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Autodefensa o autolesión

Ignoro las razones que llevaron a Pablo Iglesias a recomendar la serie Autodefensa, una original ficción hiperrealista de Filmin sobre dos chicas jóvenes que llevan una vida desordenada, vacía y caótica. Pero me sumo al elogio, aunque sospecho que los motivos por los que yo también la considero «una maravilla» serán bastante distintos a los del exdirigente de Podemos. 

Autodefensa no es una serie fácil, ni complaciente. No lo es con nadie. Ni con sus protagonistas; ni con los discursos en los que dicen creer; ni con la generación que, de algún modo, retratan. Tampoco es amable con el espectador, al que exige una mirada capaz de ir más allá de las apariencias. Una mirada que quiera entender y conocer antes de juzgar, pero sin renunciar a ello. 

La rabiosa honestidad de sus creadoras —Berta Prieto y Belén Barenys con la dirección de Miguel Ángel Blanco — y su decidida voluntad de desnudarse en cuerpo y alma, pero, sobre todo, en alma, aporta abundantes elementos de juicio para reflexionar sobre el mundo en que vivimos. Incluso para pensar que quizás las protagonistas no se están haciendo las preguntas adecuadas acerca del porqué de una profunda insatisfacción, incluso angustia vital, que no nos esconden. 

Hay muchas formas posibles de entrar en Autodefensa, pero les propongo aprovechar esta declaración a El País de una de las creadoras, Belén Barenys: «Ninguna de mis amigas tiene una relación normal con el sexo o los hombres». Es una buena puerta de entrada porque esa anomalía es como un leitmotiv de la serie, que a veces se hace más explícito, como tema principal, y en otras ocasiones comparece como insistente bajo continuo.

Autodefensa nos ilustra con gran crudeza sobre el drama sordo de la banalización del sexo; sobre la evaporación del amor como lazo distinto de la amistad; sobre la necesidad compulsiva, consumista, de buscar el placer como gran objetivo vital, esa ideología del plusgoce de la que habla Diego Fusaro. Todo eso está en la serie de Filmin, retratado con una desnudez y crudeza que desconcierta a quienes contemplamos esas vidas de ficción, pero tan reales y verdaderas, desde una generación y unos valores personales radicalmente alejados de lo que vemos. 

Quizás por esa distancia uno echa en falta una inquietud más productiva, unas preguntas más acertadas, un afán de búsqueda que sea capaz de mirar más allá del reducido ecosistema social en el que nuestras protagonistas se mueven. Tampoco nos muestra la serie un afán de mejorar que dure más allá de unas horas, una capacidad para trascender la realidad, o la voluntad de encontrarle algún sentido a la existencia. Ni siquiera los sueños personales tienen verdadera grandeza, y oscilan entre lo excéntrico, lo pintoresco y lo pragmático. Como tampoco la angustia y los ataques de ansiedad que acompañan la vida caótica de las protagonistas suscitan verdaderas reflexiones. Son señales de un malestar moral que no se quiere mirar a la cara y que se prefiere encarar como una gripe, como una fatalidad temporal que te hace dependiente de los fármacos, pero que no suscita duda alguna sobre el rumbo de la propia existencia

Se trata de lagunas de una gran relevancia, por lo que nos revelan. Tan importante como las preguntas que uno se hace —y que aquí giran en gran medida en torno al feminismo y la autoafirmación— están las que uno no se hace. Y las que Berta y Belén no se hacen gritan clamorosamente.

Estamos ante dos jóvenes extremadamente liberadas, desinhibidas y despreocupadas que escapan a los clichés habituales con que el mundo audiovisual ha venido retratando a las mujeres, y que nos son mostradas sin filtros ni Photoshop. En un gesto de coraje que merece alabarse; ambas creadoras y protagonistas han decidido exponerse, desnudarse, en los dos sentidos del término, mostrando una parte de su verdad como personas reales. Y ese retrato nos muestra a dos personas bastante alocadas, adictas al sexo, las drogas y las fiestas, pero también muy narcisistas y caprichosas. Y con una capacidad de sacrificio muy limitada. Dos mujeres obsesionadas con el poder, con la disputa del espacio, que van por la vida a la defensiva.

