En El Napoleón de Notting Hill, Chesterton nos describe la rebelión emprendida por un idealista para defender la identidad local de su barrio frente a burócratas y especuladores. Los oligarcas de Londres no toman en serio las reivindicaciones de este pequeño agitador hasta que es demasiado tarde. En esta divertida novela, Chesterton reivindica el valor del arraigo, del pequeño comercio y la trascendencia de la acción del hombre común para provocar grandes cambios. La gesta de un héroe de barrio acaba adquiriendo tintes épicos. De ahí que el título de la novela no sea un oxímoron, sino una distinción bien merecida.
En los momentos en que Chesterton escribió El Napoleón, Europa se dirigía de cabeza a una gran guerra y el comunismo se esparcía por el mundo como una mancha de aceite. ¿Por qué dedicar una novela al pequeño comercio y a la identidad local? Chesterton no solo dedicó una novela a estas cuestiones, sino que fundamentó sobre ellas todo un pensamiento político de tercera vía.
De alguna forma, Chesterton ya estaba pronosticando, con un siglo de antelación, la llegada de la globalización
En la era del capitalismo industrial, Chesterton ya nos prevenía que «hoy todo el comercio y todo el negocio tiende hacia los grandes conglomerados comerciales, más imperiales, más impersonales, más internacionales que una Commonwealth comunista». De alguna forma, Chesterton ya estaba pronosticando, con un siglo de antelación, la llegada de la globalización.
El tiempo le ha dado la razón. Los estudios sobre el actual incremento de la desigualdad muestran que existe una clara tendencia hacia la concentración de la propiedad y el capital a escala mundial. El actual modelo económico favorece la acumulación de riqueza en pocas manos, sin importar las naciones ni las fronteras. La evolución natural de una gran empresa es convertirse en una corporación transnacional y aplicar la lógica del beneficio. Esta lógica lleva a fabricar donde cuesta menos, tributar donde se paga menos y vender donde el producto se paga más caro.
A largo plazo, la lógica transnacional acaba provocando en Europa la deslocalización de empresas, la evasión hacia paraísos fiscales, la destrucción de empleo, la decadencia de barrios y ciudades y la pérdida de competitividad ante terceros países que aplican el dumping social. Los perdedores de este modelo económico son las clases medias y populares, y los ganadores una reducida élite global con un patriotismo cada vez más debilitado.
Como señaló Christopher Lasch en los años setenta, «la desnacionalización de la actividad empresarial tiende a producir una clase de cosmopolitas que se ven a sí mismos como ‘ciudadanos del mundo’ pero sin aceptar (…) ninguna de las obligaciones que impone la ciudadanía en una polis».
A un conservador le gusta el libre mercado como principio de organización económica, pero —por encima de eso— cree que la economía debe estar al servicio de las familias y las comunidades
A un conservador, esta deriva le provoca perplejidad y disgusto. A un conservador le gusta el libre mercado como principio de organización económica, pero —por encima de eso— cree que la economía debe estar al servicio de las familias y las comunidades. No al revés. Por eso, un verdadero conservador desconfía tanto de las grandes empresas como del gran gobierno. Cree que la acumulación de poder corrompe, ya sea un poder público o un poder privado.
Los efectos adversos de los grandes grupos mercantiles se ven muy claros con un ejemplo. Hace unos años, realicé un viaje en coche por el sur de los Estados Unidos. Esa zona del país es bien conocida por su hospitalidad, su patriotismo y su gusto por las antiguas tradiciones. Sin embargo, durante los días que estuve en ruta me costó encontrar cerca de la autopista un restaurante que no fuera una franquicia de comida rápida, o un hotel que no perteneciera a una gran cadena. Además, la belleza natural del territorio se veía permanentemente mancillada por enormes carteles publicitarios de conocidas marcas comerciales. En las ciudades aún resistían los negocios independientes, pero se veía que estaba en marcha un fenómeno de estandarización imparable.
La uniformización que no consiguió el modelo soviético está llegando de la mano de las grandes empresas
Y este es el modelo que se ha exportado worldwide. Los europeos vestimos igual, decoramos nuestras casas igual, escuchamos las mismas listas de éxitos, vemos las mismas series y películas, comemos en los mismos restaurantes y aceptamos los mismos consensos sin rechistar. La uniformización que no consiguió el modelo soviético está llegando de la mano de las grandes empresas que operan en el supermercado global.
Por eso, de forma intuitiva, un conservador tiende a preferir lo pequeño y local frente a lo grande y global. Su ideal económico estaría basado en multitud de empresas familiares, pequeñas tiendas, calidad artesanal, y todo ello con un toque personal en cada negocio. El consumo en las tiendas de barrio o pueblo es un acto de protección de lo nuestro. Gracias a ello, el dinero circula por nuestros barrios y contribuye a la prosperidad de nuestro entorno más cercano. El dinero que invertimos en el comercio local asegura los puestos de trabajo de nuestros vecinos y se convierte en una redistribución hacia familias cercanas a nosotros. Además, los establecimientos de barrio o de pueblo acaban convirtiéndose en un lugar de encuentro. Así, el comercio local genera un círculo virtuoso que fortalece el arraigo y los lazos comunitarios.
Esto no debe implicar que no haya espacio para las grandes cadenas o las enseñas internacionales en nuestras vidas. Es, simplemente, una cuestión de proporción. A todos nos apetece un día ir al cine y comer una hamburguesa. Pero no es deseable que las grandes empresas y establecimientos marquen el tono de nuestra cultura y de nuestras ciudades.
Los vientos no son favorables. El actual sistema económico empuja con fuerza. Por eso, Chesterton tenía razón. La defensa de los pequeños comercios y los vínculos locales es una tarea para napoleones.