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Barbero del rey de Suecia

Quien reseña libros, que tiene el muy placentero trabajo de hablar de lo que le entusiasma, tiene que sobrellevar una maldición paralela: parecer un tipo presuntuoso que pretende imponer lecturas a su prójimo. Así se mantiene el equilibrio en el universo. Como nuestra época tiene dos males acuciantes: la falta de tiempo y la edición desmesurada de libros, la maldición se torna más antipática, si cabe. El sobrepasado lector interesado en las ideas y los libros no da abasto. Hay quien ha suplicado que no le regalen más libros si no le regalan con ellos el tiempo necesario para leerlos. El gran José María Valverde llamaba la atención sobre un hecho curioso: el mercado literario es el único en que la gente está deseando pagar más por menos cantidad de mercancía. Los libros breves, aunque valgan lo mismo o más que los tochos, se venden mejor. Es un síntoma del agobio del público lector. Como para que encima venga uno a ponerles tarea a ustedes como si fuese un acerbo maestro de escuela.

A partir de la semana que viene traeré un libro cada sábado, novedad o clásico, pero no para angustiar a nadie, sino para tratar a los lectores a cuerpo de rey

Hace tiempo encontré una solución. No sé qué rey sueco, algún Gustavo, agobiado como todos, aristócratas y plebeyos, porque el arte es largo y la vida un soplo, dio con un remedio a sus ansias insaciables de lectura. Su barbero tenía la obligación de ir —mientras rasuraba la real mejilla— resumiéndole algún libro de interés y, sobre todo, repitiéndole las mejores frases del volumen. El rey se decía que, de la mayoría de los títulos que había leído en su vida, no recordaba casi nada y nunca tanto como las pocas citas que le recortaba su sirviente. A veces el barbero terminaba despertando el interés del Rey, que leía el libro, y aquel fracaso (su trabajo era ahorrar lecturas, no multiplicarlas) le llenaba de una humilde, secreta alegría; otras veces, no, y el Rey citaba el libro como si lo hubiese leído, convencido de haber captado su espíritu. En esos casos, el barbero sabía que la recensión había dejado un apurado perfecto, y se envanecía de su oficio, con melancolía. Cuando la barba se puso de moda en todas las cortes europeas, aquel Rey de Suecia no dejó de aparecer perfectamente afeitado en todos sus actos públicos. Aquello chocaba un tanto a los otros monarcas. Claro que también les escandalizaba lo leído e informado que se mostraba en su conversación. Era, ciertamente, un extravagante.

Yo aspiro a no renunciar al dulce oficio de hablar con entusiasmo de los libros que leo y merezcan la pena, pero desprendiéndome de la maldición de imponerles a ustedes nada de nada

A partir de la semana que viene traeré un libro cada sábado, novedad o clásico, pero no para angustiar a nadie, sino para tratar a los lectores a cuerpo de rey. O sea, como aquel barbero. Pondremos en antecedentes sobre el autor, la obra y su intención general y, luego, recogeremos sus frases más enjundiosas, más ingeniosas o más ajustadas con ningún comentario o alguno muy breve. De modo que el lector de la reseña tenga un acceso directo a la voz del autor, y no a mis consideraciones. El estupendo poeta Juan Antonio González-Iglesias (Salamanca, 1963) ha expresado este deseo propio de quien tiene una vasta cultura clásica: «¿Sería pedir mucho que mi obra completa,/ cuando pasen los siglos/ no llegue a rebasar los veinticuatros hexámetros/ de una inscripción antigua?». Con el barbero no hará falta esperar a los siglos (todos calvos), sino que vamos a proponer a bote pronto que de los libros tratados nos queden en la memoria 12 o 24 citas auténticas y valiosas como de inscripción antigua. A menudo, de la lectura que hacemos de cabo a rabo tampoco nos queda mucho más en la memoria. Paul Valéry lo veía como un proceso irremediable: «El sucederse de los tiempos transforma toda obra y, por tanto, todo hombre, en fragmentos». Aunque no se trata, por supuesto, de trocear al albur, sino de escoger lo mejor. Concediéndole a cada autor lo que pedía Ezra Pound: «Todos los hombres tienen derecho a que sus ideas sean examinadas una por una y no sean confundidas unas con otras».

Como decía Ortega y Gasset: «La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada». Yo aspiro a no renunciar al dulce oficio de hablar con entusiasmo de los libros que leo y merezcan la pena, pero desprendiéndome de la maldición de imponerles a ustedes nada de nada. El propósito es dejarles la frescura after shave de la sensación de que no necesitan leerse el libro. Si fracaso y se lo compran, siempre podré aducir en mi defensa mi buena intención barberisca. Si ustedes se conforman con el rasurado a navaja del barbero, me quedará, además, la satisfacción del deber cumplido.

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