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Nuevas tradiciones nacionales

Como señala Eric Hobsbawm, las cuatro décadas previas a la Primera Guerra Mundial fueron el punto álgido en la invención de la tradición

En cierta ocasión Homer Simpson quiso mantener con Bart una conversación de padre a hijo para transmitirle tres frases que le ayudarían a salir adelante en la vida y una de ellas, quizá la que más sabiduría encerraba, era «estaba así cuando llegué». Se trata de la réplica perfecta, el argumento definitivo. Nos presentamos en este mundo como en una película ya empezada hace tiempo, desconcertados mientras intentamos enterarnos de qué va la trama. Desde nuestra bisoñez nos abruma que todo parezca estar ya organizado, que tenga una razón de ser que momentáneamente ignoramos, así que nuestro impulso más humano es querer continuar la tradición, encontrar nuestro lugar en la gran cadena del ser procurando transmitir a las siguientes generaciones aquello que nos legaron: de esa forma, nos decimos, no podremos equivocarnos, ¡ya estaba así cuando llegamos! Por algo sería. La decantación del tiempo tiende a ser buen juez sobre la valía de cualquier cosa; la costumbre, como sabemos, es fuente del derecho. Nos parece esto tan convincente que cuando alguien pretende introducir una innovación lo primero que suele hacer es rebuscar en el pasado en busca de antecedentes para darle seriedad, y si no los hay… se inventan, procediéndose a reescribir la historia.

La política contemporánea consiste a menudo en esto, tal como supo ver Eric Hobsbawn en su ensayo La invención de la tradición, a estas alturas todo un clásico (¡de nuevo la sanción del pasado!). Señala como punto álgido las cuatro décadas previas a la Primera Guerra Mundial, momento en el que las maneras tradicionales daban paso en buena parte de Europa a una sociedad industrial con nuevas normas y exigencias, al tiempo que estaban consolidándose los Estados nación modernos, ansiosos por buscar formas de legitimar su poder (que ya no era otorgado por Dios al rey). Las tres vías que encontraron fueron la educación, las ceremonias públicas y los monumentos.

La primera, centrada en la universalización de la educación primaria, buscaba nacionalizar a las masas o, como decían en el país vecino, «convertir a los campesinos en franceses».  La segunda creaba acontecimientos colectivos de celebración del nuevo orden político, es significativo que la Toma de la Bastilla de 1789 no pasara a celebrarse hasta llegados nada menos que 1880; uno puede estar viviendo acontecimientos históricos sin ser consciente de ello, será en el futuro cuando se decida. Respecto al tercer punto, las naciones en formación requerían héroes, padres fundadores y genios creadores que hubieran contribuido a su caudal cultural que debían ser honrados públicamente. Pero a veces se buscaba una representación meramente simbólica de la patria por medio de una figura imaginaria, encarnada en el caso alemán por Deutscher Michel, en el estadounidense por el Tío Sam y en el francés por Marianne, cuya figura durante el siglo XIX comenzó a prodigarse por las calles y plazas de todo el territorio nacional, si bien según fuera el municipio radical o conservador se mostraba con un pecho al aire o vestida acorde a las normas de decencia…

Escocia y Gales

No obstante, más allá del mencionado periodo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, Hobsbawn también centra su atención en otros momentos, siendo de particular interés el de la formación de los mitos que vertebran el nacionalismo escocés y el galés. En el primer caso, comenzaron a gestarse ya en el siglo XVIII, poco después de la unión con Inglaterra y han tenido en las últimas décadas un peculiar impulso gracias a Hollywood (las identidades nacionales se construyen dentro y fuera de cada país, como vimos aquí), de tal manera que faltó muy poco para que en el referéndum de 2014 ganara el sí a la separación, que en cualquier caso no resolvió la cuestión porque los nacionalistas escoceses ahora quieren plantear otro. Pero centrándonos en la cuestión última: la identidad diferenciada que justificaría, según dicen, ese Estado propio, es en buena medida una elaboración puramente fantasiosa que, como tantas otras veces, a base de repetirse ha pasado a ser real.

Para empezar, leemos en La invención de la tradición, «todo el concepto de una cultura y una tradición highland [las ‘Tierras Altas’, como es conocida Escocia por sus montañas] diferenciada es una invención retrospectiva. Antes de los años finales del siglo XVII los highlanders no formaban un pueblo diferente. Eran simplemente un apéndice de Irlanda». El instrumento que caracterizaba a su música no era la gaita, quién lo iba a decir, sino el arpa irlandesa, como lo eran también sus baladas. Pero llegados al siglo XVIII —recordemos que el Acta de Unión que creó el Reino de Gran Bretaña fue en 1707— surge cierta necesidad de distanciarse de Irlanda en ese nuevo contexto político, que tomó forma en los escritos de autores como James Macpherson y John Macpherson (sin parentesco) decididos a reinventar la historia de acuerdo al conocido aforismo orwelliano sobre que aquel que controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro.

