Del libro Fracasología: España y sus élites, de los afrancesados a nuestros días de Elvira Roca Barea, cuya publicación cumplirá pronto un lustro, casi tan provechoso como su propia lectura es atender a las críticas que recibió. Se le acusó de cierto adanismo y envanecimiento, al considerar ella –o eso le reprochaban– que hasta su llegada todas las élites españolas políticas e intelectuales durante siglos habían estado en babia o directamente en el ajo, conjurándose contra su propio país al servicio de intereses extranjeros. También le atribuyen un uso sesgado de las fuentes, de tal manera que para que encajara mejor su relato histórico escamoteaba algunos hechos, sobrevaloraba otros y trataba con excesiva ligereza a algunos autores; he de decir que en este aspecto me resultó un tanto fastidiosa la rapidez con que despacha a escritores tan apreciables como Unamuno y Ramiro de Maeztu. Pero el meollo de la cuestión, donde uno puede ver que vuelan las navajas, está en las cuestiones estrictamente políticas: como si las anteriores críticas, de corte metodológico y académico, fueran apenas una coartada y ya la rabia contra ella no pudiera contenerse más. Ahí empieza la diversión.
El verdadero problema, nos dicen, es que parece servir a «cierto sector político español» (uno tan malo, malísimo, que se evita mencionarlo) y eso es «preocupante», «inquietante» y es «jugar a aprendiz de brujo». Su repercusión, para otros, se halla en que «ha sabido responder con éxito a las demandas emocionales del momento», por lo que tildan a la autora de «populista» (término en nuestros días casi siempre difamatorio, aunque no debiera serlo), mientras que aquel que fue Ministro de Consumo, Alberto Garzón, lo tildó de «reaccionario». La reseña de Babelia, por su parte, es muy expresiva porque va acumulando las recriminaciones sobre su estilo, fondo, extensión, orden, planteamiento, enfoque… para llegar al último párrafo donde ya no puede ocultarse más aquello que causa tanta incomodidad: «la apología española de talante conservador». Acabáramos.
Pero las anteriores son solo aperitivos, la reacción más sustanciosa fue la de Arturo Pérez–Reverte, que respecto a un libro como este sobre los afrancesados –al que dedica términos como «furibundo», «disparate», «reaccionario» y, ¡lo peor!, «antieuropeo», cuya lectura, en definitiva, le «produce vergüenza ajena»– inevitablemente alguien como él tenía que darse por aludido. Una respuesta tan airada dice más de Reverte que de Roca Barea, y nos hace intuir que más allá de tal o cual error o sesgo en una obra de más de 500 páginas que abarca varios siglos y numerosas figuras de nuestra historia, la tesis central es fundamentalmente cierta, ahora bien ¿cuál es en concreto?
Los Nikis y los Borbones
Aunque su título es bastante expresivo y muchos ya lo habrán leído, podría resumirse en que Los Nikis se equivocaron. No me refiero a que en Las Vegas jueguen al cinquillo (lo he investigado en internet y parece que no), sino a aquello otro de «con los Austrias y con los Borbones perdimos nuestras posesiones». Sería injusto equiparar ambas dinastías, pues la primera hizo posible el Imperio español en su máxima extensión y poder, además del florecimiento del llamado Siglo de Oro de las letras y las artes. Roca Barea llega a reivindicar a Carlos II, el último de dicho linaje, cuyo apodo de «El Hechizado» solo respondería a una anécdota sobre un rey que, si bien no pudo dejar descendencia y estuvo aquejado de graves problemas de salud, asumió con la mayor seriedad su responsabilidad y dejó notables logros en su reinado (las cuentas estaban en superávit, por ejemplo, frente a la tradicional creencia de un imperio quebrado), de forma que, señala nuestra autora, «la imagen de extrema decadencia y debilidad que ha quedado para la posteridad es una creación de la propaganda francesa».