Su objetivo principal parece ser doble: por un lado, evitar a toda costa cualquier situación que se perciba como abuso o atropello. Por otra, no parecerse en nada a las referencias femeninas que con toda seguridad las rodean, ni mucho menos a los modelos recibidos. Pero, ni siquiera en medio de sus más graves ataques de ansiedad, son capaces de preguntarse si no se estarán autolesionando con sus actitudes; si su visión del mundo no será más nociva que liberadora; si sus valores no serán responsables, en parte, de sus insatisfacciones. Aquellas que perciben en sus mayores las achacan a los códigos en los que fueron educadas, pero no se aplican el mismo baremo de análisis a sí mismas. 

Aunque sus creadoras aseguraban en una entrevista con la Cadena SER que no creían en el concepto de empoderamiento, sus personajes resultan difíciles de entender fuera de esa clave. En una de las escenas, Berta le reprocha a una amiga ocasional que salga en defensa de su novio y contra ella: «Claudia, tía, tienes que espabilar, porque eres buena chavala, pero te van a devorar». Un poco antes le ha preguntado: «¿Por qué acabas siempre con gilipollas?». Y el capítulo anterior, ‘Odiar a los hombres’, nos muestra a nuestras protagonistas enseñándoles sus verdades esenciales a unas niñas que tienen a su cargo: «No pierdas ni un minuto de tu vida con un hombre». Hombres que comen el coco a las mujeres, en vez de comerles el coño, como sería su deber, según el código vital de nuestros personajes.

De modo que, con las premisas que la propia serie nos muestra, parece bastante lógico que las mujeres pertenecientes a ese mundo tengan problemas con el sexo y con los hombres. ¿Cómo podrían no tenerlos?, sería la verdadera pregunta. Nada que parezca requerir esfuerzo, nada que pueda llevar a salir de uno mismo, es aceptable. La mera posibilidad de poner en cuestión el ego narcisista se percibe como asomarse a un abrupto abismo.

Un narcisismo que, desde luego, es muy poco autosuficiente pues, en última instancia, depende de los demás, de la tribu. En el capítulo más breve de la serie, ‘El Evangelio según Berta y Belén’, que evoca estéticamente la película de Pasolini ‘El evangelio según San Mateo’, las dos protagonistas nos exponen sus ‘enseñanzas’. «Deberéis hacer todo lo que os proponga la gente, para que os quieran y sigan invitándoos a las fiestas. Da mucho miedo ver la vida pasar desde la ventana de tu diminuto piso de Gracia». La vida como una cerilla que se agota y cuyo calor y luz fugaces hay que apresar ansiosamente.

Pero qué pensar de este otro ‘mandamiento’: «No seáis sinceros con vuestros seres queridos; la verdad nunca fue una buena compañera. La gente que os quiere no espera de vosotros que le digáis toda la verdad». O de este otro: «Para no sentirte un fracasado tienes que conseguir que nadie en tu entorno sea feliz jamás, que ninguno de tus amigos cumpla sus sueños y se ahoguen todos en el estanque de los que jamás podrán lograrlo». Es difícil saber cuánto hay de ironía, de denuncia o de cruda sinceridad en tales proclamas, pues nada en la imagen nos da pistas al respecto. En cualquier caso, hay una clara voluntad de retratar un mundo que se rige con unas reglas que nada, o muy poco, tienen que ver con las del humanismo que ha regido hasta ahora. La dependencia del aprecio ajeno, de la atención ajena, de los ‘after’ ajenos, se ha convertido en un absoluto. Y el interés propio se reconoce como la principal unidad de medida ética. En un mundo donde Dios no está presente, ni aún como recuerdo, las cenizas de la educación recibida sólo sirven como utillaje para el cinismo y la ironía. Y así este ‘Evangelio’ es un ‘Anti Evangelio’.