Fue también en ese siglo cuando entró en escena la seña de identidad escocesa que a cualquiera de nosotros se nos viene a la mente de inmediato respecto a aquella región: su característica falda masculina. Si bien el tejido con formas geométricas de colores que caracterizaría a cada clan, conocido como tartán, ya era común allá por el siglo XVI (originario de Flandes, eso sí), su vestimenta típica no dejó de ser la misma de Irlanda, ¡Hollywood nos engañó! (otra vez). Tuvo que llegar en 1727 un comerciante inglés llamado Thomas Rawlinson, que arrendó una región boscosa para cortar madera que se emplearía en las herrerías del norte de Inglaterra. Al ver que el manto que llevaban sus trabajadores no era cómodo para la tarea de talar, ideó una falda separa del manto, el kilt, que él mismo empezó a vestir y que «se consideró tan cómoda y conveniente que en poco tiempo su uso se hizo frecuente en todo el territorio de las Highlands y también en gran parte de las Lowlands septentrionales». El naciente Imperio británico dio su espaldarazo a la prenda al formar en 1745 regimientos escoceses cuya vestimenta oficinal sería esta.

Durante el siglo siguiente, ya en pleno Romanticismo, fue puliéndose el arquetipo de fieros guerreros medievales de las Tierras Altas vestidos con faldas (lo que tan bien retrataría luego Braveheart y Los inmortales) y en dicha tarea tuvo un papel fundamental las obras de los hermanos Allen, dos pintorescos personajes que se atribuían un origen aristocrático en base a un ilusorio árbol genealógico, que publicaron Vestiarum Scoticum y The Costume of the Clans. Basándose en arcanos manuscritos medievales de tan limitado alcance que de hecho no existían, establecieron un vínculo entre el kilt, los tartanes distintivos de cada clan y el catolicismo como elemento diferenciador frente a la posterior iglesia anglicana. Finalmente, debido a su excéntrico estilo de vida y sus pretensiones aristocráticas, tales hermanos terminaron siendo desenmascarados y cayeron en desgracia, aunque su contribución a la elaboración de la identidad escocesa perduraría…

Hemos de regresar por último al ya citado nacionalismo galés, no menos dado a dejarse cautivar por sus propias ensoñaciones. En este caso han contado con la ventaja de tener un idioma regional que, para finales del siglo XVIII, cuando ya estaba en claro retroceso, empezó a despertar el interés de escritores y lingüistas decididos a encontrar en él no solo una esencia galesa sino el origen nada menos que de todas las lenguas. Ese proceso de revitalización intelectual del idioma trajo consigo su reformulación gramatical y hasta la invención de palabras, como goelgrevyddusedd, que podrán citarla alguna vez si desean aludir a «un cierto grado de superstición» y seguro que impresiona a su interlocutor. También se comenzaron a traducir canciones inglesas al galés haciéndolas pasar por autóctonas y ancestrales.

Otro elemento que pasaría a convertirse en fundamental de la identidad galesa fue el druidismo. No en vano abundan por allí los restos arqueológicos de monumentos megalíticos, y del más célebre de todos, Stonehenge, aunque esté en Inglaterra se dice que en realidad es originario de lo que ahora es Gales . Un pionero en la tarea fue Iolo Morganwg 1747-1826) «obsesionado por los mitos y la historia y, además del interés del siglo XVIII por los druidas, creó la idea de que los bardos galeses habrían sido los herederos de los antiguos druidas y que habían heredado sus ritos y rituales, su religión y su mitología». Tampoco podemos olvidarnos de mencionar, ya para concluir, el origen de lo que es considerada, al menos por algunos, la vestimenta nacional galesa. Inicialmente no dejaba de ser distinta de la inglesa, pero en 1834 Augusta Waddington, modista y esposa de un acaudalado empresario, decidió que eso debía cambiar elaborando un traje con capa roja, falda, chaqueta y sombrero de castor. Terminó de darle proyección otra acaudalada señora, Lady Llanover, quien en 1862 se retrató con el vestido, una rama de muérdago en la mano para señalar su conexión con los druidas y un puerro en el sombrero a modo de joya. Adorno que pronto se convirtió en objeto de caricatura en los periódicos, contribuyendo así a fijarlo en el imaginario colectivo.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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