece y alcanza al dominio de lo público: lo político. ¿Qué es lo más valioso que hay en el ámbito de lo politico? La integridad de la Nación, cuyo Derecho ampara a todos los miembros de su comunidad en las disensiones internas y cuya potencia asegura su libertad e independencia frente a la de terceras. Privada de su Nación, la comunidad política se convierte en una masa informe de apátridas sin vínculos morales entre sí, carente de vitalidad y energía y –por ello– desmadejada e inerme ante la voracidad de otras naciones que sí estén dispuestas a hacer valer sus intereses y a defenderlos con eficacia con los medios a su alcance.
El tercer y último estadio de desgarramiento tiene lugar cuando, llegado un momento de necesidad, la Nación se ve desamparada de las capacidades del Estado –ese mismo Estado que la comunidad nacional creó para su propia protección–. El golpe blando de signo federalista mediante hechos consumados dirigido por el Gobierno y apoyado por el bloque –federalista– que le sostiene en el Congreso es el desencadenante de este desamparo. Una vez que la integridad nacional es atacada por las élites que están al frente de los poderes constituidos de la superestructura estatal, ésta deja de cumplir su función de aseguramiento del orden público interior y de defensa exterior. Cuando esto sucede, el Estado se transforma en el botín de esas élites. Entonces, la intensidad de su parasitación aumenta de forma gradual y exponencial hasta dejarlo exangüe. De aquí que la tradicional corrupción económica setentayochista se haya incrementado exponencialmente en los últimos años.
Esta es la situación existente cuando hemos asistido a unas lluvias torrenciales seguidas de una riada en las poblaciones aledañas a la capital valenciana. Las instituciones no han dado la respuesta que deberían haber dado y que era de esperar. No porque el Estado no tenga los recursos materiales para hacerlo, sino porque cada uno de estos estadios de corrupción es acumulativo del anterior. Alcanzado el último, ya no queda rastro de los resortes morales que le deberían haber obligado a reaccionar para salvar vidas (más adelante volveremos sobre esta importante cuestión). En lugar de ello, las vidas de los aún supervivientes fue sacrificada al cálculo político de Moncloa. La corrupción moral del Estado del 78 es total.
En mitad de esta podredumbre se hizo la luz. Sobrepuesta de inmediato a la catástrofe natural y a la institucional, la Nación española estaba viva y rebosante de energía y vitalidad. Diversos grupos de chavales decididos y bien organizados superaron con creces la ayuda que el Estado –con sus inmesos recursos– envió a los afectados en las primeras cien horas. Era ése un momento crucial. Aún había supervivientes atrapados en un área inmensa. El 78 eligió abandonarlos. Los dejó morir deliberadamente por intereses políticos privados. Se excusó en leguleyerías con resultado de muerte. Moncloa esgrimió leyes y competencias cachicuernas para desentenderse de su responsabilidad hacia sus gobernados. Su objetivo era trasladarla a un gobierno regional –esto es, lo mismo que ya hizo en la epidemia y que el TC ha declarado inconstitucional–. «Si quieren ayuda, que la pidan», dijo el presidente del Gobierno al cabo de cuatro días en inaudito desprecio por los españoles que aún agonizaban y que en este momento ya habrán fallecido.
Nunca sabremos cuántos españoles ha matado el 78 a las órdenes de Pedro Sánchez. Las cifras oficiales en el momento de escribir estas líneas es de 219 fallecidos y 93 desaparecidos. No es ninguna locura sospechar de la veracidad de estos números y de una eventual connivencia PSOE–PP para ocultar la verdadera dimensión de hasta qué punto la calamidad institucional ha incrementado la mortandad del desastre natural.
