El estudio de las bases biológicas del comportamiento humano nos deja sin el decoroso parapeto de las justificaciones superiores y sin certezas altruistas —como el realismo político, por cierto—, pues se reduce toda la acción histórica del homo sapiens al egoísmo y al cálculo utilitario, bien del individuo (sociobiología), bien de la especie (etología), según. De este modo, mirados por un sociobiólogo o un etólogo, la moral y las buenas costumbres, la filiación y el matrimonio, el adulterio y la homosexualidad, el desclasamiento social y el sistema educativo y hasta la política y la economía pierden consistencia y gravedad. Este tipo de argumentación «científica» nos importuna –el gen como unidad de selección natural, la ritualización filogenética de la agresividad, la cultura como «pseudoespeciación» fragmentadora de la especie humana y muchas otras opiniones, aún más efectistas–, pero someter a su radiación teórica ciertos clisés o tabúes del pensamiento flojo tiene virtudes desmitificadoras.
No se trata aquí de reactivar el intenso debate que desde mediados de los años setenta y aun antes tiene lugar en torno a los planteamientos —cito sesgadamente— de Konrad Lorenz (La agresividad, el pretendido mal 1963), Eduard O. Wilson (Sociobiología 1975), Richard Dawkins (El gen egoísta 1976), Yves Christen (La hora de la sociobiología 1979) y otros autores. Tampoco pretendo refrescar la polémica, de una rara ferocidad todavía no aplacada, entre natura y cultura, a la que, por las mismas fechas, le sirve de tornavoz europeo la Nouvelle droite francesa, la escuela de pensamiento de Alain de Benoist.
De lo que se trata, más bien, es de aplicar un tanto de materialismo biológico, en este caso demográfico, al feminismo. Para que sirva de lección, si fuera el caso, a su derivada contemporánea más silvestre, usurpadora del decente y valetudinario sufragismo político y civil, cuyo ciclo y función se cierra, inopinadamente, como se sugiere más adelante, después de la Segunda Guerra Mundial, en apenas 30 años, entre 1945 y 1975, aparentemente sin grandes traumatismos sociales.
Se pretende también aquí, con toda modestia y optimismo, bajarle un poco los humos a esa hidra, según el método de Jules Monnerot, un sociólogo marginado, pero no marginal, que escribe Sociología del comunismo (1949) para mostrar que, a pesar de su pretendida raíz materialista o científica, el marxismo-leninismo ha sido un «islam del siglo XX»: el comunismo, atroz, pero vulgar religión política que, sometida a una ley sociológica enunciada por el weberiano Alfred Müller-Armack, «compensa» el declive de la fe.
El polemólogo y demógrafo francés Gaston Bouthoul, convencido, como yo mismo, de que las ideas políticas son más bien pocas, aunque se disfrace su rareza con una extraordinaria capacidad combinatoria, solía decir que «el feminismo es probablemente la única novedad política» de la modernidad. De hecho, aunque la historia registra todo tipo de regímenes: liberales y socialistas, dictaduras, repúblicas y monarquías… «nunca se ha conocido un régimen feminista, ni siquiera uno de igualdad de los sexos».
Bouthoul, de una imaginación sociológica ubérrima y adicto razonadamente a la paridad sexual (un «bipartidismo sexual» en la magistratura, el parlamento, etc.), tiene felizmente los papeles en regla. ¿Quién se opondría, y con qué motivos, a que la sociología, cultivada por él como una rama de la biología («biología social»), nos ayudara a iluminar el adusto y engreído generismo que centrifuga, donde la hay, toda inteligencia? Solo de eso se trata: de desmitificar la leyenda del feminismo, mostrando que la transformación del papel social de la mujer tiene que ver –mucho o poco, eso será lo discutible– con la adaptación de la complementariedad de los sexos —un equilibrio siempre precario y utilitario—, a la revolución demográfica, un proceso en curso acelerado desde el final de las guerras napoleónicas.
Ya a finales de los años 20, preocupado por la mutación histórica de la condición femenina, Bouthoul se concentra en los problemas suscitados por la incorporación de los musulmanes del norte de África (Argelia y Túnez) a la república laica, a través de naturalizaciones sucesivas desde principios del siglo XX: lo que Bouthoul, judío tunecino de origen, denomina francisation o naturalización cultural francesa. La «instrucción femenina», transformadora de los usos conyugales en tierra del islam, choca con el deprimido estatuto de la mujer de esas latitudes. Esa sumisión no es solo, a su juicio, el elemento más característico de la contraposición entre Oriente y Occidente, sino que constituye el mayor obstáculo para la integración en Francia del elemento musulmán.
