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Teología de la liberación y Ratzinger

A finales de los años sesenta un importante grupo de sacerdotes sudamericanos, comprometidos con la causa del Reino de Dios, y escandalizados por los graves pecados de humanidad que cometían la entera oligarquía hispana contra el pueblo y los pobres, elaboraron una cristología, que, por subrayar la idea de un Jesucristo Salvador o Liberador, acabó llamándose popularmente como «teología de la liberación». Aunque fueron muchos los sacerdotes a los que debemos el armazón teórico de esta «nueva» teología (Assmann, Borrat, Zenteno, Comblin, Ellacuría, Alves, Cardenal, Sobrino, Vidales, Miranda, Croatto, etc) fue, sin duda, Leonardo Boff el principal portavoz de esta teología fuertemente comprometida con la justicia social. Venerar y anunciar a Jesucristo liberador implica pensar y vivir la fe cristológica en un contexto sociohistórico de dominación y opresión. ¿Cómo hay que pensar, predicar y vivir a Jesucristo –se pregunta Boff– frente a las exigencias de una determinada situación de superexplotación humana, terrorismo de Estado y dictadura brutal, para que aparezca conforme lo proclama la fe, es decir, como salvador? La cristología que proclama a Jesucristo liberador quiere comprometerse con la liberación económica, social y política de los grupos oprimidos y dominados. En aquella circunstancia americana no comprometerse la Iglesia significaba aceptar la situación y tomar partido, sutilmente, por los favorecidos y explotadores. Además de traicionar pérfidamente a Jesús, que murió en su pugna abierta con los dueños de poder político, económico y religioso. Porque Jesús no buscó la muerte: le fue impuesta desde fuera, y Él la aceptó, no resignadamente, sino como expresión de su libertad y fidelidad a la causa de Dios y de los hombres.

Es verdad que Jesús existió para todos, pero no existió de la misma manera para todos: para los pobres lo hizo siendo uno de ellos y asumiendo su causa; para los fariseos desenmascarando su autosuficiencia, poseedores entonces de lo que hoy llamamos lo «políticamente correcto»; para los ricos denunciando los mecanismos de su injusticia y su idolatría del dinero. El Jesús histórico no predicó sistemáticamente sobre sí mismo, ni sobre la Iglesia, ni sobre Dios, sino sobre el Reino de Dios. Este mundo, tal como se encuentra hoy, ni es digno de la mirada de Dios y está en contradicción flagrante con el designio de Dios.

No pocas teologías progres elaboradas en Europa, donde la explotación del hombre por el hombre no llega a ser tan bárbara como en la América española, teologías secularizadas, a la última siempre de lo que exige la Agenda 2030 y la ideología de género, encubren posturas políticas oportunistas y cobardes, y refuerzan ideológicamente el statu quo. Es la teología que hoy impera desde Roma. Pero la única cultura que hoy vale la pena defender es la cultura del silencio, cultura clandestina, cultura perseguida, no consignada en los medios pastueños, semillero de valores no afectados por el imperialismo de lo Políticamente Correcto y como dinamismo para una auténtica cultura de la resistencia y la libertad.

Jesús predicó el Reino, la Iglesia predica a Cristo. El predicador es ahora predicado. Lo que para Jesús estaba en primer lugar viene ahora en segundo: la parénesis ética. En vez de servir a la palabra de Dios y reconocer su soberanía, nos servimos de ella utilizándola según nuestros intereses. A veces la Iglesia ha concebido la Biblia como una guía de autoayuda para alcanzar el equilibrio y la integridad emotiva y así las categorías psicológicas de quiosco suplantan las teológicas, la Verdad y la liberación del hombre. Jesús encontró en los pobres de su tiempo una actitud más receptiva que en las clases económica y socialmente acomodadas: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos (nepioîs) (Mt, 11, 25).”

Si la teología de la liberación tenía todas las razones cristianas para subrayar la noción cristológica de Jesucristo Liberador en la coyuntura histórica en que nació, sin embargo, derivó «demasiado» («prevaricó», etimológicamente hablando: «desviarse de la línea recta cuando se ara») en una filantropía de metodología revolucionaria. De ahí que Joseph Ratzinger, en su Dios como problema (1972), advirtiese de sus peligros de mundanización. Efectivamente Joseph Ratzinger nos advirtió en aquel contexto cargado de una atmósfera eclesiástico-política que la Iglesia se equivoca cuando ya no se ocupa de Dios, sino sólo del hombre; no de la inescrutable verdad en sí misma, sino de las realidades positivas de la misma Iglesia. No creer en Dios supone ser consciente de que fuimos nada antes de nuestra existencia particular, y que volveremos a ser nada, terminada ésta. Contra esto de nada sirven las distintas estrategias de inmunización frente a lo inevitable.