Lo que el señor Sánchez ha llamado la «respuesta inmediata» del Gobierno tardó una semana. Para entonces, un tuitero conocido por el heterónimo Españabola ya había organizado y ejecutado con éxito el envío de 1.400 toneladas de alimentos, productos de primera necesidad y material de ayuda y socorro. Transcurridos esos primeros siete días, el Estado era todavía incapaz de prestar en las poblaciones afectadas ni tan siquiera labores de policía. Amparados en la oscuridad de la noche, sin alumbrado público ni suministro eléctrico, bandas de magrebíes saquean hogares y negocios. De nuevo la Nación ha sido la que ha dado respuesta a la ausencia del Estado con partidas de vigilancia armadas con palos para defender la vida y la propiedad, pilares morales constitutivos de la vida en sociedad. La ciudadanía ve lo que ocurre y no necesita recurrir a filosofías ni a leyes de secano para expresarlo: los hechos han constatado que, ante la descomposición moral y material del Estado vigente, «sólo el pueblo salva al pueblo».
Esta sencilla expresión sintetiza brillantemente el proceso de descomposición argumentado más arriba. Y aún más, revela la toma de consciencia de que el 78 está agotado y muerto, que nada cabe esperar ya de él salvo el expolio y el abandono.
La maraña de legislarrea es el ardid con el que el monstruo del 78 ha eludido sus obligaciones morales y legales. Se ha entregado a la negligencia dolosa de omitir el deber de socorro a las personas que estuvieran atrapadas y aún vivas entre escombros y coches, en sótanos y garajes,… Liberado de las cadenas constitutivas de sus responsabilidades, el Minotauro que es el Estado se ha comportado como lo que es, una bestia salvaje amoral que demanda los sacrificios humanos a los que está acostumbrada. Toda la legitimidad que haya podido reivindicar el Régimen para sí hasta ahora ha saltado por los aires. El 78 se ha roto y ya no se puede recomponer.
El chiringuito de la venerada Transición se desmorona aunque, por ahora, continúe como si nada hubiera pasado con el PSOE a su vanguardia y el PP a su retaguardia. Sin embargo, comete un error de diagnóstico quien califica su disfuncionalidad de «Estado fallido». Es todo lo contrario y ahí está la verdadera magnitud de la traición del Estado a la Nación.
Un Estado fallido es el de un «quiero y no puedo». El 78, al contrario, es un «puedo y no quiero» como se encargó de verbalizar su jefe de Gobierno. El Estado ha hecho exactamente lo que ha querido hacer. Demoró cuatro días el envío de ayuda eficaz. Esta ausencia operativa –en tanto que deliberada– es, en realidad, la materialización de su omnipresencia. Nada se mueve sin el permiso del amo que ha hecho de España su cortijo.
El Teniente General Luis Sáez Rocandio –máximo responsable militar en la región valenciana– no salió de inmediato en tropel con todas sus capacidades a salvar una sola vida. No lo hizo porque no recibió la orden de hacerlo. Ese honor de acudir en ayuda de los necesitados fue en exclusiva del pueblo –de la Nación–, que acudió voluntariamente y por miles armado de palas y escobas. Impacientes por acudir en socorro de sus compatriotas, los más de 4.000 soldados adscritos a distintas instalaciones militares situadas en las inmediaciones de los pueblos afectados fueron obligados a permanecer en sus respectivos cuarteles y bases por orden del Gobierno. El Estado abandonó a los españoles atrapados y aún vivos porque eligió hacerlo.
Volvemos en este punto a la ausencia de moralidad que señalábamos anteriormente. Aquí opera la banalidad del mal que describió Hannah Arendt, pero en sentido inverso. Quien, pudiendo, debió ayudar para salvar vidas, no lo hizo porque no recibió la orden. Es terrible contemplar cómo este horror moral ha tenido lugar en España en el momento presente.
La impostura de la legislarrea y la pugna de competencias por salvar vidas mientras esas vidas se apagaban es lo que nos muestran como las causas de la ausencia de reacción. Pero eso no es más que la escenificación de una decisión tomada previamente y que consistía en no hacer nada. ¿Por qué esta decisión? Como siempre, doble respuesta; como siempre, razones internas y externas; como siempre en ambas, la deslealtad del Estado hacia la Nación.