A pesar de sus investigaciones anticipadoras de unos problemas que, como se ve, afloran desde hace más de un siglo, pues no son de hoy, ni siquiera de las décadas de 1970 y 1980, ni de la época de la independencia de Argelia, Bouthoul nunca sistematiza una doctrina feminista, tampoco una sociología sistemática del feminismo. Su pensamiento al respeto aparece disperso en su obra. Con todo, a lo largo de los años le vemos debatirse entre dos feminismos prácticos divergentes, aristocrático uno y popular o acaso populista el otro: el de su mujer Betty Helfenbein, la exiliada judía de origen ruso con quien comparte toda su vida, y el de Louise Weiss, una fuerza de la naturaleza, precursora ignorada o silenciada del neofeminismo contemporáneo.
Betty y Gaston son el matrimonio perfecto, de novela, siempre bien avenido. Su compenetración proverbial —admirada en el círculo de sus amigos— recuerda en un punto al feminismo de los saintsimonianos, devotos de «padre y madre Enfantin» y partidarios de una diarquía sexualmente paritaria al frente de las altas magistraturas, pues la unidad social y política no ha de ser el hombre, ni tampoco la mujer, sino la pareja. Betty Bouthoul, abogada, escritora y retratista, amiga y protectora pintores, poetas y literatos —anfitriona de Ernst Jünger en su primera salida de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial—, encarna un alto ideal feminista, hasta cierto punto espiritualizado y elitista, pero compasivo, polémico, pero no agresivo.
El carácter de la Weiss está en sus antípodas: soltera vocacional, pacifista de izquierdas y activista incansable de la paz, el feminismo y el sufragismo, fundadora de la Escuela de la Paz en 1930 y del semanario L’Europe Nouvelle (1918-1934), que alcanza cierta notoriedad en el periodo de entreguerras. Interesada y calculadora, nunca rima con Bouthoul, tampoco con Julien Freund, a quienes corteja intelectualmente.
Louise Weiss, en su obsesión feminista, se convierte en Lilith expulsada del Paraíso. Betty Bouthoul, en cambio, es un arquetipo femenino más ponderado, pero igualmente singular: una Juno de convicción malthusiana, paradoja fácil de comprender, pues el matrimonio Bouthoul no tiene descendencia.
La condición femenina encierra una incongruencia histórica: la mujer, ignorada por el derecho civil hasta la insignificancia total, ha desempeñado en no pocas ocasiones un papel político de primer orden, reconocido este, sin embargo, por el derecho político. De Isabel la Católica a la reina Victoria, observa Bouthoul, «nada más desconcertante que el papel, la posición y la conducta de [ciertas] mujeres en política». Causa por ello enorme perplejidad la llamada «opresión histórica de las mujeres». Dilucidar cuál sea su causa no está al alcance de cualquiera.
Reacio a explicaciones simples o retóricas —sadismo masculino y masoquismo femenino; heteropatriarcado capitalista— de un fenómeno histórico tan complejo y arraigado, Bouthoul razona como sociólogo y demógrafo. Nos dice que desde el siglo XIX tiene lugar una triple emancipación femenina: la jurídica, que la libera de la menor edad permanente; la intelectual, anticipada, apunta Bouthoul, por los países latinos, inventores de la galantería; y la política, «consumada repentinamente y generalizada sin mayores trastornos después de la Segunda Guerra Mundial». Esta última, tal vez, quién sabe si como espontánea contrapartida de la movilización general de la contienda, una militarización de la vida civil que alcanza también, en mayor o menor medida, a la mujer en todos los países contendientes. Las inglesas producen para la guerra y las rusas combaten incluso en el frente.
Es un hecho que a partir de 1945 ya no hay marcha atrás y queda sin efecto la desigualdad de iure, acordados los derechos políticos femeninos con la mayor naturalidad. Apunta Bouthoul esta sorprendente observación: «Se trata de uno de los casos más extraordinarios de variación del sentido común. Hasta 1939, gran parte de la opinión pública consideraba absurda y ridícula la igualdad política de los sexos; desde 1945 a nadie sorprende y, de hecho, la actitud contraria es la que hoy nos parece absurda». Esta es la cuestión: claramente ha sucedido que «la evidencia ha cambiado de sentido». Pero, ¿dónde está el porqué de ese fantástico giro?
