Henry Kissinger tiene razón, incluso después de muerto. Aunque quienes se declaraban sus admiradores y seguidores en la diplomacia y en la universidad se han negado a dársela durante años. Ha sido Donald Trump, el zafio patán enriquecido con la especulación inmobiliaria y un programa de televisión, llevado a la Casa Blanca por los deplorables, el que ha entendido sus escritos y ha aplicado sus análisis.
En marzo de 2014, poco después de la huida del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich por la revuelta en Kíev, la ocupación rusa de la península de Crimea (donde se encuentra la base naval rusa de Sebastopol), y el alzamiento en la región del Donbás, Kissinger publicó un artículo en el que aconsejaba a Occidente un acuerdo con Rusia sobre la antigua república soviética. Según su propuesta, Ucrania debía recibir por todas las partes un estatus de neutralidad, similar al que tenía Finlandia o aún mantiene Austria: incorporación a la Unión Europea, quizás, pero nunca a la OTAN.
Una vez comenzada la invasión de Ucrania por parte de Vladímir Putin, en mayo de 2022, con 98 años de edad, Kissinger compareció en Davos por vídeo-conferencia para subrayar la vinculación de Rusia con Europa; alertar del riesgo de una alianza permanente entre Rusia y China; y proponer la cesión de territorios por parte de los ucranianos para recuperar la paz. En cambio, la oligarquía de EEUU y sus servidores europeos fantaseaban con un Putin juzgado en La Haya, con el desmembramiento de Rusia y hasta con una cruzada LGTB contra un régimen machista y fascista.
Durante la campaña electoral, Trump repitió que con él no se habría producido la guerra, pero que se comprometía a concluirla. Se podía intuir la inminencia de las negociaciones entre Washington y Moscú (gusten o no) con la entrevista de Volodímir Zelenski a finales de noviembre, una vez conocida la victoria electoral de Trump, en que se mostraba dispuesto a ceder territorio a cambio del fin de la guerra y la protección de la OTAN para el resto del país, y la suspensión de toda la ayuda de EEUU a Ucrania hecha por Trump el primer día de su mandato. El presidente sólo ha incumplido su anuncio de que él terminaría con la guerra “en veinticuatro horas”.
Según dijo el nuevo secretario de Defensa, Pete Hegseth, en su primera visita al cuartel general de la OTAN en Bruselas, Ucrania tendrá que admitir pérdidas territoriales y seguir fuera de la alianza militar. ¿Estamos, pues, ante una victoria de Putin? En cierto modo sí, ya que ahora la voluntad de resistencia de los ucranianos se va a deshacer… a no ser que el Reino Unido, Francia, o Alemania sustituyan a EEUU en las fábricas, la tecnología y los frentes de combate.
¿VICTORIA RUSA?
Pero no es una victoria completa, porque la guerra iniciada en Ucrania se encadenó con otros conflictos, nuevos y antiguos, y Rusia sufre pérdidas en varios de ellos. Como en la Guerra Fría, cuando una superpotencia sufría una derrota o una pérdida, se compensaba con un avance en otro lugar, y los movimientos solían ejecutarse mediante acuerdos entre las dos capitales. Vietnam del Norte toma Saigón y Marruecos se queda con el Sáhara Occidental. Por cierto, ni los países árabes ni la URSS salieron en defensa de los saharauis, a los que sólo respaldó Argelia impulsada por su enfrentamiento con Marruecos. Una interpretación de lo que está ocurriendo es un cambio de peones entre los jugadores del tablero.
Putin ha perdido Siria, su aliado en Oriente Próximo, donde aún ocupa una base naval, la de Tartús, y aceptará el rediseño de la región: Israel engrandecido, Siria repartida entre sus vecinos y Gaza vaciada de palestinos. Hasta los hutíes yemeníes podrían ser aplastados, con la anuencia de Moscú, para despejar de este modo, la ruta del mar Rojo. Las negociaciones, que aún no se han inaugurado formalmente, conducirán al levantamiento de las sanciones económicas a Rusia, lo que impulsará sus exportaciones de petróleo y gas natural. ¿Disminuirán la cotización de estos hidrocarburos? Pero a Rusia le han debilitado las enormes bajas humanas y el desgaste de material militar, no sólo internamente, sino en los lugares donde se ha asentado recientemente a costa de Francia, como los países del Sahel africano.
