«Hoy estamos en el triste periodo en que la soberanía social sucumbe aplastada por la soberanía política, en que el Estado lo invade todo, porque no tiene fronteras, llega hasta los últimos límites y no admite ninguna persona que exista por propio derecho fuera de sus dominios, retrocediendo así hasta la época pagana, en que la Sociedad y el Estado fueron una misma cosa». Juan Vázquez de Mella
Se llamaba Gaspar de Añastro Isunza y poco se sabe de su vida. Debió de nacer en Vitoria a mediados del XVI, el siglo que vio a España y Portugal explorar el nuevo mundo. Militar destinado en Flandes, donde permaneció nada menos que veinte años. Algunos datos parecen confirmar una fuerte personalidad, quizá un carisma particular. No se vio ajeno a disputas y controversias y participó, según se cuenta, en el intento de asesinato de Guillermo de Orange. Terminaría siendo nombrado tesorero de la infanta Catalina Micaela, hija de Felipe II, cuyo matrimonio con el duque de Saboya propició también un giro biográfico en la vida de Añastro. De las armas a las letras comenzó a frecuentar un pequeño círculo en Turín de españoles interesados en el estudio de las nuevas ideas políticas. Es aquí donde debemos situar su encendida pasión por la obra recién publicada de un autor francés, Los Seis Libros de la República de Jean Bodin, que se decidió a traducir. Lo hizo con indisimulada admiración a juzgar por el entusiasmado prólogo que precedió a la primera versión de la obra en castellano y el no escaso nivel de dedicación y esfuerzo económico que suponía dicha tarea.
Bodino, epicentro político del seísmo moderno
En la obra monográfica que le dedicó en 1935 al pensamiento político de Bodino, Francisco Javier Conde recordaba que no hubo quizá momento de mayor tensión dialéctica en la historia política y espiritual de Occidente que el siglo XVI. «Parece —afirmaba— como si todas las fuerzas espirituales y materiales de desintegración se hubiesen dado cita a lo largo de esta centuria para dar al traste con la cultura occidental». En efecto, pocos conceptos han revolucionado tanto la concepción occidental del orden político como el de la soberanía bodinianamente concebida. No en vano este concepto representó, según el criterio del catedrático tradicionalista español Francisco Elías de Tejada, coincidente en este punto con el de Conde, una de las cinco rupturas del orden político medieval asociado a la Cristiandad. Aquí figura Bodino, por derecho propio, junto a los Lutero, Hobbes y Maquiavelo, responsables, por este orden, de la descomposición política, religiosa, jurídica y ética, según el académico y jurista español, de la Chistianitas. Conde, por su parte, destacó que Bodino no vaciló en poner su esfuerzo al servicio de esta empresa de titanes, pues intuyó maravillosamente el rumbo del proceso histórico. Su pensamiento político quiso guiar ese rumbo intuido y no se puede negar que lo lograra. «Es, por decirlo así, la filosofía perenne del Estado moderno —destaca Conde— mientras subsista esta forma histórica». Y todavía, a duras penas, subsiste. Con esa filosofía y con esa forma política, inevitablemente, comenzó a derrumbarse la hegemonía española vinculada a la forma política imperial. La Paz de Westfalia de 1648 sellaría definitivamente el núcleo programático del nuevo modo cratológico de pensamiento político.
La concepción bodiniana de la soberanía no sólo se manifiesta en las formas absolutistas de la monarquía que defendió en vida. De la misma forma que el contractualismo social de Hobbes no se ciñe a la defensa circunstancial de una forma de gobierno sino que funda el orden constructivista de la modernidad política, los elementos esenciales de la soberanía expuestos en la obra de Bodino se encontrarán también, dos siglos después, en el centralismo revolucionario jacobino. La estatolatría de la Revolución liberal moderna aprovechó esos materiales de base para reafirmarlos en un nuevo marco político y moral, más abstracto e impersonal si cabe. Bodino es un punto de partida, no de llegada. Sus resabios organicistas medievales fueron eliminados progresivamente, quedando la soberanía moderna afirmada en su pureza conceptual. «La revolución francesa creó una multitud de cosas accesorias y secundarias —aseveraba Tocqueville— pero no hizo sino desarrollar cosas principales que existían antes de ella». La Revolución solo fue un capítulo más en la historia natural del crecimiento del poder.