Las internas responden al proceso declarado ya públicamente por los poderes Ejecutivo y Legislativo. Ambos han decidido –en unidad de poder y de acción– usurpar al sujeto constituyente español para transformar en federal el modelo de Estado. Esto producirá la quiebra de la unidad de la Nación política. A la usurpación citada, añaden una traición monstruosa. El disparate de la «cogobernanza», un conejo salido de la chistera del señor Sánchez durante la epidemia, ha sido traido de nuevo al debate público por el presidente del Gobierno. El avance de la federalización de España «por la vía de los hechos» es así impuesto aprovechando un desastre natural que ha dejado centenares de fallecidos. Al igual que ETA, el PSOE utiliza los muertos para romper España.
Este acto es el rompimiento de España ejecutado por quien tiene la encomienda de salvaguardar su integridad, el Gobierno. Es la negación de la comunidad nacional al desentenderse de un grupo de sus integrantes por razón del domicilio. «Que te salve tu comunidad autónoma», viene a decir Moncloa. Está por ver, sin embargo, si Pedro Sánchez le enviaría este mismo mensaje a Cataluña, al País Vasco, a cualquier región gobernada por el PSOE… o a Marruecos.
Las razones externas, por su parte, son las que esgrimen los global–socialistas para someter y privatizar las naciones y sus recursos –humanos y naturales–. Un episodio de gota fría con varios cientos de muertos es para estos grandes maestros de la colusión público–privada una oportunidad para publicitar la superchería apocalíptica del cambio climático. Cuanto mayor sea el desastre, más esperan saquear. Convierten una calamidad en un pretexto para usurpar la soberanía de los Estados–Nación y sustituir su Derecho y su potencia por entidades supranacionales. A esto ya lo ha llamado el señor Sánchez una «transformación necesaria para adaptar el territorio a la emergencia climática que está afectando singularmente a nuestro querido [sic] Mar Mediterráneo».
«Las catástrofes obligan a la UE a extender sus poderes», ha titulado un medio español. Algo no muy distinto debió de decir monsieur Bonaparte cuando entró en España en 1808: «La situación me obliga a extender mis poderes». El 78 está infiltrado hasta el tuétano de anglómanos, que son los afrancesados que nos hemos dado.
Pero hay una variable con la que los móviles internos y externos de este crimen de Estado no han contado. La misma con la que no contó el tirano corso: la Nación española. Se ha puesto en pie y la acción de unos pocos ha hecho tambalearse a todo el edificio del 78.
Por un lado, la Nación ha sustituido al Estado en el socorro a las víctimas de la riada con una rapidez y eficacia que una semana después –en el momento de escribir estas líneas– el Estado aún no ha igualado. Por otro, ha enviado un poderoso aviso al corazón del Minotauro. Lo que sucedió durante la visita del Rey y Pedro Sánchez a la zona afectada tiene una sustanciosa traducción política. Lo que allí vimos fue una potencia –la Nación– enfrentándose a otra –el Estado– como respuesta al abandono sufrido. En este enfrentamiento, una de las dos potencias huyó, el presidente del Gobierno. La ira desatada fue un ejercicio de libertad política desbordada. Los abandonados a su suerte acometieron contra el responsable último de su desamparo.
El Rey no huyó. Aguantó el chaparrón y templó los ánimos. Así ejecutó su función política de neutralizar y desactivar la contestación contra el statu quo. Su acción constituyó el aval de la Corona al abandono en el que el 78 –Gobierno central y regional– había sumido a las víctimas de la riada.
No queda inteligencia en España que no sea consciente de que el 78 está acabado y se desmorona. Un ordenamiento que ataca a la integridad nacional es insostenible porque aboca al enfrentamiento. Y de ahí propicia nuevos resentemientos que generan futuras confrontaciones. ¡Basta de estos terribles doscientos años de continuas guerras civiles!
