Vivir intensamente, vivir en perpetuo éxtasis. «¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de tu calle, de pronto te sientes arrollada por una sensación de éxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si de pronto hubieras ingerido una brizna luminosa de ese tardío sol crepuscular que arde en lo más profundo de nosotros…?», escribe Katherine Mansfield en Éxtasis, y continúa, «¡Cielos!, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera de tus cabales? ¡Necia civilización! (…)».
Necia civilización que parece vagar con una venda en los ojos. Ciega de sensibilidad ante la belleza que ofrece la realidad que nos rodea, aunque se tenga la impresión de que ese espejo que contemplamos está empañado o, peor aún, roto, o marchitado, como el cuerpo que padece y está debilitado. Y es que, con apenas treinta años, en 1917, la autora nacida en Wellington, Nueva Zelanda, contrajo la tuberculosis que acabó con ella a la edad de treinta y cuatro años, el 9 de enero de 1923; la enfermedad que le oprimía los pulmones y le impedía respirar, y vivir como había deseado e imaginado. Y esa detección, ese parar en seco, ese repensar lo que se había hecho hasta entonces, fue lo que, quizá, le impulsara a hacer el esfuerzo, cada amanecer, de levantarse; de vivir como si no hubiera un mañana y caer en todas las tentaciones que se le presentaran. Como hiciera Oscar Wilde, uno de sus autores más admirados.
Mansfield, condenada de por vida a una precariedad vital y con pocas opciones de ser eterno viento salvaje, quiso compensar con sus cuentos, relatos cortos y Diarios lo que el futuro le estaba negando: una vida próspera y longeva
Seguramente, de haber conocido a Luis Antonio de Villena, de haberse asomado a sus Lujurias y apocalipsis (Colección Visor de Poesía, 2022), habría hecho suyo el verso en el que el poeta español reconoce que «somos cenizas en vientos salvajes», pues no cabe duda de que Mansfield, condenada de por vida a una precariedad vital y con pocas opciones de ser eterno viento salvaje, quiso compensar con sus cuentos, relatos cortos y Diarios lo que el futuro le estaba negando: una vida próspera y longeva. Y, en consecuencia, exprimió cada gesto que observaba, cada puesta de sol que contemplaba y le embelesaba, cada palabra que escuchaba, o cada roce, caricia y beso que le daban.
Si había que mimetizarse con cada objeto que encontraba o con cada persona que conocía, ella estaba dispuesta a meterse en la piel de todo y de todos. Disfrazarse, actuar, imitar. Y después, rememorar, reconstruir y recrear sobre el papel la información que había recibido, que había aprehendido, que había interiorizado y, finalmente, hecho suya. Cuenta Pietro Citati en La vida breve de Katherine Mansfield (Gatopardo Ediciones, 2016) que la escritora neozelandesa era una «experta en el arte de escuchar como si no escuchase, sentándose un momento en la vida de los demás: mientras posaba su negra mirada de pájaro en todas partes, hacía acopio de todo lo que decían o hacían los demás con el fin de reunir pequeños “granos” vivientes de la realidad en el remolino siempre en movimiento de su memoria, del cual extraería luego la exquisita harina de sus relatos». Y, aun así, mantenía cierta distancia cuando interpretaba el papel de narradora, de escritora reconocida a la que aspiraba convertirse algún día, pues Mansfield penetraba en sus historias sin hacerlo como hacen otros muchos autores que describen minuciosamente pero desde un punto de vista superficial, pasando sólo por encima. Katherine, por el contrario, en lugar de quedarse con el exterior, con una visión insustancial o intrascendente de los personajes y de las cosas, iba más allá. Iba a la esencia misma. A la unidad y a lo absoluto. A lo que no se ve, pero se intuye. A la pureza de aquello que eriza la piel, oprime el estómago y eleva un poco más el alma, arrebatándonos momentáneamente la consciencia. Como le sucedió a Stendhal en Florencia, cuando alcanzó ese grado de emoción concreto en que las sensaciones y los sentimientos apasionados se arremolinan en nuestro interior y ni el pecho ni el cuerpo entero son recipientes suficientes para retenerlos. Y ese avasallamiento del ser que nos provoca la Belleza y el Arte, ese instante de armonía y de dicha, es lo que retenía Katherine Mansfield para después transmitirlo a los demás, a los lectores ávidos de sensibilidad, y convertirlo en su mejor obra.
