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Realismo político

«Frente a la ideología, frente a las religiones políticas, en suma, frente a la pérdida del sentido común, se necesita una dosis tonificante de 'realismo político'»

Tres mil años de experiencia política no le parecían a David Hume un periodo suficiente para poder establecer un número mínimo de verdades inconcusas sobre lo político. El mundo, sospechaba, es «demasiado joven» para ello. Casi tres siglos después de la publicación de su breve ensayo «Of civil liberty», me parece que puede decirse lo mismo. Desde el punto de vista de la historia natural de la especie humana, los ocho mil o diez mil años transcurridos desde la revolución neolítica, simplificando, tal vez no sean gran cosa y no permitan el tipo de certezas que la ciencia política cree poseer y administrar, haciendo creer a los demás, particularmente a los políticos, que su «ciencia» numérica, la sociología política, es útil. Si se tienen en cuenta los vestigios de la «humanidad paralela» neandertal, el azoramiento de los teóricos políticos patentados podría ser aún mayor. ¿Es tan seguro nuestro conocimiento de la realidad política?

Solo quien tiene conciencia de la magnitud y la duración de las distintas civilizaciones históricas (y prehistóricas) está facultado para relativizar –y apreciar en su verdadera y limitada significación– los progresos inauditos que han acelerado el tiempo histórico desde la aparición del homo sapiens hasta el amartizaje de la sonda Perseverance, emitido en directo para millones de seres humanos el 18 de febrero de 2021. Mientras el Ingenuity, un prodigioso helicóptero en miniatura, sobrevuela ahora mismo un pequeño sector del cráter marciano Jezero, a más de 50 millones de kilómetros de nuestro planeta, el mar sigue combatiendo contra la tierra, la cual, cercada por la ballena, se revuelve como un oso en el confín sudoccidental del Heartland, el pivote central de Halford Mackinder. A solo cuatro mil kilómetros desde donde escribo hoy. La guerra de Rusia en Ucrania lo pone todo en su lugar y da la medida de lo político, que siempre tiene una modesta escala humana.

El imperio romano dura cinco siglos (y seis la cultura argárica, de la que apenas quedan unos pocos testigos de piedra emborronados por la intemperie). Cuatrocientos años el imperio español, pero menos de ochenta el imperio soviético. Ninguno de ellos, ni siquiera el Sacro Imperio Romano Germánico, que perduró nominalmente un milenio, ha alterado la naturaleza del hombre o apacentado sus pasiones. Tampoco han sido más eficaces las «formas políticas» de otras latitudes –Américas prehispánicas, África ecuatorial, India, China, Japón–, ajenas durante siglos a Europa y al norte de África, dos riberas geográficamente enfrentadas que forman parte de la misma constelación política por la acción civilizadora romana.

Ciertamente, desde la polis al Estado moderno ha cambiado intensamente la fisonomía de las «formas políticas», de las que conocemos apenas unas cuántas, sin duda las más espectaculares y seductoras, aquellas cuya virtud impacta en nuestra sensibilidad occidental, formando su pasado parte actual de nuestro imaginario político: polis griega, urbs romana, civitas christiana y Estado moderno, expresiones de la politicidad humana de las que se ocupa Francisco Javier Conde en un librito genial por el que no pasa el tiempo –Teoría y sistema de las formas políticas (1944)–. Conde, pensador político español de primer nivel sobre el que pesa una damnatio memoriae que poco a poco se levantará, hasta dejar en evidencia a quienes han explotado esa condena y ese silencio –mayormente en una universidad pública en estado catatónico y domesticada por la zurdería–, sabía que lo político no cambia, porque la naturaleza humana no cambia, no puede cambiar.

Somos una naturaleza constante (lo político) que tiene, además, una historia (la política), cuyo horizonte nunca es fijo. Contra lo que pueda parecer a primera vista, la historia de los acontecimientos políticos resulta extraordinariamente reiterativa. Para verlo solo hay que mirarla con una cierta perspectiva. ¿Acaso no hablan Tucídides y Polibio, Maquiavelo y Saavedra Fajardo, Jacob Burckhardt y Ernst Nolte de guerras y sediciones, de conjuras y golpes o de cambios en el ciclo político entre los que, finalmente, no hay una diferencia de naturaleza, sino grado? Por lo demás, solo un espíritu naíf o un falsario ignorarían que a un régimen le sucede siempre otro régimen y a este, a su vez, otro ulterior. Mejor o peor, eso depende de su vocación y de sus logros. Por sus frutos los conoceréis, pues no hay una forma de gobierno óptima. Así será, sin descanso, hasta el final de los tiempos, cuando el Sembrador vuelva a sus predios y arranque la cizaña.

