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11M Y TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN

Quienes siguen intentando arrojar luz sobre el atentado rinden el mejor homenaje posible a las víctimas

«Lo que se deja expresar, debe ser dicho de forma clara; sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar».

Ludwig Wittgenstein

A punto de cumplirse 20 años del atentado terrorista más grave de la historia de España por número de víctimas, y en paralelo a la cuenta atrás para la prescripción de los crímenes cometidos, no esperamos grandes avances en el conocimiento de las causas. La mayor parte del ejercicio periodístico irá dedicado a señalar a los teóricos de la conspiración, aquellos que insisten en no dar el caso por cerrado o que siguen especulando sobre esas causas y sus consecuencias. Salvo honrosas excepciones, el recuerdo del 11M es el trámite para pasar cuanto antes a su olvido.

Uno de los investigadores del asesinato de Kennedy se quejaba amargamente de lo mucho que se habían centrado los periodistas en el qué, y lo desatendido que había quedado el porqué. Algo parecido podríamos afirmar sobre el 11M, y también sobre otros dos sucesos que han dado forma a la historia reciente de España: el atentado que acabó con la vida de Carrero Blanco y el 23F. Conocemos muchísimos hechos, tantos que incluso nos abruman, pero muy pocos motivos, cuando desde un punto de vista nacional son lo relevante. Sin negar la importancia del lado humano de la tragedia, o del político en clave nacional, son los aspectos geopolíticos los que hacen inteligibles la mayor parte de los acontecimientos históricos, y el 11M no es la excepción.

Sin embargo, preguntarse sobre ellos es una de las actividades más ingratas que pueden imaginarse hoy. Hace falta vencer la reticencia inicial del público, que está ya harto de repasar los mismos datos una y otra vez , y al que la sola mención del 11M, o del 23F, ya produce una cierta saturación, entendible por cuanto es escasa la información adicional que se ha añadido en estos veinte años. Además, cualquier iniciativa que se aparte de las explicaciones oficiales es tachada de teoría de la conspiración, lo que redobla las reticencias a la hora de acercarse a esta clase de informaciones. Por si fuera poco, el número de personas dedicadas a restringir la amplitud de lo pensable en la España pospandémica alcanza proporciones de industria, la única que a estas alturas de convergencia con Europa podemos considerar competitiva. Esta misma semana hemos tenido nuevas muestras de ello.

A esta aventura en territorio hostil y plagada de riesgos sólo se apuntan un puñado de personas que no cuentan con el respaldo de grandes medios a su servicio, ni con generosos presupuestos o posibilidades de difusión. Es gracias a los resquicios que todavía permite la comunicación por Internet que accedemos a su trabajo, que en muchas ocasiones es el fruto de horas hurtadas al tiempo libre o a la actividad profesional y dedicadas a indagar sobre cuestiones que les interpelan por motivos personales, o que despiertan en ellos la responsabilidad de hacer el trabajo de quienes han decidido no hacerlo. En la mayoría de los casos les guía un impulso moral, un compromiso con las víctimas o con la verdad, algo imprescindible para atravesar el rosario de dificultades con las que topan enseguida. Un paso mal dado en ese camino puede pagarse tan caro como un acierto, y la pequeña cuota de prestigio a ganar entre un reducido grupo de afines es una recompensa escasa ante el riesgo de ser condenado al ostracismo, con las graves consecuencias que puede ocasionar para un particular a la intemperie.

Por todo ello, desde aquí vaya mi reconocimiento y mi admiración por todos esos deplorables teóricos de la conspiración que siguen intentando arrojar luz sobre los atentados del 11M. Ellos rinden, en mi opinión, el mejor homenaje posible a las víctimas.

El origen de la teoría de la conspiración

Gracias a Mike Benz, el que fuera designado por Mike Pompeo para un puesto en el Departamento de Estado durante la Administración Trump y actual director de la Fundación para la Libertad Online, sabemos que existe una coalición que reúne a políticos de ambos partidos, empresas tecnológicas, grupos de comunicación, ejército y agencias de inteligencia, lo que Benz denomina The Blob, que se coordina para fijar las políticas y los relatos adecuados a sus intereses conjuntos, dentro y fuera de Estados Unidos.