Pero hay más claves, desde luego, que la propia serie nos proporciona. En el primer capítulo, vemos a Berta tener un amago de relación sexual con un chico en una de las fiestas. Como la relación se frustra, el chaval se queda lleno de dudas y con un enorme sentimiento de culpabilidad, lo que le lleva a presentarse a primera hora de la mañana en la casa de ella, lloriqueante y aterrado, temeroso de haber hecho algo mal (de lo que no se acuerda, porque iba muy colgado) que ella pueda denunciar públicamente en las redes sociales y que le arruine la vida. La visión de ese joven, presa de la angustia, dispuesto a cualquier forma de auto humillación para que se le perdone un delito que nosotros como espectadores sabemos bien que no ha cometido, es un espectáculo sobrecogedor. No he visto ninguna escena que refleje mejor el nuevo clima de miedo que el feminismo ha instalado en las relaciones entre los sexos. Y sí, Berta es legal y no se aprovecha de su situación de poder, pero ella misma reconoce que sintió la tentación de hacerlo.

Este episodio es especialmente revelador porque muestra lo que hay detrás de tantas realidades cotidianas, desde eslóganes como ese de ‘yo sí te creo, hermana’, a la difuminación del principio de la presunción de inocencia, y la extensión de la presunción de culpabilidad a través de ideas como las de ‘machismo estructural’, ‘violencia de género’ o ‘masculinidad tóxica’. Quizás sin pretenderlo, Berta y Belén nos muestran la cara oculta de tales discursos, el efecto real que producen en los varones más inseguros o frágiles, esos que, supuestamente, luego se ensalzan, pero que, en realidad, se desprecian. 

La serie muestra la patética ridiculez de todos esos discursos que, en nombre del feminismo, reclaman a los varones una caballeresca castidad y contención si se encuentran con una mujer con las facultades mermadas por el alcohol o las drogas. Según esa visión —a la que nos sumaríamos encantados si se tratara de una recuperación global de esa cultura del gentleman y no de una mera ocurrencia— no podría haber sexo en las fiestas del barrio de Gracia, pues en todos los casos los participantes participan, de un modo u otro, con sus facultades alteradas. 

De igual modo, la serie de Filmin muestra cuán perdida tiene el feminismo la batalla contra el porno en sus propias filas. Aunque la serie no nos muestra a sus personajes viéndolo, el porno, en su entendimiento mecanicista, animal e impulsivo de la realidad sexual, se ajusta como un guante a esta idea de plusgoce de consumo rápido, sin responsabilidad, y desprovista de cualquier consideración ajena a la búsqueda de placer, que prima en una serie como ésta. 

Pero no podemos concluir sin referirnos al capítulo más significativo de la serie, el número 8, ‘Actos colectivos’, donde se denuncia, a través de un ardid narrativo, la supuesta impunidad de los abusos sexuales en el cine. Lo revelador del caso es que todas las dianas van dirigidas a personajes progresistas —como es obvio, pues cualquier otro espécimen es una rarísima avis en la industria cultural española— que, para colmo, se presentan públicamente como comprometidos con la igualdad y feministas. 

Pero lo mejor es que, al analizar con detenimiento el desarrollo del acoso a las aspirantes a actrices, descubrimos que toda su retórica se basa en la misma cultura banalizadora del sexo que la serie muestra, adobada, además, con discursos de supuesta emancipación del “sentido de la intimidad occidental” y otros de similar pelaje. Queda claro que es la retórica progresista, y su praxis asociada, las que proporcionan el marco discursivo en el que son posibles esas operaciones de ‘seducción’. Nuestras protagonistas se rebelan, por descontado. Perciben el engaño y el juego de poder. Pero, en realidad, a lo único que pueden agarrarse es al consentimiento: ‘te digo no’. Porque en lo demás, el espectador entiende que muchas mujeres cedan, sin que eso impida deplorar la actitud del director abusador. Se entiende, porque en un mundo de sexo banalizado y compulsivo, donde se hace el amor con desconocidos sin un gran criterio, ni un gran propósito, poder lograr un papel parece una motivación tan inaceptable como cualquier otra para irse a la cama. Y así, ‘Autodefensa’, precisamente por ser una serie honesta, que se compromete con su verdad, nos permite pensar sobre los temas que propone, unas veces a su favor y otras contra ella, siguiendo la máxima del filósofo Gustavo Bueno: «Pensar es siempre pensar contra alguien». Hay que agradecer a Berta y Belén que nos ayuden a analizar la realidad, aunque lo hagamos en una dirección seguramente distinta a la que a ellas les gustaría

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