Había que crear una representación negativa de los Habsburgo para justificar así la llegada de la nueva dinastía borbónica en 1700, por lo tanto, la imagen ante la historia de este monarca es la piedra angular del afrancesamiento. Fallecido Carlos II y habiéndose decantado finalmente en su testamento por Felipe V, el abuelo de este, el rey francés Luis XIV, le aconsejó en una reunión de la corte en noviembre de 1700: «Sé buen español, ese es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés y mantén la unión entre las dos naciones». España perdía su soberanía, pasando a subordinarse a su vecino del norte en un cambio de rumbo que terminará con la destrucción de su imperio poco más de un siglo después. La leyenda negra forjada en las potencias rivales lograba filtrarse así en nuestro país, de tal forma que su momento de mayor esplendor –los siglos XVI y XVII– ya no pudo ser públicamente defendido. El pasado resultaba ser ahora oscurantista, despótico y miserable, todo un fracaso; frente a él, España necesitaba progresar mediante una perpetua invocación de reformas (administrativas, económicas, culturales) que la acercaran a sus modelos europeos tan modernos e ilustrados ellos. Ese pasaba a ser el discurso oficial y el que tenía que repetir todo aquel que quisiera medrar en nuestro país.
Los que más se aplicaron en la tarea, llegando incluso a favorecer la invasión de su patria por el enemigo durante el periodo napoleónico, pasaron a conocerse como afrancesados. Sus maneras perduraron en el tiempo, fueron replicadas de forma más o menos consciente por políticos y escritores a lo largo del siglo XIX… y aún después, dado que hoy en día nos resulta extrañamente familiar esa mueca de disgusto ante unos compatriotas que nunca están a la altura de uno mismo, esa asunción de un pasado vergonzoso que otros han escrito y la consiguiente aspiración de huir de él montándonos en un perpetuo reformismo/modernización (¡ah, la «gran reforma nacional» de Albert Rivera!) que resulta ser un tiovivo que nos dará muchas vueltas antes de dejarnos en el mismo sitio. Pues bien, ¡cómo no iba a darse por aludido Reverte, si ha hecho carrera a base de repetir todos esos clichés afrancesados!
Del cojonudismo al volterianismo
Reverte vende muchos libros en el mundo anglosajón y en Francia recibe una considerable veneración, particularmente en su ámbito institucional. Bien, no es sorprendente, les dice lo que quieren oír y entonces se ven reafirmados (si hasta los propios españoles lo dicen de sí mismos será verdad). Pero quizá de lo que no seamos conscientes es de hasta qué punto esto es así. Tenemos, para empezar, que en 1998 recibió la Medalla de las Artes y de las Letras de Francia. Cuatro años después le otorgaron la medalla de la Academia de Marina francesa. Ya en 2008 el embajador francés en España lo condecoró con la medalla de Caballero de la Orden Nacional del Mérito , esto fue reseñable porque durante el acto nuestro afamado escritor recordó que su bisabuelo luchó en Waterloo (del lado napoleónico, claro) y que él también se siente francés. Así que su patria no solo es el mediterráneo, como apuntaba días atrás, también un poco lo es Francia. Salvo España le vale cualquiera. Pero sigamos, pues ya en 2017 recibió en de manos de la Academia francesa el premio Jacques Audiberti ¡Pues sí que lo adoran en el país vecino!
Seguramente alguien me objetará: «si recibe tantos premios es porque se lo merece, simplemente reconocen su talento, envidioso». Veamos, cuando en TVE proclaman a Julia Otero e Iñaki Gabilondo nada menos que entre los mejores españoles de la historia , tenemos serias dudas de que eso sea realmente así. Es tan sencillo como que los premios recompensan un discurso que resulta conveniente para el poder que los otorgan. Pues bien, lo mismo ocurre con prácticamente cualquier otro premio, dentro y fuera de nuestras fronteras: desde los Óscar, pasando por el Nobel de la Paz o el de Literatura (vean quién los ganó y quién no) hasta llegar, naturalmente, a los que conceden las instituciones francesas.
