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Características del sujeto globalista en la actualidad

«Legítimo es aquello que las personas creen legítimo». Max Weber

Situar al sujeto globalista en la actualidad es, para empezar, comprender el contexto en el que se encuentra. Podemos decirlo sencillamente: hemos pasado del «tú puedes conseguirlo todo» al «No tendrás nada y serás feliz» de la Agenda 2030; de la Nación como la conocíamos a las «nacionalidades»; de nuestras propias decisiones a las transnacionales. Si el empeño antes consistía en el progreso ahora se habla de contención. El mágico momento de horror permite todavía sacar de la chistera un ramillete de derechos, profusamente abstractos, para minorías exclusivamente minoritarias.

En este contexto asistimos al intento de feminización del hombre, a la proliferación de géneros, y a un feminismo de barricada y de partido, proabortista, con el que muchas mujeres no nos sentimos en absoluto identificadas. Me pregunto qué pensarían una Hannah Arendt o una María Zambrano frente a este espectáculo.

Por eso, ante el lenguaje inclusivo del «ellas, ellos, elles» y sus variaciones, impuestos a nivel global, solo queda rebelarse, pedir un debate libre y una reflexión permanente. Pero ¿es esto posible?

Veamos: en primer lugar, continuamos como ya expresó Erich Fromm en una sociedad en la que por lo menos la mitad de sus miembros detentan un «carácter sadomasoquista» y en algunos casos muestran una severa «necrofilia», que, cuando afecta a personas con poder e influencia sobre la vida de los demás, no atiende ni siquiera a la no destrucción de los suyos. Este «carácter sádico» es en gran medida fruto de la maquinización y la llamada «religión industrial» (Erich Fromm). «Las máquinas como agentes performativos» incluso en el sentido de «obediencia» como señaló acertadamente John Elster en La explicación del comportamiento social. Así, la denominada «muerte de Dios» ha dado paso a la «muerte del hombre» tal como lo conocíamos, con su relevancia y dignidad, y nos ofrece en su lugar la visión de un «hombre domesticado». No será desde luego la primera vez en la Historia que se perciba la declinación del hombre, en su día lo señaló Platón, y Nietzsche siglos después lo expresó de este modo: «El hombre prefiere comportarse como el animal, es decir, ser ahistórico, pensar lo mínimo» (Segunda Intempestiva). Pero si algo sabemos es que, para ser persona, es decir, para ser humano, son fundamentales memoria e Historia, mientras, por el contrario, el animal comienza su vida cada día.

El sujeto del globalismo aspira a este vivir cada día sin más, en donde el análisis de conciencia y el ideal de ser persona ha desaparecido, y la alienación y el autoengaño son moneda de cambio habitual. Sin embargo, acepta compensar su situación con el llamado «narcisismo de los pobres» (Erich Fromm): que no es otra cosa que la parte que le toca a cada uno del «narcisismo colectivo». Haciendo una pequeña lista de estos bienes tendríamos: la región en la que vive, la clase social a la que se pertenece, la profesión, el partido político, el club de fútbol, entre otros.

La participación en este «narcisismo colectivo» produce un ser dependiente, fácilmente conducible, incapaz de reconocer en el lenguaje y los discursos en circulación las falacias y contradicciones que lo someten; sin ideas ni reflexión propias, sin deseo de conocimiento, victimista, en suma: incapaz de producir su propia opinión frente a la opinión general a la que sublima porque le ofrece seguridad y no le plantea problemas.

Innominado, virtualmente anónimo, apegado a la televisión, observa admirado y rinde pleitesía a todo lo que reluce: las entregas de premios, los artistas glamurosos, los jugadores de fútbol famosos, la realeza, los ricos.

Sinonimia de otros seres, sus mensajes virales viajan por TikTok a la velocidad de la luz. En esas imágenes un hombre desnudo se enfrenta a los coches. Un grupo de mujeres, definiéndose como «víctimas» del patriarcado, con sus pechos al descubierto, danzan al son de los tambores.

Como expreso en mi ensayo En el principio, la duda estamos ante la presencia de un hombre, sujeto de la posmodernidad, carente de lo esencial, en principio, de la duda; sin voluntad, por tanto, enajenado de sí mismo. Lejos quedan en el tiempo las renacentistas palabras de Pico della Mirandola dedicadas a Adán: «No te dimos ningún puesto fijo ni una faz propia ni un oficio peculiar, ¡oh! Adán, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección». 

Luego, tal como desarrollo en los diferentes capítulos del libro nos encontramos ante un hombre carente de Dios y de todo lo que esto puede significar, de conciencia, de personalidad, de familia y descendencia, de trabajo, de tierra, de lenguaje, de bondad, de cultura, de libertad, y de la convivencia real no impostada por la virtualidad con otras personas. 