Hay, así, un antes y un después de Bodino. Aunque el término de soberanía se empleaba con anterioridad a sus Repúblicas, solo significaba que no cabía superior en el sistema de rangos y jerarquías que reconocía como natural el orden medieval. Bertrand de Jouvenel advierte, en su obra monográfica dedicada a la soberanía, que durante el milenio medieval jamás se creyó, ni siquiera se imaginó, que existiera en provecho de voluntad humana cualquiera un derecho ilimitado de alterar y ordenar las relaciones humanas. La potestas no se entendía, en modo alguno, como ese poder absoluto y perpetuo (la puissance absolue et perpétuelle) de la célebre fórmula de Bodino. La idea de un poder semejante era inconcebible para la mentalidad de la época. Inconcebible fuera del terreno de la teología. De hecho, la idea moderna de soberanía debe entenderse como una sutil forma de expropiación política del perímetro conceptual teológico, confirmando así la hipótesis de Carl Schmitt: los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados. Así, la unidad e indivisibilidad de la soberanía bodiniana requiere de ese principio teológico pues, recuerda Conde, “lo que Dios es en el universo, es el Príncipe dentro del Estado”. Después de Bodino, pensar la política es pensarla con esa soberanía de fundamento teológico-político, convertida desde entonces en clave de bóveda de todo el edificio del derecho político moderno. De Bodino a Hobbes, de Bodino a Rousseau, de Bodino al Estado jacobino, de Bodino al Estado Totalitario y de Bodino al Estado Providencia, el sistema afinará sus modelos y sus formas, pero siempre lo hará en el seno de una problemática cuya gramática, vocabulario y sintaxis fueron inaugurados por Bodino y sus seis libros. No debe extrañar entonces que ninguno de esos libros, empezando por el primero, fuera muy bien recibido en nuestra piel de toro.
Añastro, soldado de ideas extranjeras
Los requiebros de Gaspar de Añastro Isunza en su labor de traducción nos aportan no pocas pistas para introducirnos en el tema. El vizcaíno debió de ser consciente de la carga explosiva del concepto de soberanía para nuestra tradición política y eliminó, pro domo sua, toda referencia al término, traducido fraudulentamente mediante la fórmula clásica de suprema auctoritas. Llamativo abuso de su posición de intérprete ya que el término existía tanto en la lengua francesa como en la española y se empleaba corrientemente, mas nunca en el sentido moderno. El problema era de base. Para empezar, la sociedad medieval no era ese agregado uniforme de átomos individuales organizado por un Leviatán, sino esa «gran cadena de deberes» que describió Augustin Thierry con fórmula precisa. El orden regido por la jerarquía y la pluralidad era la seña de identidad de la concepción orgánica medieval. La soberanía moderna de Bodino, a pesar de sus reminiscencias organicistas, invalidaba a la postre esa cosmovisión e imponía, frente a ella, la imagen de un poder tendencialmente uniformizador: el Estado. Es decir, un poder hostil a cualquier forma natural de superioridad y jerarquía, salvo, claro está, la artificial del mismo poder, entidad trascendente, separada del cuerpo político y, por tanto, constitutivamente ajena a él, como señalaría Jacques Maritain en El hombre y el Estado. Y es que, con Bodino, el soberano ya no forma parte del pueblo. Domina a la sociedad del mismo modo que Dios domina el cosmos.