China y Estados Unidos emergen como vencedores del conflicto. El Washington de Trump queda libre para volcarse en la reconstrucción industrial, asentada en la ruptura de los acuerdos de libre comercio y financiada por sus protegidos, como Japón y Arabia Saudí. En política exterior, ya podrá girarse hacia Pekín, al otro lado del inmenso Pacífico. Mientras Rusia y la OTAN se agotaban, en estos tres años China ha reforzado sus fuerzas armadas, engrandecido su economía y reforzado su presencia en América y África. ¿Chocarán los dos gigantes de manera directa o mediante otra guerra proxy?
Las sombras de la derrota cubren desde Kíev hasta Madrid. Los dirigentes europeos siguen creyendo que son importantes, en vez de guardas de un edificio en ruinas. Pedro Sánchez, que cree ser el caballero socialdemócrata que va a descabezar la hidra de la reacción, ha escrito en X que “una guerra injusta no puede terminar con un acuerdo de paz injusto”. Y aunque la representante de la UE para Política Exterior, la liberal estonia Kaja Kallas, ha dicho que “la independencia y la integridad territorial de Ucrania son incondicionales” y reclamado que “en cualquier negociación, Europa debe tener un papel central”, ni Putin ni Trump ni Zelensky le han llamado. Al secretario general de la OTAN, el holandés Mark Rutte, su jefe le ha mandado retractarse de sus anuncios de que Ucrania se convertiría en miembro de la OTAN. A los líderes europeos, los adultos les han echado de la habitación y les han mandado a la cocina, pero no se han dado cuenta.
FIN DE LA POLÍTICA HIPÓCRITA
Otras consecuencias del final de la guerra las podemos enunciar de la siguiente manera:
- El nuevo Gobierno de Estados Unidos reconoce a Rusia como una gran potencia con derecho a un espacio de seguridad y a la que se debe tratar como a un igual, al menos en apariencia.
- El ejército ruso, calificado de “segundo mejor ejército del mundo” por sus admiradores, ha demostrado su incapacidad de obtener una victoria en el campo de batalla. Moscú ha ganado por una decisión política y al coste de cientos de miles de bajas. La superioridad numérica y la capacidad de sufrimiento se mantienen como las armas decisivas del arsenal ruso.
- Los países fronterizos con Rusia reforzarán sus capacidades defensivas por miedo a sufrir un ataque. La frontera oriental de la OTAN se convertirá en una zona caliente, donde se volcarán recursos humanos y económicos.
- La Unión Europea, empeñada en la descarbonización, en proseguir la guerra en Ucrania y en someter a sus ciudadanos díscolos, une a sus irrelevancias demográfica, económica y política, la militar.
- El “orden basado en reglas”, sueño de los globalistas que han controlado la ONU, se desvanece. Regresa a Occidente el principio del interés nacional. Y los españoles deberíamos tenerlo muy en cuenta, pues en el juego de hacerse imprescindible para Estados Unidos y en el establecimiento de lobbies en Europa Marruecos nos lleva ventaja.
Muchos verán esta nueva época, de una política exterior desacomplejada, desprovista de la hipocresía de los derechos humanos, como un peligro o una amenaza, pero es un hecho innegable y, aceptándolo, podemos convertirlo en un beneficio.
Trump está destrozando el imperio progre. Los intelectuales de choque de los globalitarios han quedado absolutamente desacreditados, como Yuval Noah Harari, entusiasta del control social y la eugenesia, que en marzo de 2022 aseguró que “Putin ya ha perdido la guerra”, y Anne Applebaum, casada con el ministro de Asuntos Exteriores polaco, cuya fórmula para acabar con la guerra consistía en que “Rusia tiene que experimentar la derrota”. ¿Por qué los ideólogos del tecnocratismo y la multiculturalidad son también acendrados belicistas?, ¿sólo porque ellos o las cátedras, fundaciones y revistas de los que cobran están al servicio del complejo militar-industrial?, ¿o porque de verdad quieren ser constructores de un mundo nuevo?
Y por supuesto es una ocasión para que España y Europa se preparen para este futuro. Para que los pueblos estén dispuestos a sacrificar su bienestar y algunos de sus miembros incluso a dar su vida por la supervivencia de la comunidad política, hay que recuperar a los dioses fuertes de la religión, la patria, la familia, el deber y la virtud. Las naciones en riesgo de desaparecer o de quedar reducidas a peones prescindibles en el gran juego no serán, precisamente, las que se dedican a reciclar.