Estamos en presencia, pues, de un ser que no alcanza a percibir el peligro en que se encuentra. En sus oídos, no suena ya el canto de sirenas que escuchara Ulises mientras buscaba el regreso al hogar, sino las multinacionales de la comunicación repitiendo sus mensajes por la televisión, la radio, la prensa, las redes sociales. No en vano el 70% de estos medios pertenecen a los mismos grupos de inversión. Y ¿vemos por ello personas en las calles manifestándose contra imposiciones como las de Gran Reseteo o el Nuevo Orden Mundial? ¿Cuándo en qué momento el hombre ha perdido su dignidad? ¿A qué grados llega su comodidad y su conveniencia? Amoldado a aquello que Sigmund Freud denominó Principio de placer se conforma en sus rutinas habituales viendo series televisivas, mientras se impide cualquier signo de rebelión bajo los Principios de adaptación y de la mayoría (Horkheimer). 

Sin duda, al menos para mí, una de las mayores paradojas resulta comprobar cómo este sujeto de la globalidad, que no es otra cosa que el sujeto de la actualidad más superficial se parece casi por entero al hombre-masa descrito por Ortega y Gasset, a principios del siglo XX, en su ensayo La rebelión de las masas. Intelectual sagaz, escribió en el prólogo a la edición francesa de esta obra publicada por Orbis, cómo la atmósfera de constante homogeneización barría el continente europeo. Dice: «Antes podía ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan sobre otro. Pero ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio». Es decir, la majadería de los políticos de un país y otro son similares. Mientras, las manos ocultas de los titiriteros mueven sus muñecos sobre el guiñol de la representación pública con engaño de la ciudadanía. Y no, América, esa América de la que han llegado las nuevas tendencias ideológicas de la identidad de género, la cultura woke, el antiespecismo; esa Ámérica no nos hará más libres sino más necios, infantiles y primitivos.

Mirar a Europa es ver declinar la civilización cristiana que le dio impulso; es percibir con dolor la constante transmutación de valores con su Black Friday y su Halloween.

Desde la perspectiva actual, esta obra de Ortega resulta reveladora: expone con notable crudeza la realidad de aquellas personas que salían de los pueblos a las ciudades formando luego esa muchedumbre conocida en parte como «masa», y que no pertenece a una sola clase, no, se lo puede encontrar en todas. Es la persona que no aspira a ser mejor, que no percibe la necesidad de cambios, que se conforma. Hoy, la «España vaciada» repite aquel proceso empujando a la gente a acudir a las ciudades, mientras asistimos perplejos a la lenta muerte de los pueblos que hicieron posible la historia de España ante la indiferencia de los políticos de turno

¿Va Europa hacia su propia aniquilación? El Panóptico imaginado por Jeremías Bentham, ya está instalado en las redes sociales. Te amenazan con cámaras de vigilancia y se promueve la IA. La censura ya está aquí. Te pueden ver y oír, saben cómo piensas. Te han confinado, te han recortado el espacio y te prometen más medidas del mismo tipo como las «Ciudades de 15 minutos», es decir, te han tratado como a un apestado y cuando les ha convenido como a un leproso, unificando así reclusión y exclusión a un mismo tiempo. (Michael Foucault, Vigilar y castigar). 

Corría 1937, este es el año en que Ortega, casi diez años después de la publicación de su famoso libro, se preguntaba horrorizado si Occidente se despeñaba por la vertiente de la Historia a repetir enajenada lo sucedido en el Bajo Imperio cuando Roma colapsó. Poco después comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Quizá, deberíamos hacernos hoy la misma pregunta con carácter de urgencia, mientras recordamos el concepto de Hannah Arendt sobre «la banalidad del mal» como resultado de la burocracia y la obediencia, agudizada en sociedades de avanzada tecnología.

Por último, y ya para terminar, quiero recordar las características de los totalitarismos presentados por Tveztan Todorov en su libro Memoria del mal, tentación del bien, a los que sumaré algunas pequeñas aclaraciones. Estos son: rechazo de la autonomía del individuo; monismo frente a pluralismo; partido único (en este caso «globalismo» como creencia impuesta por algunos Estados y defendido incluso por algunos líderes religiosos); violencia para imponer la biopolítica (especialmente contra los más débiles: nonatos, ancianos); la influencia de los demagogos de partido; el control absoluto de los medios de comunicación; la oposición «nosotros-ellos» a la que sumaría el «cientificismo» que desgraciadamente hemos tenido ocasión de sufrir últimamente.

En fin, el sujeto globalista ha perdido la capacidad de dudar y acepta sumiso y conforme todo lo que venga de la autoridad, sobre todo si está avalado por los famosos «expertos».

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