Una revolución antropológica estaba en marcha en paralelo a la elaboración de la moderna soberanía: la que marca, en la formulación de Louis Dumont, el tránsito del Homo Hierarchicus al Homo Aequalis. Es la revolución que pensadores como Higinio Marín o Peter Sloterdijk han descrito magistralmente en sus obras. La historia de la idea de soberanía no se entiende fuera de este marco general de construcción socio-histórica, largamente incubada, del sujeto moderno autodeterminado, de ese gran Yo emancipado de linajes y genealogías. La noción moderna de soberanía avanza así imparable, apoyada en y reforzada por la doctrina atomista y subjetivista de una sociedad que excluye el fundamento mismo de la filiación. Esto hubiera podido chocar a Bodino, que escogió escribir esta sentencia en la primera línea de la primera página del primero de sus Seis Libros: «República es un justo gobierno de muchas familias y de lo común a ellas con suprema autoridad». Sin embargo, lo cierto es, como explicaba Hannah Arendt, que a medida que progresa la sociedad entendida en términos modernos disminuye el peso de la familia. Necesariamente, por tanto, la soberanía estaba llamada a cambiar de titular: de la monarquía a la nación política abstracta y de esta, como hoy se dice, a la sociedad de presuntos ciudadanos libres e iguales. Cuanto más líquido y desencarnado, cuanto más ficticio y anónimo, mejor es el encaje del cuerpo político con el concepto moderno de soberanía. La predisposición era genética, no solo ambiental.
Volviendo a Añastro y a sus denodados esfuerzos de traducción e interpretación, lo cierto es que nuestro autor suele ser fiel al original en el resto de la versión de la obra, bien acogida por lo demás por la crítica. Solo se permitió algunas licencias menores con el propósito de aligerar algunos pasajes o favorecer la recepción de otros para el lector en lengua castellana. Que la intención era la autocensura lo demuestra el hecho de que quedaran suprimidas todas las huellas sospechosas en forma de referencias a Calvino o Zwinglio (presentados como «téologos» sin más noticia) o de alusiones al heterodoxo sistema de elección de altos cargos eclesiásticos propuesto por Bodino. Quedaron así, las Repúblicas bodinianas, catholicamente enmendadas, según el propósito declarado de Añastro. Pero ni las tretas del hábil traductor que conjura los peligros de la censura ni los favores recibidos de su protectora la infanta le sirvieron para evitar la mala acogida de las Repúblicas de Bodino en su primera visita a España.
Se tiene noticia de ello. Los primeros ejemplares de Los Seis Libros de la República de Juan Bodino fueron descubiertos en una inspección de la Inquisición de Murcia en el puerto de Cartagena. No se puede afirmar que el calificador elegido por el Tribunal actuara con desinterés o desidia en su labor. Solo un análisis somero del primero de los seis libros le bastó para fundamentar un juicio contundente a la vista de los pasajes analizados. La admisión del repudio y de la esclavitud ya eran razones suficientes para avalar la censura. Pero la cosa no quedaba ahí. La interpretación abusiva del poder que Bodino reconocía a los príncipes (esto es, el concepto de soberanía) se juzgaba incompatible con la doctrina política católica. El juicio sería confirmado posteriormente por el Tribunal inquisitorial de Valencia.
Bodino ningunea a España
La cultura de Bodino fue ciertamente enciclopédica. Citó a la Biblia, a los grandes filósofos de la Antigüedad, a los historiadores clásicos y modernos, incluso comentó los relatos de viajes contemporáneos. Bodino sentía haberlo leído todo a diferencia de Maquiavelo que, según su criterio, «no había leído un solo libro». El contraste entre los dos autores, presentados por lo general como afines en los manuales de historia de las ideas políticas, tiene un alcance mayor si se presenta en el marco de la concepción española del orden político. Conde afirmaba con toda razón que la doctrina providencialista de Pedro de Ribadeneyra, con su verbo inflamado y su celo inquisitorial, erró el blanco “al no ver en Bodino, sino en Maquiavelo, su peor enemigo”. Se olvida el hecho de que Bodino ninguneó deliberadamente a los autores españoles y lo hizo precisamente en la época de despegue y expansión de la Segunda Escolástica. Nuestro Siglo de Oro no alcanzó ningún eco en las repúblicas bodinianas. Un silencio cuanto menos sonoro pero revelador. Su teoría de la soberanía difícilmente podría encontrar respaldo en la concepción filosófico-política española entonces hegemónica. Siglos más tarde, Eugenio d’Ors describió ejemplar y metafóricamente esta radical oposición:
«Figurémonos estar colocados sobre una altura desde donde se perciben a la vez un burgo medieval y una ciudad del Renacimiento. El primero, este pequeño bosque de flechas y de torres, ¿no es la realización plástica del principio feudal? Quizá la flecha de la catedral domina por su altura y esbeltez a las demás flechas. Poco importa. De la misma forma la soberanía del emperador dominaba las demás…Pero la pluralidad y en la pluralidad la profusión, he ahí la representación del perfil jurídico de la vida feudal, semejante a la silueta arquitectónica del burgo. Pero se ha terminado la Edad Media. Los reyes someten a los señores. Simultáneamente, con el mismo espíritu, por las mismas razones, las cúpulas reemplazan a las flechas. Una cúpula, corona de un gran edificio público, aparece como siendo su alma. Ella recoge todas las líneas estructurales del edificio, las hace confluir, las lleva a reunirse en un mismo punto. Asume toda la vida de la ciudad y la corona…».