La historia, ¿cuántas veces habrá que repetirlo?, es un cementerio de gobernaciones y de aristocracias. Siempre hay una «clase política», una dirigencia necesaria y efectiva, constante metapolítica que ha revelado Gaetano Mosca para escarnio de los arribistas que son cortejados por los poderes indirectos… hasta que ingresan en la casta de la que abominan y ceden la vez a otros reformadores de la condición humana, figurantes en una «comedia del arte subversivo, cuyo autor encuentra siempre los personajes que necesita. Héroes, organizadores, arquitectos, botafumeiros, mártires, traspuntes, cómplices, tontos útiles» –tomo este delicioso pasaje de un libro proyectado y nunca escrito de Francisco Félix Montiel, sucesivamente comunista, excomunista y anticomunista: Marxismo y carnaval).

Mosca, despertador de la genuina conciencia política en el siglo XX, también ha señalado, por cierto, que todo régimen tiene su propia «fórmula política», su coartada, no superior ni inferior a ninguna otra anterior, de modo que el Estado social y democrático de derecho, la democracia avanzada de los grandes expresos europeos, que habría dicho Agustín de Foxá, no es políticamente superior a la democracia censitaria burguesa, a la monarquía social o a la monarquía de derecho divino, ni siquiera a una dictadura constituyente de desarrollo. Aquellas o esta, ¿cuidan de la nación, acrecen su bienestar y conjuran sus peligros o, al contrario, desprecian al pueblo, le empobrecen y le entregan a sus enemigos? Ahí está, desde el punto de vista de lo que es común, el quid de la política, no en la realización del socialismo o el liberalismo, la democracia asexuada o las «listas cremallera». Al tiempo que, para cada cual, la política no es otra cosa que la posibilidad de la libertad, entendida esta, fundamentalmente, como «libertad de movimientos». Sin libertad de movimientos hay tiranía, por más que esta se envuelva en prolijas declaraciones de derechos. En la primavera de 2020 se ha comprobado hasta qué punto esto es así.

Estas pocas evidencias políticas –hay algunas más–, de una simplicidad extraordinaria, resultan insufribles para el cotarro político y académico, atrapado por la ideología y una plétora de intereses que, generalmente, son bajos (dinero, prebendas), inconfesables (narcisismo, sexo y parafilias) o las dos cosas a la vez (complejo de inferioridad; estupidez, sobre todo cuando esta hace las veces de la inteligencia; y también la fealdad, clave irónica de la historia a juicio de Aquilino Duque, quien veía en el combate de «feos contra guapos» la ultima ratio de la Guerra Civil).

Comoquiera que la verdad es insoportable –por modesto que sea su alcance–, la ideología pseudocientífica que hace las veces del «pensamiento político contemporáneo» practica el escapismo. Probarlo es sencillo. Ahí está la presunta «teoría política de género» y hasta una «teoría política del cambio climático». Evasivas de la realidad. Ni el generismo –brote extravagante de la biopolítica, tan nocivo para el sentido común como académicamente rentable para sus adictos–, ni la ideología ligada a la vaga noción de «antropoceno» –otra nadería anglosajona de importación que, bien mirado, es un neologismo superfluo–, ni otras modas por el estilo, ofrecen una visión veraz y realista de lo político. Más bien sugieren en qué clase de «cuerpo astral» se ha convertido la ciencia política.

«Nada hay más actual que la lucha contra lo político» (Carl Schmitt), de modo que el «momento populista» (Alain de Benoist), que se repite periódicamente con otros nombres, no es sino la expresión de una energía que se opone a la degradación de ese campo de fuerzas en el que está en juego permanentemente la supervivencia de toda comunidad política. Frente a la ideología, frente a las religiones políticas, en suma, frente a la pérdida del sentido común, se necesita una dosis tonificante de «realismo político». Se trata de contemplar la realidad sin prejuicios religiosos, morales o ideológicos y volver a un pensamiento político, como escribe Hannah Arendt, si ello fuera posible, «no perturbado tampoco por la filosofía».

Este modo de contemplar lo político discrimina lo importante (el atoramiento del sistema político, su «gripaje» presente, blindado por la «reforma» contra el verdadero «cambio» que, sin embargo, siempre será una «revolución del Gatopardo», pues no hay progreso en lo político…) de lo accidental (calendario electoral), secundario (reforma constitucional) o instrumental (falanges de «víctimas» vociferantes que ocultan al hombre doliente… «víctimas» de todo tipo, decrecientes en intensidad, pero crecientes en número, hasta el punto de que convendría, como se hacía en la antigua Roma con los dioses ignotos de otros pueblos, reservar una cámara del Panteón de Cordicópolis a la «víctima desconocida»).