«El mundo hermoso (¡Dios mío, cuán adorable es este mundo exterior!) está ahí: me baño en él y me refresco. Y creo que tengo un deber para con él, como si alguien me hubiera impuesto una tarea que estuviera obligada a terminar (…) poniendo en ella toda la belleza que pueda», expresa en sus diarios. Mansfield sabía cuál era su camino a pesar de la enfermedad que le pesaba y limitaba. Y sabía también que no debía dejar de intentarlo. Aunque se quedara sin fuerzas, y el agotamiento se apoderase de ella interrumpiendo y frenando constantemente su escritura, anhelaba crear algo que fuera perfecto, único, delicado, inescrutable y diferencial, como lo era ella. Y así lo hizo.
Mansfield era consciente de la ausencia de luz, así como de la oscuridad que impera en el ser humano y en el mundo
Y así puede leerse En un balneario alemán, Preludio, Felicidad, El nido de la paloma, Fiesta en el jardín o La señorita Brill, entre otros. Acostumbrada al sufrimiento y a la soledad, a los ataques de pánico y a las sombras que proyectaba su figura, supo servirse del miedo y la inseguridad para inventar situaciones donde volcar lo que se siente ante la pérdida de un hermano en el frente; ante un aborto; ante el abandono del amante; ante la deshonra que fue para su familia; ante la hipocresía de una sociedad; ante las desgracias, la miseria y los incesantes viajes y estancias entre Inglaterra y el sur de Francia en busca de una cura que nunca se hacía realidad. Mansfield era consciente de la ausencia de luz, así como de la oscuridad que impera en el ser humano y en el mundo. «(…) reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profundamente: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. (…) no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo», admite en El canario. Y eso era lo que hallaba cuando observaba y se observaba. El punto negro sobre fondo blanco, o el punto blanco sobre fondo negro. La dualidad que difumina la línea divisoria, y a veces ambigua, entre el bien y el mal. Entre la luz y la oscuridad. Entre el amor y el odio. Entre la calma y la tempestad. Ese nada es fijo ni permanece inmutable. Esos lugares de paso. Ese no echar raíces. Esas sutilezas que pasan desapercibidas para aquel que no mira como lo hacía Katherine y, antes de ella, el que fuera su maestro literario: Antón Chéjov, una de sus principales fuentes de inspiración, junto a John Middelton Murry –su marido y editor– y su íntima amiga, Ida Barker.
Este año en que se conmemora el centenario del fallecimiento de la autora versátil, rostro de mil caras, que se desvaneció, al igual que sus personajes, en un horizonte difuso entre dos mundos; el de dentro y el de fuera; el de arriba y el de abajo. Analizando la obra y biografía de Katherine Mansfield lo cierto es que ninguna otra pluma ha llegado a alcanzar el vuelo del hada y la mariposa que nació con unas alas torpes «más frágiles que los pétalos de las flores y los copos de nieve», haciéndolo con una agudeza inigualable, si no insuperable, sujeta a la extrema sensibilidad que le caracterizó tanto a ella como a sus relatos. Decía Javier Marías «todo lo perdemos porque todo se queda, menos nosotros», y para quien lo perdió casi todo en vida y, aun así, aprendió las cosas arriesgando, todavía más, lo poco que le quedaba de la misma, consuela comprobar que, una vez más, la historia de la literatura universal le ha hecho un favor a su persona, a su memoria y a su obra, dejando que permanezca intacta y atemporal. Distante y cercana, como era ella. Como el gato imperturbable, sigiloso y silencioso, que nos observa cuando nadie más lo hace, cuando no nos damos cuenta, testigo de todo lo que pasa sin hacerse notar, encubriendo su presencia con la vigilancia, y posterior interpretación, de lo que sucede alrededor. Y es que la muñeca de porcelana, de rostro pálido y ojos negros, siempre nos mirará desde el otro lado del espejo y nos saludará «con las manos dentro de las mangas» porque su timidez no le permite sacarlas; porque, queramos o no, su mundo interior, también es el nuestro. Fiel reflejo que, en el último suspiro, en su último aliento, supo que todo lo que había hecho y vivido, su experiencia y breve existencia, había valido la pena. «Todo está bien»,escribió por última vez.