Que nuestra capacidad de mantener la atención y de asombrarnos están mermadas hasta niveles insospechados es algo evidente. Muchas veces me pregunto en qué momento de la vida el ser humano pierde su capacidad de sorprenderse. La pierde o directamente la menosprecia y la abandona, ya que suele asociarse a un comportamiento infantil, a la ingenuidad de la vida o al desconocimiento de la causa de lo que nos rodea. Me atrevo a decir que, hasta los niños, a riesgo de parecer fatalista, hoy adolecen de ella. Pero es que para que un niño desarrolle el sentido del asombro y crezca en él debe de estar acompañado de un adulto que, a su vez, no haya perdido la capacidad del misterio ante la vida. Rachel Carson — en El sentido del asombro— considera que el contacto con la naturaleza y su grandeza despierta en nosotros la admiración. Además de despertarla, también se va acrecentando ante su inabarcable inmensidad.
Pero no solo en la naturaleza uno puede descubrir motivos de asombro. En el contacto con el otro, con el diferente a mí, también encuentro un motivo de novedad. Para entrar en diálogo con el otro necesito haber sufrido un impacto, una impresión que me lleva a realizarme preguntas que solo pueden ser contestadas por el que tengo delante. Así, cuanto mayor es el asombro, más preguntas se realizará uno y más podrá adentrarse en su misterio.
Cuando se produce un verdadero encuentro con el otro, la experiencia de la escucha activa tiene un papel fundamental. Esta verdadera escucha me lleva a salir de mí mismo, de mis propios límites y adentrarme en los suyos a través del lenguaje. En la experiencia de la lectura podríamos decir que ocurre algo similar. La lectura es la experiencia del lenguaje como imaginario y es un pincel más excelso, porque no tengo al otro delante, pero está presente a través de mí. El texto resuena en mí y al resonar, resuenan mis límites que se desdibujan y mi realidad se expande. Y la expansión del ser, así entendida, conlleva su elevación. En definitiva, es una experiencia extática: me encuentro más allá a través de la pérdida, de la salida de mí mismo.
No pocas veces me sorprendo a mí misma cayendo en la monotonía cuando escucho el Evangelio o leo la Sagrada Escritura, sin darme cuenta, por ejemplo, de que acabo de escuchar algo extravagante en boca de Jesús o pasar como si nada por encima de uno de tantos milagros que ahí se narran. He dejado de lado mi asombro ante la Palabra recibida o quizá simplemente no le estoy prestando la atención que merece y, por lo tanto, me vuelvo incapaz de trascender. San Ignacio de Loyola en su método de oración, que lo desarrolla en sus Ejercicios Espirituales, nos habla de la «composición de lugar» como un medio para entrar en el diálogo con Cristo. A través de un ejercicio de la imaginación, como paso previo, me sitúo en la escena como un personaje más y aplico en ella todos mis sentidos. Es una forma de trascender mis límites y sumergirme en la contemplación, donde mi entendimiento se eleva hacia Dios. La gran maestra carmelita de la oración mental, Santa Teresa de Jesús, también explica el método de la contemplación de un modo similar. El padre Valentín de San José, carmelita descalzo, en su librito —breve, pero con gran enjundia— ¿Cómo tendré oración? Lo explica todo de una forma sencilla.
Si hay un acontecimiento extraordinario que ha cambiado el curso de la historia de la humanidad es la resurrección de Jesucristo. Acontecimiento ante el cual no deberíamos de caber en nuestro asombro cada vez que lo recordamos y celebramos. Pero ¿qué significa que Cristo resucite?, ¿qué cambio produce en mi vida? Hay muchas maneras de abordar estas preguntas y cada cual elige el modo que más le conviene, pero Benedicto XVI en su primera homilía de la Vigilia Pascual como Papa (15 de abril de 2006) nos habla de una manera muy particular y nueva sobre la resurrección de Cristo. En dicha ocasión, Benedicto se apropia del lenguaje de la teoría de la evolución para decir que la resurrección de Cristo es una «mutación», en sus palabras: «la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia». ¿Qué quiere decir exactamente esto? La resurrección de Cristo implica un salto cualitativo en nuestra existencia, un salto de la vida a la vida eterna. El cambio ontológico que produce nos afecta a todos y crea un ámbito nuevo en nuestra vida: la inserción en nuestro ser, ya no de la eternidad, si no en la participación de la vida divina intratrinitaria. Como acontecimiento histórico «la resurrección consiste precisamente en que ella contraviene la historia e inaugura una dimensión que llamamos comúnmente la dimensión escatológica. La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento» (Jesús de Nazaret, Benedicto XVI).
Para que esta realidad de la resurrección de Cristo se haga efectiva en mí y llegue a mi vida necesito de la fe y del bautismo. Como afirma Benedicto, el bautismo «es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una vida nueva». Por el bautismo somos hechos hijos en el Hijo, somos insertados en un sujeto más grande y asociados a una nueva dimensión de la vida. La novedad de la Pascua, del acontecimiento del Misterio de Cristo en su resurrección, es que me invita a vivir la vida nueva. Una vida de alegría que brota del sabernos amados por el que es la Vida y que me la regala para que empiece a vivir ya aquí la vida del Cielo. Vivir en el amor que transforma el tiempo y abre la eternidad.