La confusión de nuestra época es brutal, pero esto no es una novedad. Un político viejo y experimentado había aconsejado a Maquiavelo mudar siempre, adaptar la inteligencia a la realidad, pues «estos tiempos son demasiado confusos y demasiado poderosos para nuestros cerebros». Nada se puede esperar del pensamiento político flojo, pues no va a la raíz de las cosas, sino que huye de la realidad, mayormente de la geografía y de la demografía, elementos prepolíticos configuradores de lo político (geopolítica y demografía política). Es más rentable, en todos los sentidos, ocuparse de los racismos imaginarios, de la descolonización o del wokismo, el terrible y vengativo retour de flamme que se vuelve contra la Europa poscolonial y que había anticipado el polemólogo francés Gaston Bouthoul hacia los años cincuenta del siglo pasado.

En efecto, escribir sobre el determinismo geográfico o sobre la presión demográfica nos proscribe y nos cancela. Es la tragedia de la inteligencia política: nunca es bienvenida. Gabriel Naudé, consciente del peligro que corre por escribir un tratado sobre la naturaleza de los golpes de Estado y cómo emplearlos benéficamente –Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado (1639), «un libro que no va a gustar a todo el mundo»–, se cura en salud antes de desarrollar su doctrina: «Los teólogos no son menos cristianos por conocer las herejías, ni los médicos menos prudentes por conocer la fuerza y la composición de los venenos». Del mismo modo, un realista político no es menos fiel a la república por desvelar las constantes de lo político. Esa labor suya, tan ingrata, pues le expone al descrédito ante todas las generaciones, convierte al escritor «maquiaveliano», acaso sin pretenderlo, en un «defensor de la libertad». Lo explica James Burnham en un libro algo esquemático, pero valioso, que ya casi nadie quiere leer: The Machiavellians, defenders of freedom (1943).

Tiene muchos nombres el realismo político: desde las «máximas de generales» romanas al «liberalismo triste», pasando por la «razón de Estado» y los «arcanos de la república». Tal vez por ello resulta difícil describirlo. El realismo político no es una rama de la ciencia política. Sin embargo, existe una cierta tendencia a considerarlo como una ciencia aplicada, según la inercia empirista de Hans Morgenthau y su búsqueda de los principios y leyes objetivas de la política internacional –Politics among nations (1948)–. Inercia de la que no pueden escapar los Georges Kennan, Kenneth Waltz y Robert Kaplan, para quienes el realismo político es mayormente una «ciencia de las relaciones internacionales».

El realista político se ocupa de las regularidades de lo político. Su saber, alejado de la terminología politicológica, es de una simplicidad digna de admiración. El realismo político salva el honor de lo político en cada siglo, no importa quién lo cultive. La relación de estos ingenios, una lista que solo puede ser incompleta y arbitraria, pues está aquí condicionada por mi propia inclinación, debe quedar para mejor ocasión. En cualquier caso, los realistas políticos, auténticos cooperadores de la verdad, forman parte de un linaje que florece secretamente hasta hoy. Neomaquiavelianos italianos, realistas políticos franceses y alemanes, juristas de Estado españoles y portugueses.

El realista político es un pensador escarmentado cuyo saber nace de la decepción, un no-conformista que pone su vida en peligro, aunque no quiera, pues no sabe hacer otra cosa que «arder para iluminar un mundo que se ha quedado a oscuras» (Günter Maschke). El realista político vive, pues, sometido a la «ley del dolor»: el trato con la verdad tiene sus riesgos y él lo sabe.

Han Feizi, un Maquiavelo chino del siglo III a. d. C., no se engañaba sobre la peligrosidad que irradia la política. Hiela la sangre este fragmento de su Tao del príncipe: «El marqués de Yi fue asado, al de Kouei lo sacrificaron, el conde Mei fue troceado, Fu Yue fue vendido como esclavo, Sunzi perdió sus pies, a Chang Hong le cortaron en cuatro trozos y a Yinzi le arrojaron a una fosa sembrada de estacas». Han Feizi, avisado contra el destino reservado a los espíritus arrastrados por la política, no escapa del cautiverio y le obligan a suicidarse. Así se cobra su salario la inteligencia política, de Platón a Giovanni Gentile. Quien describe la conducta de los hombres se hace odiar.

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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