Réquiem por un soñador

La obra de David Lynch es la última estética relevante de Occidente

Resulta harto difícil escribir sobre David Lynch, casi tanto como encontrar una explicación cerrada a sus películas. No existen interpretaciones excluyentes y unívocas en su cine: todo resulta cómico y al tiempo terrible en él, permanece sometido a la ambigüedad, abierto a la interpretación válida de cualquier otro espectador. ¿Acaso no ocurre lo mismo con la realidad? Lo real es una experiencia común, que cada uno percibe de una manera, sin invalidar por ello la percepción subjetiva de otros. Para Slavoj Žižek, «La realidad no se apoya solo en una fantasía, sino en una realidad inconsciente de fantasías».

David Lynch fue, antes que un cineasta o un pintor, un mago que nos enseñó a retirar el velo que esconde la verdadera realidad: una densa cortina que revela la trama de los vínculos que compone lo real. Como se dice en una secuencia célebre de la tercera temporada de Twin Peaks: El regreso (2017), «Somos como el soñador que sueña y luego vive dentro del sueño… Pero, ¿quién es el soñador?». Los vínculos animan y amalgaman todo lo vivo, conspiran por la unidad del sueño, y el mago es el encargado de revelar sus tramas ocultas, de señalar al verdadero soñador.

En el cine de Lynch se deduce que, de todos los vínculos que componen la Naturaleza del Cosmos, ninguno es más fuerte que el deseo. Por eso, en su cine, dos arquetipos femeninos, la Femme Fatale y la Donna Angelicata, Laura y Rita, que diríamos, aparecen a los ojos del hombre como sublimación masculina del deseo, como un Otro idealizado por medio de la fantasía. Y, desvelando esa trama del deseo sobre la que se cimentó Occidente en general y Hollywood en particular, el mago deconstruye todo el proceso de los vínculos hasta mostrar al espectador un espejo en el que te hace contemplarte a ti mismo como un soñador o deseante que en realidad no es dueño ni de su sueño ni de su deseo.

El sufrimiento y muerte de estos personajes femeninos, la creación de un Misterio insondable que debe ser resuelto, genera la apertura de una brecha ontológica, como si de una ventana o mirilla se tratara, donde por fin comenzamos a atisbar aquello que subyace a la trama del deseo: el sentido del ser que, en la época histórica radiografiada por Lynch, el capitalismo tardío encubre manipulando nuestro deseo, con la especial connivencia de la así llamada «Industria de los Sueños». Todo esto coincide, dentro de la filmografía de Lynch, con el traslado de un escenario idílico americano al espacio fantasmagórico del cronotopo de la ciudad de Los Ángeles, antaño centro mundial de la producción de nuevos sueños esculpidos en celuloide, pero ahora convertido por culpa de la inversión y el horror en un vórtice metafísico.

Si Terciopelo Azul (1986) es el reverso oscuro de la vida idílica y retirada, Carretera Perdida (1997) introduce el cambio en la filmografía de Lynch: ahora el mundo de los sueños parece estar regido por una lógica abiertamente pesadillesca, malvada, protagonizada por seres de una realidad intermedia. En una década del tiempo histórico, el escenario del sueño ha cambiado por razones nada evidentes y lo único que persiste es una pesadilla provocada por el desbocamiento del deseo, algo que ya estaba presente en la obra pictórica de grandes maestros surrealistas como Salvador Dalí o René Magritte.

Que somos el soñador que sueña y a la vez vive dentro del sueño es algo que Lynch, interesado por la religión oriental, pudo extraer tanto del Vedānta como de la obra de su admirado William Butler Yeats. Para Lynch, el sentido del sueño es que el sueño no tiene sentido, pero persiste en su existencia, esto es, en que somos soñadores, aunque no por ello dejamos de soñar. Esta es la paradoja: el sueño subjetivo en realidad es el sueño de otro, porque el sueño de otro en realidad es nuestro sueño subjetivo más allá de nosotros mismos. Esto se ve claramente por medio de la conciliación de opuestos: Cooper y Bob en Twin Peaks o Fred y el Hombre Misterioso en Carretera Perdida. Incorporando la Sombra, estos personajes realizan un viaje de la conciencia a través de la destrucción del deseo, la destrucción del sueño y su sentido y, finalmente, la destrucción de los opuestos, que lleva a la final disolución de las barreras entre el yo y el otro, entre la identidad y el mundo, entre el soñador y el sueño.

Una vez más, escribe Slavoj Žižek, desde una lectura más materialista del mismo proceso: «¿Y no estamos ante una situación parecida a la del psicoanálisis, que empieza por un paciente acosado por un mensaje oscuro, indescifrable pero insistente (el síntoma), el cual, por decirlo de algún modo, le bombardea desde fuera, mientras que al concluir el tratamiento el paciente está en condiciones de asumir ese mensaje como propio, de pronunciarlo en primera persona del singular?». Asumir el sueño del otro para descubrir que, en el fondo, toda la red de la realidad es un único sueño: ese es el sentido oculto al cine de Lynch, un significado que es puramente mágico y misterioso.

Todo esto se manifiesta de forma evidente en la lógica ilógica del cine de Lynch, donde, como espectador, captas un hilo que es narrativo pero no racional, puesto que se mueve a través de la intuición, penetrando en la densa consistencia de una realidad soñada. Porque el cine de Lynch tiene la extraña virtud de devolverle a cada espectador un reflejo: la imagen de su propio deseo. Es, repetimos, como un sueño: la película te contiene a ti como necesario soñador, en el momento en el que percibes que el tiempo no es lineal, sino circular: el eterno retorno de la muerte de Laura Palmer.