El abismo de la nada, que se avecina hacia nosotros y nos amenaza, es una realidad innegable, por muy repulsiva que nos parezca. La nada no tiene fin y es inevitable. Llega, quita y retiene lo que quita, tanto si ha sido requerida, pensada o impensadamente. Con gran profusión de medios técnicos se pueden traer piedras de la Luna, y lo mismo podremos pronto de otros planetas. Pero no se puede recobrar nada de lo que es pretérito y que no existe más. Tú no puedes traer otra vez a tu hijo, y Orfeo no puede hacer volver a Eurídice de nuevo a la tierra. Todo poder humano choca aquí con una frontera, que no presenta dimensiones técnicas; es de un carácter totalmente distinto. Y si, en definitiva, todo, el bien como el mal, la felicidad como la infelicidad, es arrojado indistintamente entre los viejos trastos de la nada, donde ha de permanecer para siempre, ¿qué sentido tiene ya comprometerse por la verdad y la justicia antes que por la mentira, la explotación del hombre y su dominio y la injusticia? ¿Para qué esforzarse por la felicidad de los hombres y no, más bien, aceptar con indiferencia sus variadas desdichas? Quien interpreta y declara a la nada sin valor alguno pone en duda todo sentido humano y, por ende, toda actitud ética del hombre.

La vida y la lucha por la dignidad de la vida y la libertad sólo tienen sentido si pensamos que la nada no puede ser otra cosa que el encubrimiento o la presencia escondida de una fuerza infinita y misteriosa que nos constriñe de manera absoluta y que da sentido a todo, o lo reserva y custodia para todo aquello que provisoriamente no lo tiene. En realidad la nada está llena de todo; también la nada física. La nada está colmada. Su callada fuerza es, sin comparación, mucho mayor que todo lo que en otro orden nos parece grande y poderoso. Esa nada vive en las manos de Dios, que formando un cuenco mantiene vivas todas aquellas criaturas que la componen. Ese Dios cuyas manos no pierden nada es la razón primera y última para liberar a los hombres del mal. Sólo la sed de Dios puede mejorar la vida del hombre y las relaciones entre los hombres.

Por otro lado, Ratzinger se percató enseguida de la ingenuidad política de la teología de la liberación, que fue usada enseguida por el marxismo ateo y de odio de clases para encaramarse en el poder político americano, sustituyendo a las viejas oligarquías con la misma inhumanidad. Es así que un Ernesto Cardenal, que luchó en el frente sandinista contra el somozismo, acabó muriendo desterrado en una pequeña isla fluvial por criticar con valor al propio Daniel Ortega, de quien había sido compañero de partido. El marxismo, como ideología política que es, no puede ser ingenuo, como lo será siempre el cristianismo en manos de hombres buenos. Y hoy el propio Daniel Ortega, que debe su triunfo al apoyo de la Iglesia de la teología de la liberación, persigue a la Iglesia como un Decio vicioso del tres al cuarto.

Podríamos decir, desde una perspectiva de la Historia de la Iglesia, que la teología de la liberación ha sido el último capítulo de la corriente teológica iniciada por el padre Vitoria en otra orden y con otro carisma, pero con el mismo fondo moral. El padre Vitoria, fundador de la primera generación de Derechos Humanos (Los Siete Derechos Naturales), y del que se cumplirá pronto el Quinto Centenario de su muerte, y sus sucesores, como fray Bartolomé de las Casas, tuvieron la suerte de tener la comprensión del Rey de España y del Papa. No así Leonardo Boff y sus compañeros, que fueron decapitados por un Vaticano romano del siglo XX, interviniente en las luchas políticas y diplomáticas de Hegemonía Occidente/Oriente desde Pío IX. Pero la Iglesia siempre ha tenido el acierto de, pasados los años, santificar a los mejores heterodoxos que persiguió.

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