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Adriano Erriguel, dinamitero de espejismos (II)

Según el autor, lo que separa hoy a izquierda y derecha es su posición ante la globalización y ante la deconstrucción

Vivimos en tiempos de guerra cultural, pero ¿qué significa esto? Hay mucha confusión en torno al concepto. Muchos creen que se trata sólo de oponerse a la tiranía moralista de lo políticamente correcto, o rechazar algunos excesos visibles de las ideologías hegemónicas. Pero, desde esa perspectiva, no se percibe el hilo de fondo que teje unas y otras posiciones. Por eso, Adriano Erriguel propone elevar la mirada en Blasfemar en el templo, su nuevo ensayo tras el influyente Pensar lo que más les duele.

Estamos ante un libro extraordinariamente denso, de modo que cualquier resumen implica dejar muchos aspectos fuera. Su desarrollo de las teorías del fin de la historia y del último hombre, así como su conexión con la sociedad abierta de Popper, es fascinante, pero tendremos que conformarnos con reducirlo a algunas pinceladas. Por no hablar de su estudio sobre la idea de raza, que es prácticamente un libro dentro del libro, con más de doscientas páginas dedicadas a analizar cómo se criminaliza la idea de raza (por causa de las atrocidades del Holocausto), cómo luego esa condena moral se intenta legitimar académicamente, como factor de impulso de un modelo social de identidades nacionales diluidas e indiferenciadas, y cómo la aparición de la ciencia genética ha permitido recuperar el concepto de forma sensata, sin esencialismos ni excesos deterministas.

Pero prometíamos en la anterior entrega que en ésta nos ocuparíamos del terreno de juego de las batallas culturales y a ello nos dedicaremos preferentemente. Como primera idea propondremos una: los conceptos de izquierda y derecha se resisten a morir, pero sus significados son hoy muy distintos a los que podían percibirse hace treinta años, o incluso menos. Hasta el punto de que, según una tesis polémica de Erriguel que desarrollaremos más adelante, hoy la izquierda posmoderna (la izquierda mayoritaria) es la ideología de las clases elitistas, y la derecha mutante —a la que se intenta descalificar como extrema derecha— se ha convertido en el refugio de las clases subalternas.

Entre ambas se encuentran una derecha institucional que sigue sin situarse adecuadamente en la batalla política real, manejando marcos de otros momentos históricos, y una izquierda marxista que cada vez se siente más incómoda con el progresismo, lo que la sitúa en confluencia con las nuevas derechas. En España el ejemplo serían los ‘rojipardos’, un sector minoritario, pero con una innegable capacidad para incomodar a la izquierda oficial.

Erriguel propone dos líneas de demarcación para situar a ambos campos de juego ideológico: una frontera económica y otra cultural. Por un lado, estaría la globalización, como dinámica económica que genera ganadores y perdedores. Los ganadores se sitúan hoy en la izquierda, en el campo del progresismo, mientras que los perdedores abrazan a las nuevas derechas que surgen en Europa y que nuestro pensador denomina ‘derechas mutantes’. Esto implica que la nueva izquierda se instala en un marco mental mundialista (en cierto modo coherente con cierto internacionalismo de su tradición), mientras que las víctimas de la globalización abrazan la idea de nación —y a los partidos que la colocan en el centro de su discurso político— como muro de contención y freno frente al impulso avasallador del globalismo. Las naciones como el ‘escudo social’ de los perjudicados.

La segunda frontera la marca una forma de pensar y de interpretar la realidad: la ideología de la deconstrucción; una ideología que ya fue esbozada por Gilles Deleuze, uno de los filósofos esenciales, con Derrida, del movimiento que da nombre a esta ideología: Ser de izquierdas es “no cesar de devenir minoritario” explica el filósofo francés. La deconstrucción, que proponía una revisión crítica radical de casi todos los conceptos y modelos heredados, se infiltró en las universidades anglosajonas, y, a partir de ahí, en mayor o menor medida, en todas las demás de Occidente. Desde los campus universitarios marca el rumbo de las humanidades y las disciplinas de ‘estudios culturales’ (conocidas en EEUU como french studies precisamente por la influencia de pensadores como Deleuze). Pero volvamos a nuestro pensador, que resume aquí algunas de las aplicaciones políticas de su modelo filosófico: “La izquierda no es nunca mayoritaria como tal izquierda. Por una razón muy simple: la mayoría es algo que supone un estándar (…) Y en Occidente, el estándar que supone toda la mayoría es el hombre, adulto, masculino y habitante de las ciudades”. Es decir, justamente una parte esencial de todo aquello que había sido objeto de la crítica demoledora del movimiento deconstructivista.