Con la poderosa visión del pensador catalán se resume la raíz del asunto. La pluralidad jerárquica de las flechas frente al monismo centralista de las cúpulas. La soberanía moderna, la del Estado, es uniformizadora, niveladora y constructivista. La soberanía medieval, la del Imperio, personalista y corporativa, considera al poder político un mero custodio del orden social, expresión del derecho natural y de la pluralidad orgánica de la comunidad humana. Es esta misma pluralidad la que permite distinguir, frente a la concepción de Bodino, no una sola sino dos soberanías. Una ascendente, que emerge de la espontaneidad de la sociabilidad humana, capaz de establecer lazos y vínculos de los que emana naturalmente el bien común. Otra descendente, que suple sus carencias y amortigua sus conflictos, como quien asume la misión de un árbitro superior. La primera antecede a la segunda, como la concordia precede a la discordia. En esta bicéfala cosmovisión de la soberanía se salvaguarda la visión jerárquica del orden al tiempo que se protege la libertad del cuerpo social. No exageramos al decir que esta concepción fue también la genuinamente española. Pocos autores la han expresado mejor que Juan Vázquez de Mella en su teoría de las dos soberanías: la soberanía social y la soberanía política.
Altusio y Vázquez de Mella. Las dos soberanías
Desde la familia, cimiento y base de la sociedad, emergen -afirmaba el político tradicionalista- cuerpos orgánicos que expresan, en una serie ascendente, la rica dinámica de la sociabilidad humana en todas sus vertientes. La soberanía social «emerge, no desciende. Sale de abajo, no viene de arriba». Sociedades complementarias como el municipio, la comarca o la región; sociedades derivativas, como la escuela, la universidad y la corporación. En su mutua interdependencia, este entramado de personas colectivas vive simbióticamente, como formularía un pensador hoy casi olvidado, el calvinista Johannes Althusius, que resume la Edad Media y la concepción del orden social propia del Sacro Imperio. En palabras de Antonio Truyol, «Altusio desarrolló su concepto de soberanía en oposición a Bodino». Por ese motivo se acostumbra a recordar sus ideas para lamentar el camino abandonado por la historia política de Europa en la encrucijada del siglo XVI, el de una modernidad alternativa, que pudo haber sido la española. Sabine no duda en declarar que la teoría de Altusio fue “mucho más cercana al verdadero espíritu de Aristóteles que las teorías más explícitamente aristotélicas de los escolásticos”. Mientras que Bodino ignoró deliberada y enciclopédicamente todas las aportaciones españolas, este jurista germano-holandés, no menos erudito que el francés, las privilegió en su tratado político, la Politica methodice digesta. «Althusio maneja —recordaba Gonzalo Fernández de la Mora— una bibliografía jurídica que, para la época, hay que calificar de inmensa: más de trescientos autores, en su mayoría contemporáneos, entre los que figuran los hispanos Baltasar de Ayala, Pablo de Castro, Diego de Covarrubias (citado 60 veces), Juan de Mariana, Jerónimo Osorio, Pedro de Rivadeneira, Jacobo Simancas, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Carlos de Tapia y Fernando Vázquez de Menchaca (citado 89 veces)». No debe sorprender que un autorizado expositor de la obra del pensador holandés, Ernst Reibstein, lo vinculara estrechamente con la Escuela de Salamanca, criterio que confirma Dalmacio Negro al sostener que «partiendo de la consideración del hombre como ser social, creado y predestinado por Dios a vivir comunitariamente e influido por la doctrina de la Escuela de Salamanca, Althusio afirmaba la soberanía del pueblo, el autogobierno y el derecho de resistencia».