La información real que contradice las versiones patrocinadas por este colectivo es objeto de censura, pero hoy la conocemos, gracias a ellos, con el nombre de desinformación, lo que les permite suprimirla sin incurrir, al menos nominalmente, en una práctica propia de los regímenes totalitarios. De forma paralela, las políticas que buscan el interés público y amenazan por tanto los intereses de The Blob son lo que hoy conocemos como populismo, etiqueta creada para justificar la persecución legal y mediática de los disidentes, prácticas en teoría incompatibles con la democracia. Bajo los parámetros de esta neolengua, populista sería aquel que se aprovecha de la desinformación o emite las distorsiones de la realidad que conocemos como posverdades, diseñadas para influir emocionalmente en la opinión pública y así acceder al poder.

Dentro de la desinformación, existe una categoría que, en lugar de enfatizar las intenciones dudosas del emisor, resalta su desequilibrio mental: son las conocidas como teorías de la conspiración. El profesor Lance DeHaven-Smith explica que la expresión «teoría de la conspiración» se popularizó precisamente tras el asesinato de Kennedy para calificar las versiones distintas de la oficial, como un temprano ejercicio de manipulación psicológica y control del relato por parte de los servicios secretos. Fueron una serie de artículos en el New York Times los encargados de popularizar el término, atendiendo así un informe interno de la CIA que alertaba del escaso éxito de la Comisión Warren para fijar la verdad oficial. En esta coordinación entre agencias de inteligencia, prensa prestigiosa y poder político bipartidista vemos a The Blob en acción.

Con las conclusiones de la Comisión Warren, tal y como escribió un asistente del fiscal general un día después del asesinato de Lee Harvey Oswald en una nota desclasificada, «el público debe quedar convencido de que Oswald era el asesino; de que no tenía cómplices que todavía estuvieran libres; y de que las pruebas eran tales que habría sido condenado en juicio».

Del fracaso de la comisión para esclarecer ante la opinión pública cualquier duda sobre la actuación en solitario de Lee Oswald y su bala mágica como verdad oficial da cuenta la necesidad de crear otra comisión 16 años después para fijar una segunda versión oficial del caso. Esta vez las conclusiones reconocían, sin entrar en muchos detalles, que el asesinato era probablemente el resultado de alguna clase de conspiración.

Vista con perspectiva, sin embargo, la operación tuvo en éxito enorme, considerando el nivel de credulidad necesario para aceptar que a JFK lo había asesinado de tres disparos un hombre solo por motivos propios, sin cómplices ni conexiones. Y eso era sólo la autoría. Dar por bueno el método implicaba admitir además que la segunda bala había atravesado el cuello del presidente, herido acto seguido en el pecho y la muñeca al gobernador de Texas que viajaba sentado en el asiento del copiloto, hasta alojarse después en su muslo, produciendo en su periplo un total de siete orificios de entrada y salida, para acabar finalmente casi sin mácula encima de la camilla del gobernador Connally.

Una candidez similar es preceptiva para aceptar que el asesinato de Carrero Blanco no tuvo más razones que las de sus ejecutores, los cinco integrantes del Comando Txikia de ETA, que el 23F fue cosa exclusiva de un grupo de militares franquistas nostálgicos contrarios a la Constitución, o que en el 11M los únicos intereses en juego fueron los del variopinto grupo de terroristas que recoge la sentencia que cierra el caso.

Pero ni siquiera es la idea. El objetivo de los promotores del término desinformación o teoría de la conspiración no es tanto fijar una verdad oficial convincente como hacer que cualquier alternativa resulte tan farragosa, estrafalaria y complicada, y esté mezclada entre tal cantidad de afirmaciones delirantes, que cualquier persona normal prefiera quedarse al margen y asumir una versión oficial simplificada, si acaso con un grano de sal.

El problema, como ha demostrado la reciente pandemia, es que lo admisible como cierto hoy es cambiante y tiende a ser modificado mañana. Es algo parecido a lo que ocurre con la corrección política: los márgenes de la verdad admisible se estrechan tanto y tan rápido que un hombre adulto mínimamente alfabetizado debe hacer grandes esfuerzos para poder pensar dentro de ellos.

Alrededor del 11M, además, tuvo lugar una artificial guerra de almohadas partidista que debatía sobre la autoría etarra o islamista que de fondo escondía un consenso sobre los puntos a evitar que sobrevive hasta hoy. Sea la que sea la teoría de la conspiración que analicemos, siempre enfrente encontraremos un consenso político; es uno de sus requisitos. Sin ese consenso, el debate sobre la cuestión pasa a ser aceptable, y como mucho estaremos ante asuntos discutidos, autorías a debate o accidentes polémicos. Son, en definitiva, temas sobre los que se puede hablar sin temor a pisar el charco equivocado.