La cita de Deleuze es reveladora. No se trata sólo de que la izquierda haya buscado sustituir las reivindicaciones de la vieja mayoría obrera por una acumulación de demandas de grupos minoritarios, como se suele interpretar, sino que la nueva izquierda posmoderna —‘izquierda mutante’ según Erriguel— reniega de la idea misma de mayoría y, con ella, de cualquier idea de normalidad. Y, en consecuencia, de cualquier normatividad. Es decir, se desmantela la posibilidad de proponer algo como una referencia o modelo común para una mayoría de ciudadanos.

Estamos ante una izquierda instalada en un malestar moral que se presenta como consecuencia del complejo de culpa por los privilegios heredados. Pero que, paradójicamente, sirve, ante todo, para cimentar la convicción moral de sus adeptos. Y puede ser usada como arma contra los ‘deplorables’ que no participan de sus juicios. Es una izquierda que se justifica con aparatosos, e inoperantes, ejercicios de contrición pública que legitiman, sobre todo, el ataque moral y la condena al infierno de quienes se niegan a secundar tales ceremonias exhibicionistas de expiación.

Lo vimos en la última polémica con el movimiento Black Lives Matter, donde era preceptivo hincar la rodilla y pedir perdón por el mero hecho de ser blanco. Lo vemos también en los discursos sobre la culpabilidad masculina, que sólo se mitigan por la vía de reconocerse ‘machista’, de modo similar a como en los procesos de la Unión Soviética se exigía a los disidentes admitir que eran contrarrevolucionarios, enemigos del pueblo, como forma de salvar su vida, o la de sus familias. Aquí no hemos llegado a tanto, afortunadamente, pero el mecanismo coactivo es muy similar.

“La deconstrucción rechaza la idea de ‘normalidad’ (que va de par con la idea de ‘normatividad’), se rebela contra la idea de naturaleza (sospechosa de ser de derechas) y niega las realidades físicas y biológicas”, resume Erriguel. Y añade: “la deconstrucción deconstruye la nación, la clase, el pueblo, la patria, la familia, la amistad, el amor, la infancia, los sexos, la salud, la enfermedad y la idea de belleza, y en un arrebato teratológico impulsa la venganza de los freaks”. Es fácil reconocer en tales ideas los valores fundantes de la mayoría de los discursos ideológicos que sustentan el ideario político de la izquierda posmoderna. Pero también el sustrato de buena parte de los contenidos (historias, opiniones, entrevistas, reportajes) de los medios informativos.

Porque la deconstrucción es una ideología que busca dominar la sociedad mediante juegos de lenguaje y narrativas. Es una forma de “reseteo social” que ejerce a través de los relatos un poder difuso, una forma de poder descentralizada.  “Esta forma de intoxicación es la que hace la fuerza de las turbas linchadoras de Internet, de la cultura de la cancelación, de los savonarolas de pantalla y teclado”, explica Erriguel. “Todos reman en la dirección del vecino si perciben que esa es la corriente ganadora”. No hace falta ninguna mente pensante que conduzca un proceso que, en cierto modo, va auto conduciéndose en función de la mayor o menor acogida de sus historias. Historias que unas veces sirven para ‘explicar’ el mundo (priorizando unos asuntos y ocultando intencionadamente otros) y otras como armas de ataque al rival.

Por eso, porque la batalla cultural es fundamentalmente una batalla de relatos, Erriguel entiende que la derecha debe ser capaz de jugar en el mismo terreno. No se logra nada ignorando cuál es el campo de juego dominante, nos advierte, y por eso las razones y las ideas son insuficientes, aunque necesarias, para la batalla política. Se trata, por consiguiente, de lanzar discursos disruptivos y desmontar los relatos del rival. Deconstruir a los deconstructores, en suma. Un trabajo en el que, a juicio de nuestro autor, la denostada alt right norteamericana ha abierto una de las líneas de juego posibles. A fin de cuentas, vivimos en tiempos posmodernos y hay que asumir que no será posible imponer ninguna verdad común, nos advierte Adriano Erriguel. Vivimos tiempos de batalla permanente mediante la colisión de relatos.