«Esa especie de opresión de las mujeres» tiene para Bouthoul causas estructurales determinantes, particularmente las de naturaleza demográfica. Hay como una correlación entre la estructura demográfica tradicional —según el modelo teórico de la transición demográfica— y la subordinación o capitidisminución de la mujer. Hasta que acontece la revolución demográfica, una verdadera «mutación de la especie» según Bouthoul, el arcaísmo demográfico, caracterizado por una elevada mortalidad infantil y puerperal y por una corta esperanza de vida, el estatuto de la mujer, forzosamente, «depende de una nupcialidad precoz y de la reiteración de la maternidad (más de media vida encinta), condiciones ambas de supervivencia de la especie humana, pues solo engendrando muchos hijos podrán sobrevivir algunos». No hay necesariamente, viene a decir Bouthoul, un perverso y exclusivo designio machista, sino, más bien, una adaptación funcional del dimorfismo sexual, condicionado por la aceleración del metabolismo demográfico de las sociedades.
La «opresión» histórica femenina obedecería, entonces, mayormente, a razones o causas demográficas. Pero también su «liberación». Bouthoul, proclive a un cierto materialismo demográfico —como marxistas y liberales lo son al materialismo económico—, sintetiza el proceso con una improvisada ley sociológica: «La promoción social de la mujer es directamente proporcional a la bajada de la mortalidad infantil». Discútase su grado de consistencia, pero no la realidad de la correlación. Este juicio cortante es una verdad (parcial) sumamente incómoda para el activismo político voluntarista, de izquierdas o derechas. Pero Bouthoul lo considera irrefragable y su opinión merece ser meditada como contrapunto crítico.
Probablemente, la transformación contemporánea de la condición femenina es, junto a la de la guerra, la consecuencia más espectacular de la mutación demográfica. La nueva estructura de la población, con la forma de una torre (Montparnasse), no de una pirámide (Keops), apunta Bouthoul, se caracterizada por la disminución de la natalidad y la dilatación de la esperanza de vida. Es esa estructura la que, sin la intervención de los ingenieros de almas, promueve los valores femeninos (feminización) y desactiva la pujanza juvenil (envejecimiento). Aquí, lo diré, Bouthoul fantasea. Imagina que una sociedad de viejos es «polemófuga», refractaria al conflicto. También lo sería una sociedad feminizada, mejor adaptada supuestamente a la mutación demográfica que una sociedad en la que predominaran los valores masculinos.
El feminismo, desde el punto de vista de la sociología de la guerra (polemología), constituiría en sí mismo una expresión de lo que Bouthoul denomina «pacifismo funcional», relajador a priori de las tensiones sociales, aplacadas de un modo no destructivo y menos doloroso que la guerra. Los valores hedónicos femeninos se oponen al heroísmo masculino. La voluntad felicitaria de la mujer a la voluntad de poder del hombre. De modo que feminismo y belicismo son, en el concepto de Bouthoul, magnitudes contrarias. Si el hombre no hace la guerra, aforiza sin querer, no sabe qué hacer… la mujer sí. «La influencia de las mujeres tal vez cancele la competencia entre las naciones, no en términos de una ideología de la supremacía, sino transformándola en una competición por mayores niveles de vida, confort y ocio».
La lógica femenina, según Bouthoul, resulta menos propensa a la mistificación y a las logomaquias que la masculina. Resumen de su ascendiente sobre la civilización es la búsqueda del confort, la inclinación por las distracciones, la curiosidad… La mujer es «materialista» en el sentido genuino del término. De ahí que Bouthoul considere siempre regresivo el eclipse de su influencia social. Su exclusión es el síntoma de una estructura demográfica potencialmente explosiva. Hasta cierto punto, podría decirse que la feminización de los ejércitos expresa el cuestionamiento del monopolio masculino de la violencia bélica. En este punto, el historiador militar Martin van Cleveld sugiere todo lo contrario y no será inútil recordar su opinión, que contrasta con la de Bouthoul (y con la de Comte y la de John Stuart Mill): la mujer, desde Helena de Troya, se encuentra siempre en el centro de la guerra. Encima, su incorporación a los ejércitos se le antoja a van Cleveld el indicio más seguro de la decadencia de la institución castrense, al mismo tiempo síntoma y causa (Las mujeres y la guerra 2002). Pero este es otro asunto, tan delicado como los anteriores para una opinión pública sumamente excitable.
El hombre ha movido la guerra y la mujer la sufre, engendrando hijos para ella. La mujer rechaza la guerra y su régimen de austeridad. Por eso, según Bouthoul, el forzado silencio femenino es la condición necesaria para que se liberen las fuerzas destructivas de Belona. No lo explicaría mejor que él una socióloga empoderada. El ingenuo feminismo de Comte parte del mismo prejuicio: un mundo en el que predomine el espíritu femenino será más dulce y caritativo. Comte disparataba con la imagen de una humanidad reproducida por partenogénesis para eliminar de la especia la herencia masculina… Sus inopinadas discípulas, criaturas alucinadas y mucho más toscas, sueñan hoy con capar al varón.