Por eso se suele decir que visionar una película de Lynch supone experimentar un viaje místico, si bien necesariamente pop, de la conciencia, tan similar al de los derviches que dan vueltas para salir de sí mismos: es el poder del vaciamiento en la imagen, que, a diferencia de la imagen “de usar y tirar” hegemónica, te devuelven al centro de tu propio interior extraviado. Al centro del ser. Una película de Lynch supone un reto para la conciencia del espectador, por medio de un cine plagado de múltiples puntos de vista que coexisten y aparentemente se excluye. Algo que se hace especialmente perceptible en los múltiples y aparentes fallos, nada casuales, donde aparecen espejos, dobles, equívocos, rastros de un humor absurdo… Que evidencian que todo tiene una resonancia en todo: así en el cine como en la realidad que representa.

El cine de Lynch está lleno de elementos sensuales, de comida y de estímulos, dado que bebe directamente de lo popular, incorporando y reformulando orgánicamente elementos propios del cuento de hadas y del folclore, que de tan particulares se vuelven universales. Todo está lleno de cortinas que nos dejan ver lo prohibido, profetas e iluminados que nos revelan acontecimientos terribles, dimensiones intermedias que muestran una realidad oculta a la vista habitual… Es un mundo regido por la magia, por el misterio, donde el desencadenante en forma de asesinato o desaparición en realidad no es más que una ilusión que nos permite cuestionar e indagar en el extraño tejido de lo real.

Lo lyncheano es infinitamente reconocible, una categoría estética tan grande como lo lovecraftiano o lo kafkiano, que ha cambiado la cultura occidental de forma determinante: David Lynch era una personalidad que logró rebasar con mucho el ámbito de influencia habitual de los cineastas, algo que quizás sólo se pueda decir de un puñado de tipos geniales, realizadores de la talla de Fritz Lang o Alfred Hitchcock. Si lo kafkiano refleja mejor que nada el impacto profético del modernismo a la hora de narrar el mundo del totalitarismo europeo desde dentro, otro tanto se podría decir del posmodernismo derivado de lo lyncheano, la mejor anticipación del horror cotidiano que comprobamos a cada día en el capitalismo tardío.

Lynch inventó, o por lo menos reinventó, el surrealismo norteamericano. Es una fusión de Man Ray, elíptico fotógrafo vanguardista, y de Edward Hopper, el maestro del realismo extraño. Asomarse al cine de Lynch es asomarse a la reinvención del realismo norteamericano, a la propia reinvención de la realidad norteamericana. Creó una iconografía gangster y rockabilly para el mundo crepuscular de un siglo agotado de sus propios referentes. Refundiendo el noir y el gótico con elementos puramente tradicionales de su cultura, David Lynch se elevó a la categoría del último gran artista alumbrado por el siglo XX; y, después de su obra, Occidente apenas ha sido capaz de decir nada verdaderamente relevante en términos estéticos: ese es el alcance constatable de su influencia y magnitud para esta época.

En la etapa final del cine lyncheano, que también es la última estética consistente que ha dado el cine hasta hoy, fondo y forma se confunden y se refunden en un único término: hermetismo. Toda superficie exotérica desaparece en nombre de una complejidad articulada como una red insondable. El cronotopo es un personaje más: quizás sólo el Stanley Kubrick de su última película, Eyes Wide Shut (1999), a la vez tan deudora del cine que estaba realizando Lynch en esos mismos años, supo entender la importancia del espacio onírico como escenario y tema de las películas. La narrativa rizomática, en el sentido deleuziano del término, que está presente en las dos últimas películas de Lynch, Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006), sólo admite una comparación en su misma época: la obra literaria de Thomas Pynchon.

El cine de Pynchon y la literatura de Lynch son las dos grandes contribuciones de nuestra época terminal a la Historia del Arte. En obras como Against the day (2006) o la citada Inland Empire (2006), que aparecieron en el mismo año no por casualidad, y después de las cuales no se ha podido decir nada nuevo en términos puramente estéticos, el mago y soñador de la obra no deja de sacar conejos de la chistera para abrir nuevos espacios oníricos a ojos del lector o espectador. A pesar del caos rizomático de la trama, sin embargo, existe un orden entre tanta confusión: el uso de frases como mantras, de un leitmotiv para brindar una cierta recursividad, se vuelve la técnica fundamental con la que el hipnotizador controla el sueño: «los búhos no son lo que parecen». La obra de arte, para estos dos creadores tan parangonables, es un viaje que, como la propia vida, no tiene sentido, porque para ellos la propia idea de sentido es ya una ilusión más generada por el sueño.

Con la muerte de David Lynch uno sólo puede constatar que le queda una larga vida a lo lyncheano. Creo que todavía no hemos entendido la verdadera hondura de la imagen final de Lynch, del impacto real que ha tenido la vida y la obra de este maestro del séptimo arte, en las primeras décadas del siglo XXI. Para Lynch, ese soñador y maestro de sueños, matar el ego supone abrir la puerta de un inconsciente “pleno”, por decirlo de alguna forma, puesto que la puerta del inconsciente abre a su vez infinitas puertas que no dejan de generar nuevas vías fecundas para la ensoñación, al modo de un «jardín de los senderos que se bifurcan» en forma de nuevos soñadores de un único sueño atemporal. Podemos constatar que el soñador no ha muerto, puesto que el sueño todavía no se ha detenido.

Nacido el 3 de noviembre de 1998, el madrileño Guillermo Mas Arellano proviene del mundo del ensayo cinematográfico y la teoría literaria. En los últimos años ha desarrollado una labor de crítica cultural que ha cristalizado en su primer libro, "La Traición de los europeos: Ensayos de Tradición, Modernidad y Lucha por el imaginario". Además dirige el prestigioso programa de YouTube "Pura Virtud: Cine y Literatura

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