Pero nuestro pensador no se limita a constatar los hechos, sino que va más allá y defiende, contra las ideas preconcebidas, que la izquierda mutante es hoy la ideología de las élites, mientras que la derecha mutante lo es de las clases subalternas. A estos, la combinación de globalismo y deconstrucción no sólo les daña económicamente, sino que, además, les priva de los anclajes morales y de las convenciones sociales que sujetaban su vida.

“La deconstrucción (o sea el ideario de las izquierdas posmodernas) es el marco cultural del bloque elitista”, nos explica el autor de Blasfemar en el templo. “Esta izquierda mutante todo lo reduce a la emancipación narcisista del individuo-rey: una visión del mundo para profesores de universidad, castas académicas y ‘clases creativas’ alejadas de las contingencias materiales que, desde una visión marxista, determinan las relaciones de clases”, sentencia Erriguel.

Porque la ideología de la deconstrucción no sólo ‘expresa’ a las clases elitistas, sino que va en favor de sus intereses. Al negar cualquier verdad de fondo a las construcciones sociales, que ve sólo como fruto de creencias y visiones subjetivas e interesadas, la izquierda renuncia a cualquier posibilidad real de comprender la realidad, y, aún más, a cualquier posibilidad de transformarla. Porque, en contra de lo que a menudo proclaman sus muchos propagandistas, el resultado final de las políticas de la izquierda mutante “no es la subversión del sistema capitalista, sino su progresión hacia una sociedad de mercado total. Si no hay realidades trascendentes u objetivas, nada puede escapar al libre juego de la oferta y la demanda”, explica el autor de Blasfemar en el templo. El proyecto neoliberal llevado al paroxismo.

En este renovado diseño de la ‘lucha de clases’, frente a las élites globalistas emerge un ‘bloque popular’, cuya base sociológica son los pequeños empleados, los obreros, los artesanos, los comerciantes modestos y en general todos los perdedores, o los amenazados por la globalización. Esa clase media que ha sido despreciada por el modelo económico tras haber sido su sostén. Son los ‘chalecos amarillos’ en Francia, la ‘basura blanca’ que apoyó a Donald Trump y los ‘chalecos verdes’ de ahora, representantes de ese campo perjudicado por la insaciabilidad de la legislación ecologista, y animalista, de la Unión Europea.

Erriguel nos advierte de que un indicador “infalible” para identificar esta nueva ‘lucha de clases’ se encuentra en el discurso sobre la inmigración, que no por casualidad es cada vez más central en el debate político europeo. “El bloque elitista presenta la inmigración como indispensable, deseable y benéfica”, y produce constantes informes y relatos para decirle a la gente que la realidad no es como ellos la perciben y sufren en su día a día. Todo ello apoyado en un discurso moral humanitario de apariencia caritativa que permite a los sinfronteristas acusar de fascismo, o xenofobia, a quienes se manifiesten en contra. Salvo que sean personas afines, como el canciller alemán o el candidato socialista a la Generalitat. Ellos pueden hablar sin temor a ser condenados y degradados. “El moralismo y el antifascismo devienen instrumentos de disciplina social”.

Pero no es posible entender del todo el debate político sobre la inmigración, sin referirnos al ideario de la sociedad abierta. Un modelo social que discurre en paralelo con el proyecto neoliberal, en cuanto concibe un mundo sin fronteras y sin identidades fuertes en el que los individuos sean sujetos de derechos, pero intercambiables. El ideal de la libre movilidad de mercancías se traslada al libre movimiento de las personas, convertidas en peones de una partida de ajedrez que se libra a gran escala. Y que encuentra en la insuficiente natalidad occidental el argumento perfecto para ‘importar’ seres humanos.