Alain de Benoist corrobora, por su parte, que a la teoría bodiniana del poder absoluto Althusio opone su propia concepción de la soberanía. Advierte que, a primera vista, existen ciertas afinidades entre la teoría altusiana y la doctrina liberal, como la crítica del absolutismo y lo que hoy podríamos llamar el rechazo del Estado Providencia. Sin embargo, recuerda, los liberales modernistas solo retienen del principio de subsidiariedad ejemplarmente expuesto por Altusio la noción negativa de no-injerencia pero ignoran toda la antropología holista y el organicismo social tan destacado por Fernández de la Mora en su estudio del pensador holandés, que no consideraba a los individuos como los verdaderos actores de la vida social sino a los grupos que viven naturalmente en comunidad. Por lo demás, para esta concepción alternativa y filohispánica de la soberanía, ni los intereses ni las necesidades comunes pueden existir sin un orden superior totalizador y una dirección compartida. Así, la pluralidad de cuerpos y órganos sociales requiere de un órgano superior capaz de resolver los conflictos y controversias que puedan surgir entre ellos. De este modo, alcanza toda su legitimidad una concepción verdaderamente política del orden, que no se reduce a la maximización utilitaria de los cálculos interesados realizados por los agentes económicos del mercado. De ahí la labor insustituible del soberano político.
Cada cuerpo social es libre de hacer todo aquello de lo que es capaz, autárquicamente, de realizar por sí mismo pero requiere de la ayuda y complemento de los cuerpos sociales jerárquicamente superiores en todo aquello que desborde sus capacidades. Así, lejos de ignorar la capacidad social de la musculatura comunitaria, esta visión del orden la reconoce, limitando la función social del poder político a una misión meramente ortopédica. En vez de comenzar por plantear un poder absoluto para recomponer después las funciones de la sociedad humana, como proclama la soberanía moderna, la tradición clásica empieza por asumir las potencialidades de la comunidad humana, deduciendo después, por eliminación, las funciones estrictamente políticas. Se limita así la soberanía política que Bodino pretendió ilimitada pues, como advertía Vázquez de Mella, “desde el momento en que se afirma una sola soberanía, no habrá límites ni fronteras para ella”. Solo en la lucha dialéctica entre las dos soberanías, indicaba la gran figura intelectual del carlismo, se puede plantear verdaderamente la cuestión de la sujeción del poder, esto es, la cuestión de sus frenos y sus límites. No se puede lograr este propósito, en cambio, en el interior de la única soberanía política reconocida por el sistema bodiniano, la proclamada primero por el absolutismo monárquico y después por el dogmatismo constitucionalista liberal (dos caras de la misma moneda doctrinal).
Buena parte de las aporías e inconsistencias de las teorías modernas sobre la representación beben de levantar tronos a estos dogmas y cadalsos a sus consecuencias. Haría bien quien se rasgue las vestiduras ante las amnistías constitucionales por venir en ignorar las disquisiciones periodísticas y volver a la raíz de la soberanía bodiniana en sí. Para Bodino el soberano es legibus solutus y puede derogar las leyes. La diarquía antiespartana Sánchez-Puigdemont, que marca el momento político actual, no está sujeta a las leyes. Eso hace del ciudadano español (rectius súbdito ilota) un mero comparsa. De nuevo Conde: “La esencia de la ciudadanía no estriba, pues, en el ejercicio de los derechos políticos. El ciudadano es simple súbdito, con las obligaciones y los derechos de los súbditos”. Y es que, para esta concepción voluntarista del orden, el mando político se resume en la única función legislativa, impolítica juridicista, definida por un carácter esencial: la ley es ley porque el soberano quiere y solo porque lo quiere.
