La madrugada del 6 de enero de 1979 el silencio onírico se rompió en la localidad guipuzcoana de Beasain. La quietud proporcionada por la noche fue alterada. Primero, por el atronador sonido de los disparos y, después, por el sonido del claxon de un Renault 5. Durante 27 minutos la bocina transmitió un mensaje que clamaba auxilio y piedad. Nadie lo quiso escuchar.
Dentro del coche, agujereado y con los cristales quebrados por las balas, se encontraban dos jóvenes. Él, un guardia civil de 24 años, originario de Tarifa y que llevaba tres años destinado en el puesto de Villafranca de Ordizia. Ella, una estudiante de San Roque de 20 años que estaba pasando unos días de vacaciones en casa de su hermana, también casada con otro miembro de la Guardia Civil de la Agrupación de Tráfico en el mismo municipio. Se llamaban Antonio Ramírez Gallardo y Hortensia González Ruiz, y esa noche un comando de ETA silenció su amor para siempre con plomo y pólvora.
Habían salido a divertirse a una conocida discoteca de la zona, «la Sunday». Allí, «los novios de Cádiz» compartieron risas, bailaron hasta alcanzar una alegre extenuación y, sin saberlo, sus labios intercambiaron los que fueron sus últimos besos. Abrumados por la felicidad de la que eran cómplices, después del perdón por los bailes que en ese momento parecían estar de más, abandonaron el local en torno a las 3 de la madrugada.
Ambos corrieron al Renault 5 para resguardarse del pesado frío propio de los primeros días de enero, y tomar el camino de regreso a casa. No habían recorrido ni 200 metros cuando la muerte les sorprendió en un stop de Beasain. Varios pistoleros asaltaron el vehículo por un lateral e iniciaron la ráfaga de disparos. Hortensia recibió 10 de esas balas, mientras que 9 más impactaron en el cuerpo de Antonio, quien, de forma instintiva, intentó cubrir a la joven para protegerla del fuego.
Dos versiones confluyen en este punto. Una de ellas dice que el cuerpo de Antonio cayó sobre el volante y, la otra, que una de las balas quedó incrustada en el claxon. Sea como fuere, el sonido de este retumbó durante 27 interminables minutos sin que nadie se acercase a socorrer a la joven pareja. Durante ese tiempo, los vecinos que contemplaban la escena desde sus ventanas y los muchachos que abandonaron la discoteca también fueron, con su omisión, verdugos de los novios de Cádiz. Murieron así dos veces: una bajo el plomo etarra y otra por la indiferencia de quienes allí estaban.
Tras esa eterna espera, tres jóvenes con conocimientos de primeros auxilios se acercaron al agujereado Renault 5. Antonio ya había exhalado su último suspiro, pero Hortensia, con un fino hilo de vida, murió en la Clínica de San Miguel. Ella se había convertido en la primera víctima mortal de ETA por mera vinculación sentimental con un agente.
De esto trata el cortometraje 27 minutos, dirigido por Fernando González Gómez y producido por La Dalia Films y Kinatro Producciones. En él, como un triste poema que bien podría ser una elegía, se plasman esos agónicos instantes en los que dos vidas pudieron ser salvadas. El sonido del claxon como música de fondo, cual alarma nuclear, plasma esa indiferencia y cobardía. Nos recuerda la contundente frase que pudo sonar en la cabeza de más de uno de los espectadores de aquella tragedia: «bien hecho está».
Del silencio a la vergüenza
Se llamaban Hortensia y Antonio, pero también Miguel Ángel, Elena, José, y otros tantos nombres que parece que se están condenando al olvido. De los más de 800 asesinatos de la banda terrorista, 300 continúan sin resolverse pese a las evidencias encontradas. Esto es lo que relató el Colectivo de Víctimas del Terrorismo en Agujeros del sistema: Más de 300 asesinatos de ETA sin resolver (Ikusager Ediciones, 2015).
Uno de ellos fue el de los novios de Cádiz, cuyos autores continúan impunes y el crimen prescrito. Este hecho resulta sorprendente, más cuando se tiene en cuenta que en 1981 se localizó el arma (SF-74) que les quitó la vida y de la que se encontraron quince cartuchos de 9 milímetros parabellum en la escena de los asesinatos.
Los cuerpos de Hortensia y Antonio fueron trasladados al Hospital Militar de San Sebastián, donde se celebró una capilla ardiente a puerta cerrada. Desde allí emprendieron su viaje final a Tarifa y a San Roque. Allí, sus féretros cubiertos con la enseña de España fueron despedidos por cientos de personas, que asistieron a su entierro con dolor, tristeza y una terrible rabia por lo sucedido.
Hoy, mientras algunos pocos recordamos a Antonio, Hortensia y a los más de 800 asesinados por ETA, otros dan la mano a los herederos de la banda terrorista que ocupan flamantes poltronas en el Congreso y promueven los recibimientos heroicos para los criminales que abandonan unas prisiones que nunca deberían haber dejado. Hemos de seguir luchando por la justicia y por la dignidad de las víctimas y de sus familiares, hoy echada por completo al fango. También incidir en que 300 muertes inocentes siguen sin encontrar a su ejecutor. Es deber de toda la sociedad recordar y luchar por aquellos que sucumbieron ante las balas del odio y el terror.