Entonces… ¿qué hay en la obra de Reverte para recibir estos mimos? Pues pura y simplemente leyendanegrismo a garrafón. No hace falta más. Hace unos años un autor que se hace llamar Un filósofo vizcaíno publicó esta brillante disección del personaje y sus libros: «Por su obra suelen rondar, bajo distintas máscaras y cáscaras, dos personajes muy concretos. Uno es un pobre diablo al que un desdichado azar ha enrolado bajo banderas (las de España, concretamente) para él absolutamente ajenas –como no podía ser menos– (…) El otro, el ‘héroe cansado’ por usar los términos del mismo autor, es un trasunto bastante transparente de Pérez-Reverte, en el que él gusta verse reflejado. (…) Su admiración por los Tercios, por la bravura de aquellos hombres, y su simultáneo desprecio por sus almas, se desparrama en un absurdo despliegue de testosterona que no lleva a ninguna parte. Pérez-Reverte no cree en que la Historia de España dé para más que para estéticas derrotas: nada sobre lo que se pueda edificar ni presente ni futuro (…) Alatriste acaba sirviendo en el mejor de los casos para suscitar ese tipo de comentarios complacientes al estilo de cómo éramos, qué tíos aquellos, que se lo llevaban por delante».
Esta actitud que, si no recuerdo mal, la propia Roca Barea definió como «cojonudismo», es también la que Reverte despliega con gran estruendo en sus artículos y apariciones públicas. Profiere insultos y juramentos, se indigna mucho y clama al cielo… pero eligiendo cuidadosamente sus adversarios, por supuesto, de tal manera que no pase al final de ser una proclama melancólica y estéril para que todo siga como está («¡España no tiene arreglo!»). Se ve que a sus numerosos lectores estas emociones fuertes les bastan, de tal manera que –y esto es lo más sorprendente de todo– pasa por ser apreciado también entre un público autóctono que podría definirse como patriota o conservador.
En cualquier caso, si hablamos de afrancesados contemporáneos no podemos quedarnos solo en esta figura, que lejos de ser la excepción es la norma. Francia ya no es la potencia de antaño (a juzgar por Fracasología, cabría decir que nunca lo fue) y la actitud afrancesada se ha diversificado y desplazado hacia otras potencias ahora dominantes, así como a un genérico europeísmo. Pese a todo, las personalidades más notables de nuestro panorama cultural han sabido apañárselas para seguir siéndolo. Leyendo a Roca Barea y a otros autores como Xavier Andreu Miralles uno constata el fuerte componente antiespañol que tuvo la ilustración francesa, conglomerado de elementos masónicos, protestantes y chovinistas. Más concretamente Voltaire proclamaba que España no solo era la región más desconocida de Europa, sino la que menos merecía la pena conocer.
Pues ese fue precisamente el filósofo que Fernando Savater fue a tomar como referente intelectual fundamental, ya es mala pata, una vez Nietzsche se le fue quedando atrás ya a partir de los años noventa. Así que tras ser seleccionado como «finalista del Premio Planeta» le faltaba escribir el libro por el que debía merecerlo: El jardín de las dudas. Novela sobre una aristócrata francesa que decide comenzar a cartearse con Voltaire aburrida tras haberse trasladado a un «Madrid que no es capital ni nada que se le parezca sino simplón pueblo grande, lleno de moscas, de mierda, de rezos, de curas, de hembras sin cerebro ni instrucción bostezando tras sus rejas de gañanes embozados que no piensan más que en las fechorías de los bandoleros y en las estocadas de los matadores». Como pueden imaginar el resto del libro sigue ese mismo enfoque de autodesprecio nacional más o menos humorístico: así que en Francia se premia a escritores que hacen gala de antiespañolidad… y en España también.
Lo que nos lleva a sospechar, en conclusión, que Savater, Reverte y tantos otros que ejercen de leyendanegristas –afrancesados, anglófilos, europeístas o lo que toque en cada momento– probablemente lo harán con cierta convicción (el sentido común y dejarse llevar por la corriente vienen a ser la misma cosa), pero siendo muy conscientes en su fuero interno de que la enorme relevancia pública que se les ha concedido dentro y fuera de nuestras fronteras es, precisamente, por ese discurso. Si hubieran sostenido otro diferente muchas puertas les habrían sido cerradas. Ahí está el problema.