El orden olvidado del haz de flechas
Volviendo a la concepción altusiana, la ausencia de un marco individualista en esta superior inteligencia de la vida pública no devalúa la dimensión personalista del orden colectivo. Antes al contrario, neutraliza la tensión característica de la vida política moderna, sitiada entre la Escila del atomismo disolvente y la Caribdis del colectivismo nivelador. No poca culpa tiene de ello Bodino, que echó a andar ese concepto nuevo de la soberanía indivisible que, como planteaba Conde, “eliminadas todas las instancias intermedias, tampoco vacila en dejar al individuo inerme frente al Estado”. De vuelta a la tradición republicana occidental del orden político, la concepción clásica de la soberanía se emplea, por el contrario, en repolitizar verdaderamente la existencia humana al mostrar cómo la iniciativa personal puede ponerse al servicio de un proyecto común. Al devolver la noción de ciudadanía al nivel elemental de participación en la vida cotidiana -cerca de la densidad vital de las actividades humanas, lejos de las abstracciones racionalistas de las ideologías- se alienta el reconocimiento de las potencialidades asociativas de la condición humana en el nacimiento del orden político. Esta concepción orgánica remite, por lo demás, a la concepción farmacológica de la vida social, la que arranca en Grecia y Roma. Frente a la penuria cadavérica de la uniformidad mecanicista que anida en la vida incivil e impersonal de las ciudades en las nubes ideadas por el proyecto político moderno, la visión simbiótica de la comunidad humana nos devuelve la unidad biológica de un principio vital y orgánicamente ordenado. Mientras que la lógica bodiniana expropia a la comunidad política la soberanía que concentra en la figura del poderoso, haciendo desaparecer así toda forma de vida común fuera de los márgenes del Estado centralizador, en la concepción hispánica los derechos soberanos solo le son reconocidos a un pueblo concebido en toda su densidad comunitaria, vital e histórica. El no monopolio de los derechos soberanos por parte del poder, cuyo corolario quizás extremo (pero necesario) es el derecho de resistencia que no por casualidad la filosofía jurídica moderna terminó por extinguir cual dinosaurio doctrinal, supone partir de la premisa antropológica y social del hombre concebido como zoon politikon. Solo así puede la humana condición reconciliarse con su aspiración a la vida pública, la única, como recordara Aristóteles, que le permite una representación digna de sí misma.
En el (des)orden de la gobernanza tecnocrática que prolifera junto al “desgobierno de lo público” (DEP Alejandro Nieto), el ciudadano-súbdito es ese receptáculo pasivo y maleable de las maquinaciones burocráticas que solo le permiten refugiarse en la vida privada, siempre que sea tolerada por los demiurgos del totalitarismo violento o suave. Difícilmente puede el hombre alcanzar la condición de ciudadano sin tomar consciencia de su responsabilidad colectiva en la edificación compartida del bien común. Algo imposible dentro del Estado bodiniano, entendido como el orden igualitario impuesto por la geometría fría de un poder nivelador. Así debe de ser pues el poder de mandar, comentaba Conde a propósito de Bodino, «no se construye como una pluralidad de poderes. La categoría de pluralidad es inaplicable a la soberanía». «Aberración tiránica – observaba con tino Vázquez de Mella- pero consecuencia inevitable de haber confundido en una entidad la sociedad civil con el Estado”. Francisco Dávila, otro de los calificadores que trabajaban para el Consejo Real, reafirmó la propuesta de censura a la obra de Bodino que se había propuesto por primera vez en Murcia tras la lectura de la versión traducida de Añastro. Utilizó una imagen muy expresiva para justificar su posición en relación con los errores advertidos en la obra: «Y querer purgarlos será querer lavar un adobe que, al cabo, todo se resuelve en lodo». Hoy más que nunca se debe recordar que además de defender la soberanía española es preciso restaurar con ella la idea española de soberanía. La decadencia de un pueblo es también la decadencia de su inteligencia política y la colonización política extranjera más eficaz es aquella que penetra, sin ejércitos, a través de las mentes y los corazones. Aunque ya no se recuerde su nombre, alguien antaño lo tuvo muy claro en Cartagena. Fue en el mismo siglo en que Los seis libros de la República de Bodino vieron la luz. Una luz que extinguió un orden político milenario de torres, catedrales y flechas.