Hay que tomar medidas antes de que el edificio se nos caiga encima, hay que demolerlo de forma controlada. La inmoralidad del 78 es inaceptable. La continuidad de los responsables, inadmisible. El actual Consejo de Ministros debe ser sustituido por un Gobierno provisional, llámesele de salvación o de concentración. Pero esto no es suficiente, hay que asumir las causas íntimas de lo que Cristóbal Cobo ha llamado con acierto una «catástrofe institucional» y dar soluciones para el futuro. Para ello es imprescindible comenzar a pensar en unas nuevas salvaguardas que nos protejan de tanto error –fortuito o con saña– del pasado.
En los primeros que hay que pensar a este respecto es en las víctimas y en su recuperación. Su protección futura pasa por la construcción sin demora de las infraestructuras hidrológicas necesarias –y su mantenimiento continuado en el tiempo sin robar de su presupuesto– para evitar la repetición del episodio –con centenares de muertos, ahora sí que Nunca más–. Será también de gran ayuda para el restablecimiento de su economía y bienestar la declaración del área afectada como zona franca libre de impuestos durante un período de tiempo. Nada de regalar dinero como ya ha anunciado Moncloa. Esto, en realidad, serían impuestos diferidos que esclavizan a la población a sus acreedores. En lugar de ello, suprímanse todos los impuestos durante dos décadas a todos los afectados –durante tres a los que sean menores de 20 años–.
A continuación, y aquí entramos en el meollo político de lo por hacer, no estará de más tomar en consideración las enseñanzas de los resultados de los procesos revolucionarios y de cambio de régimen político a lo largo de la Historia. Jouvenel demonstró cómo el Poder siempre crece y se robustece tras acontecimientos de este jaez. Así ha sucedido en todos los casos. Al menos hasta ahora. No olvidemos que allí donde el Poder aumenta su potencia, lo hace siempre a costa de la libertad de la comunidad a la que ordena. Dicho de otro modo, donde crece el Poder, mengua la libertad. Pero, ¿es inevitable este constante crecimiento o existe alguna forma de ponerle coto?
Si algo han puesto de manifiesto los pretextos de Moncloa para omitir su deber de socorro es que los españoles soportan una legislarrea a la que hay que poner fin sin piedad. El cuerpo de legislación existente es un tumor que crece a diario. Hay que extirparlo de inmediato. ¿Quién sabe cuántos valencianos han fallecido a manos de las páginas del BOE y de la gaceta regional? Los legislados soportan más de 50.000 disposiciones a las que deben dar cumplimiento. Esto es incompatible con la libertad.
Lo que sí es compatible con la libertad y además inseparable de ella es la responsabilidad. Por esta razón, todos los cargos electos han de adquirir responsabilidad civil y penal personal por las consecuencias de sus actos en el ejercicio de sus cargos. Los funcionarios, también.
Una posible fórmula de anticipación a un nuevo crecimiento del Poder para forzarlo a retroceder en beneficio de la libertad de todos podría contemplar los siguientes puntos –tómense como IDEAS para abrir un debate público–.
En síntesis, habría de ser un Reinicio Moral cuyo desarrollo tenga lugar en lealtad y armonía con los valores occidentales más íntimos, hoy echados al olvido: derecho a la vida, a defenderla, a la propiedad y una renovación del sentido de trascendencia terrenal y espiritual.
Hay que ponerle unas riendas al Poder Legislativo y tirar constantemente de ellas para frenar la tendencia a desbocarse de esta bestia legislómana. ¿Cómo hacerlo? Habrá que combinar más de una acción. La primera, reducir el período de sesiones a dos meses al año. La segunda, proscribir los decretos del Gobierno –cuya capacidad de acción, sometida a tutela judicial constante, habrá de estar limitada a lo que expresamente le permita el ordenamiento– y limitar el número de leyes que pueda ser aprobado en cada período de sesiones. Tendremos menos leyes, lo que redundará en una mayor libertad de los legislados. Y esas leyes más escasas estarán mejor hechas, a diferencia de los bodrios que hoy publica el BOE. Y aún falta una tercera medida: derogación de todas las legislaciones regionales. De todas sin excepción ni privilegios. Dicho en sencillos términos ciceronianos: una Nación, un Derecho.