En los 90, como recordarán los buenos fans del baloncesto, los Boston Celtics colapsaron después de años y años de éxitos. Un día, el exasperado entrenador del equipo, Rick Pitino, respondió a una pregunta de un periodista señalando a la entrada del vestuario, y empezó a citar nombres de leyendas recientemente retiradas:
“Larry Bird no va a salir por esa puerta, Kevin McHale no va a salir por esa puerta, Robert Parish no va a salir por esa puerta, Danny Ainge no va…”
Creo que ven por donde voy. Han pasado 36 años desde que Ronald Reagan dejó la presidencia estadounidense, justo el mismo tiempo que duró todo el periodo franquista. Mucha gente no quiere darse cuenta, y es curioso que esa gente suela estar entre los mayores promotores del globalismo, el progrecapitalismo y la Agenda 2030.
Fíjense en el Economist, la famosa revista que leen el avión los asistentes a Davos. El otro día escribió (¡al fin!) elogiosamente sobre Ronald Reagan y Margaret Thatcher, comparando su ejemplo con lo que ve como deplorables figuras de la derecha actual:
En la década de 1980, Ronald Reagan y Margaret Thatcher construyeron un nuevo conservadurismo en torno a los mercados y la libertad. Hoy, Donald Trump, Viktor Orban y un variopinto grupo de políticos occidentales han demolido esa ortodoxia, construyendo en su lugar un conservadurismo estatista y “anti-progre” que antepone la soberanía nacional al individuo. Estos conservadores nacionales son cada vez más parte de un movimiento global con sus propias redes de pensadores y líderes unidos por una ideología común. Sienten que ahora son dueños del conservadurismo, y puede que tengan razón.
A pesar de su nombre, el conservadurismo nacional no podría ser más diferente de las ideas de Reagan y Thatcher. En lugar de ser escépticos ante el gran gobierno, los conservadores nacionales piensan que la gente común y corriente está acosada por fuerzas globales impersonales y que el Estado es su salvador. A diferencia de Reagan y Thatcher, odian compartir la soberanía en organizaciones multilaterales, sospechan que los mercados libres están manipulados por las elites y son hostiles a la migración. Desprecian el pluralismo, especialmente el multicultural. Los conservadores nacionales están obsesionados con desmantelar instituciones que creen que están contaminadas por el despertar y el globalismo. En lugar de una positiva creencia en el progreso, los conservadores nacionales se dejan llevar por la idea de que estamos en declive.
¿La “idea de que estamos en declive”? Occidente, y en particular Europa, afrontan una caída general en todos sus indicadores de “progreso”: las economías del G7 de países desarrollados, combinados, son menores en tamaño que el grupito de BRICS, constituido por Brasil, Rusia, China, India y la caótica Sudáfrica; la fertilidad en Europa ha caído por un barranco, con solo un país (la exsoviética República de Georgia) por encima del reemplazo generacional; la esperanza de vida está cayendo en muchos países debido al incremento de consumo de drogas y alcohol y suicidios, lo que los expertos llaman “muertes de desesperación”.
Todas las democracias occidentales, combinadas, han demostrado ser incapaces de derrotar a una banda de analfabetos afganos, y están cerca de demostrar su incapacidad de evitar que Rusia derrote a Ucrania.
Nuestros gobiernos están obsesionados con asesinar a la ciudadanía con eutanasia y capar a nuestros hijos en hospitales pagados con nuestros propios impuestos. Nuestros ministros se dedican a insultarnos a nosotros y a nuestros antepasados y a mearse en nuestra historia, cuando no están robando a manos llenas.
Los jóvenes no pueden comprar vivienda, ni siquiera alquilarla. El número de los que no tienen y quizás no tengan nunca novios, o siquiera amigos íntimos, no deja de subir mientras el colapso del matrimonio garantiza la disponibilidad de carne fresca para los que siempre han mojado. El desempleo es aún enorme, aunque países como España se han llenado de funcionarios al coste de incrementar la deuda pública a niveles bien por encima del 100% del PIB.
Hace unos días, en las elecciones legislativas de Portugal, el partido de la nueva derecha Chega logró superar el 18% de votos menos de cinco años después de su creación. Si piensan que España es un desastre, deberían echar un vistazo a Portugal, país machacado por el tráfico y consumo de drogas, donde las hospitalizaciones por esquizofrenia relacionada con la marihuana se multiplicaron por 30 entre 2000 y 2015.
La tasa de fertilidad de Portugal apenas supera a la de España por un pelo, y el país se ha especializado en echar a sus graduados más brillantes y prometedores, para que acaben trabajando en Brasil, Francia o Inglaterra, sustituyéndolos por inmigración masiva desde muchos de los rincones más distópicos del planeta.
Portugal, después de 50 años de duopolio Socialista-Socialdemócrata, es el país más pobre de Europa Occidental y el que tiene más emigrantes como porcentaje de su población en toda la UE (25%, comparado con menos de un 5% para España).
Reagan y Thatcher, qué les voy a contar, no van a resucitar. Pero, si resucitaran, no se pondrían a darnos discursos animosos y recomendar que nos suscribamos a The Economist. En cuanto vieran el panorama que afrontan España, Portugal y tantos países dirían que Occidente afronta una crisis existencial en estado terminal, y que ante estos gravísimos problemas no se pueden seguir poniendo parches.