Todos sabemos que la verdad oficial no es la verdad completa; incluso quienes tienen salvoconducto para hacer literatura sobre los motivos lo saben, y por eso siguen añadiendo nuevos capítulos a la trama. La cuestión es: ¿por qué es tan difícil avanzar hacia la verdad? ¿Por qué está tan penalizado acercarse a ella? La tecnología y la pujanza de nuestros investigadores nos han permitido reconstruir itinerarios humanos de hace cientos de miles de años a partir de indicios limitadísimos, pero seguimos siendo incapaces de esclarecer con exactitud lo que sucedió ni las motivaciones en el peor atentado de nuestra historia.

Llega un punto en el que se asienta en la opinión pública la idea que detrás de estos hechos se encuentran circunstancias demasiado oscuras para ser desentrañadas, razones que superan al común de los mortales. En estos casos, hablar de cuestiones geopolíticas es equivalente a dejarlo en un genérico «cosas de espías, intereses de poderosos y países, etc.». No es mi intención aquí intentar desentrañar el 11M, pero sí dejar constancia de una sensación que es moneda común entre el pueblo español. Si la semana que viene, una vez prescrita la causa y todos los posibles delitos asociados a ella, aparecieran las pruebas y los testimonios definitivos que dieran la razón a una o varias de las denostadas teorías de la conspiración en circulación, estoy convencido de que no habría gestos de sorpresa. Todos sabemos que es entre ellas donde se encuentra lo más cercano a la verdad, del mismo modo que sabemos que hay presiones para dejar las cosas como están, y que quien las resiste asume un riesgo que está por cuantificar.

El 11M no es un caso único: hay muchos episodios históricos, y no tan históricos, que son radioactivos y es mejor obviar si uno pretende vivir una vida tranquila. Todos sabemos identificarlos sin necesidad de hacerlos explícitos; quienes buscan alguna clase de éxito profesional, mejor que ningún otro.

Pero también sabemos que callar implica asumir que el cómplice por acción u omisión de hoy puede convertirse en la víctima inocente o el chivo expiatorio de mañana, y que en la medida en que fuerzas que se nos escapan sean las que determinen nuestro destino, los niveles de autoengaño necesarios para continuar creyendo que vivimos en una sociedad libre o que contamos con derechos garantizados por la ley irán en aumento.

Las maquinaciones de lo que Mike Benz llama The Blob, que no es más que una forma de referirse a las oligarquías mundiales, a esos poderes cuya dimensión nos supera y cuyos planes no paran de interferir en nuestras vidas diarias sin que apenas podamos vislumbrar su definición completa,no son un fenómeno reciente, y estamos acostumbrados a vivir driblando ente ellas.

Del mismo modo que hay temas vetados, hay otros en los que el paso del tiempo permite cierta holgura a la hora de publicar información. Pero cuando se trata de recordar a los muertos en el peor atentado yihadista en suelo europeo, lo justo para los asesinados es reconocer que han sido víctimas de una trama que nada tenía que ver con ellos, y ser conscientes de que cuando fuerzas que escapan a nuestro control puedan jugar con la vida de los españoles sin asumir ninguna responsabilidad, y contando con la colaboración de quienes deberían haberles protegido, todos estamos en peligro.

Quizá ha llegado el momento de preguntarnos si no haríamos bien en intentar descubrir la verdad en lugar de dejar el campo despejado para que el consenso político patrocine la siguiente estrategia dentro de un juego tan peligroso que puede asumir dos centenares de víctimas sin tener que pararse a pensar en las consecuencias.

La única defensa posible es que nos hagamos todos lo bastante inteligentes como para que quienes pretendan hacernos algún daño sepan que no quedarán impunes. Ténganlo en cuenta la próxima vez que alguien busque su aprobación para callar la boca a algún teórico de la conspiración.

Que en paz descansen los 193 muertos de la masacre del 11 de marzo de 2004 en Madrid.

De formación abogado y economista. Ha conciliado diversas actividades empresariales con la traducción de autores como Ayn Rand, Frédéric Bastiat o Alexis de Tocqueville.

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