El problema es que esa renuncia a la identidad que abandera el neoliberalismo —que la ve como algo atávico y atrasado, fuente de interminables conflictos— no sólo ignora sus efectos benéficos, sino también la sed de comunidad del ser humano, por lo que siempre choca con la realidad. Esa es la razón por la que constructos fláccidos, como el patriotismo constitucional, “son impotentes para luchar contra identidades carnales y arraigadas”.

Hay un problema más. “La falta de identidad produce horror vacui. Cuando una identidad se bate en retirada es inmediatamente sustituida por otra”, advierte Erriguel. Y durante demasiado tiempo la ‘retirada’ de la identidad cristiana, que había definido a Europa durante siglos, ha sido sustituida por un sucedáneo de religión laica que parasita algunos de sus códigos. El mundo de la corrección política es una religión de reemplazo, con sus dogmas, sacerdotisas y procesos de persecución pública.

Para que la movilidad humana que impulsa la sociedad abierta encuentre cada vez menos obstáculos, es importante desarraigar a los seres humanos; esto es, debilitar las raíces que les atan a un territorio y una identidad nacional o cultural concreta. Sería tentador pensar que estamos ante una idea conspiranoica, pero no hay tal. En el verano de 2012, en una comparecencia ante la cámara de los lores británica, el irlandés Peter Shuterland enunciaba públicamente este programa. Según sus palabras, que cita Erriguel, el objetivo de la Unión Europea debía ser “minar la homogeneidad interna de las naciones europeas y abrirlas a la inmigración en masa para cambiar la estructura de su población y generar crecimiento económico”. Shuterland no era ningún lunático iluminado: vicepresidente de Goldman Sachs y ex administrador del Foro de Davos, es el padre espiritual del Pacto de Migraciones que impulsa la Organización de Naciones Unidas (ONU). La ONU recomendaba a la UE entonces acoger a más de mil millones de inmigrantes antes de 2050, ideal que hoy se intuye lejano, a la vista de la evolución de los acontecimientos.

En este contexto, las derechas institucionales han estado más preocupadas por defender el proceso mundialista y globalizador, en favor del dinero y del modelo económico vigente, que por defender a las naciones de esa “desidentificación” en marcha, y defender a los individuos de los ataques a su modo de vida. Un panorama que ha cambiado con la emergencia de las incómodas nuevas derechas quienes, como vemos en la actualidad, están obligando a matizar y corregir el discurso inmigracionista y están plantando cara frente a otros dogmas del globalismo progresista.

Ahora bien, ¿qué papel le cabe al conservadurismo en este nuevo bloque ideológico emergente? En primer lugar, reconocer su fracaso: “Lo propio del conservador es conservar y, al final, siempre termina conservando lo que hay”. Este conservadurismo “degenera entonces en un progresismo ralentizado, en un progresismo culturalmente timorato”. Esta forma de actuar es la que ha creado el caldo de cultivo para las derechas mutantes, pues hay una base social que ha entendido que esas fuerzas políticas no resultaban eficaces para frenar los excesos de las ideologías izquierdistas, cada vez más visibles y disruptivas.

Frente a esto, Erriguel se alinea con una corriente cada vez más amplia que defiende que el conservadurismo debe conservar aquello que hace valiosa la existencia. Apostar, por tanto, por los valores permanentes, que están más allá de las contingencias de cada momento histórico, en un movimiento que no debe mirar tanto hacia atrás (recuperar lo perdido) como hacia adelante (construir un futuro que reconecte a las personas con su legado y con lo más valioso que han recibido). “Desde esta perspectiva, conservador es todo aquél que reconoce el deseo humano de continuidad, de duración y de estabilidad; el que piensa al hombre ante todo como heredero; el que sabe que el mundo no comienza con él y alberga, por tanto, un sentimiento de responsabilidad para con sus sucesores”, explica Erriguel, quien defiende que el verdadero conservadurismo es un pensamiento de lo sólido frente a lo fluido, de lo arraigado frente a lo nómada, de lo permanente frente a lo contingente. Y, por eso, casa mal con el imperativo del cambio permanente que parece el signo de nuestro tiempo y, frente al que se rebela en busca de cordura. En tiempos de deconstrucción se impone la necesidad de reconstruir, de volver a levantar una casa cultural y social acogedora para el ser humano.

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