Al final de nuestro recorrido sobre las vetas de sentido que la comedia descubre entre los pliegues de la existencia humana, tal vez no esté de más recapitular algunos de los motivos que han guiado esta serie en relación con la categoría que mejor parece haberla definido: la risa.
Dijimos en el primer artículo que Aristóteles quizás hubiera tenido que definir la comedia, por contraste con la tragedia, como la diálisis de los sentimientos del ridículo y de la fealdad. Frente a la nobleza y al lenguaje elevado de la tragedia, la comicidad adopta la baja condición de sus personajes con un estilo bronco y directo.
Una y otra estilizan la realidad representada, enfocándolas desde dos ángulos complementarios: al destino que no puede sobrepasarse se opone la esperanza de que, aunque sea momentáneamente, la palabra definitiva puede ser también burlada. La ley divina y la ley humana, la de la familia y la ciudad, imponen sus límites para asegurar el orden, pero el deseo y la imaginación los ponen en jaque una y otra vez, obligándolos a reformular su alcance. No los vencen ni los superan; juegan con la flexibilidad de sus formas.
Si, como decía Ortega, la comedia es el género de los partidos conservadores, no lo es tanto porque acabe poniendo coto a la aventura en nombre de un orden inmutable, sino porque esa misma aventura incita, con su acción, a redescribir los límites del orden que pone a prueba. La comedia comprende que el orden social exige delicados equilibrios. Viene a decirnos que cabe no tomárselos muy en serio porque se corre el riesgo de que se rompan, como lo demuestra la desmesura trágica. La comedia no se ríe de la tragedia; audaz, sabe enjugar las lágrimas con sus engaños. No invita al vicio, ni se deleita en él. Se esfuerza por contener el desastre que amenaza siempre a la virtud.
Aristóteles, que al principio de la Metafísica y de la Poética se entregó al ejercicio de historiador de la filosofía y de la literatura respectivamente, actúa a la vez como un finísimo crítico de la polis, en un sentido muy diferente de su maestro Platón. Sin detenerse a establecer con detalle la génesis, sostiene que la tragedia y la comedia proceden de la epopeya. Como Zeus, podría decirse que, con sus narraciones, Homero estaba engendrando dos hermanos, Apolo y Hermes, tragedia y comedia. Antes las fuerzas caóticas de la destrucción, en que Nietzsche vislumbraba la acción de Dionisos, la tragedia aspiraba a brillar oscuramente con la luz de Apolo. Por el contrario, herméticas, las sombras de la comedia arrojan luz sobre los contornos imprecisos de la existencia humana.
Bien puede decirse que la risa completa la humanidad del hombre. Al mundo nacemos llorando, desgarrados de una unidad primigenia que nuestras sociedades no sólo no están dispuestas a proteger, sino que se consideran legitimadas de amenazar y ejecutar. Frente a él la risa ejerce un efecto balsámico, jamás adormecedor. Es una afirmación de vitalidad y de capacidad de regenerar sus heridas, incluso con el carácter defensivo que puede asumir la negación crítica de la sátira de las costumbres o la parodia de las convenciones sociales.
Repitamos que la risa no se limita a desmerecer lo serio, a rebajarlo, a desquitarse de la humillación que infligiría su altura. No es la seriedad contrahecha. Invierte los términos. Contiene su siniestra inclinación a apoderarse de todos los resquicios del alma. Lo libera del mortal aburrimiento que encubre la desesperación. No se ríe de la culpa de Edipo; le recuerda que podría ser un hijo engañado. No se mofa de la piedad de Antígona; alivia su deseo de haber nacido para amar.
De alguna manera, la comedia no sólo se opone a la tragedia, sino a la forma dramática que Northop Frye caracterizaba como «irónica». La necesidad trágica impone su carácter inevitable. El drama «irónico» observa que la catástrofe no tiene una condición fatal. En cambio, en la comedia la visión del mundo y de sus costumbres alcanza la instauración ideal de una comunidad social tal como la desearíamos. No será posible, pero nada nos puede quitar hacerlo posible imaginariamente. Frente a la inexorable consecuencia de las acciones humanas y frente a la lucha ética del personaje individual contra su medio, es posible entregarse a la esperanza de significación que establece una comunidad reconciliada con sus contradicciones. La comedia se convierte así en el signo de una inextinguible confianza en la regeneración de los males de este mundo.
Por ello, el control político e ideológico de la risa siempre ha sido decisivo. Mijail Bajtin atribuía a la percepción carnavalesca del mundo “una poderosa fuerza vivificante y transformadora y una vitalidad invencible”. Vista así, parecería que la risa fuese consustancialmente revolucionaria. Si algo demuestra el estado actual de la denominada batalla cultural, es que la risa, tal como la han comercializado los poderes actuales, puede llegar a no poner en cuestión nada, sino simplemente a reforzar el discurso oficial. Simplemente puede verse constreñida conformarse con que nada por sus efectos es digno de ser tomado en serio y que cualquier cuestionamiento del emotivismo rampante no debe ser, ya no satirizado, sino ni tan siquiera parodiado. Domesticada, con una función anestesiante de los conflictos humanos, la comedia perdería así la energía que siempre ha empleado por desbordarlos a fin de mantener, aunque pueda resultar paradójico, un orden social libre.
Ante las precipitadas asociaciones revolucionarias de la fuerza transformadora de lo cómico, Bajtín recuerda que el elemento que mantiene estable el desarrollo literario es el arcaísmo. No uno muerto, sino uno vivo, capaz de renovarse continuamente para garantizar la continuidad del género. De un modo tanto más radical que cualquier otro género, la comedia recuerda su pasado para imaginar su futuro.
Las épocas de crisis deberían ser las más fecundas en este tipo de investigaciones, a no ser que los rasgos más característicos que, según el mismo Bajtin, contribuyen a la vitalidad de tales arcaísmos sean convenientemente cegados y embalsamados. Los tópicos, los prejuicios y los lugares comunes, empaquetados como si fueran mediocridades geniales por jocosas, a ratos titubeantes, a ratos insultantes, requieren sobre todo la facilidad de la mueca tipificada. La actualidad cotidiana queda reducida entonces a los contornos de su materialidad inerte. La experiencia que se puede obtener de ella no es fruto de la libre invención sino de una motivada combinación de situaciones estandarizadas. Los estilos y las voces son de una homogeneidad degradada que reproduce el manual de estilo del discurso público (y pedagógico) de nuestras sociedades estresadas e histéricas.
Las tres obras que hemos querido rescatar para los análisis de esta serie (La vida en un hilo de E. Neville, Usted tiene ojos de mujer fatal de E. Jardiel Poncela y Maribel y la extraña familia de M. Mihura) contienen todavía una jugosa réplica a los divertimentos apesadumbrados que consumimos a diario para pasar el rato. Los motivos de la repetición, del doble y del secreto que tratan cada una a su manera y en diversas gradaciones se enraízan en esta búsqueda apasionada de una experiencia libre. Aun con sus limitaciones, la palabra que representan intenta crear ante sus espectadores un nuevo mundo que puedan compartir en su vida diaria.
Nada más conservador que dejarse sorprender por los bienes que, discretamente, el pasado puede producir hoy, en su futuro. Aun pendiendo de un hilo, Neville nos enseñó la efervescente energía de la juventud. De la abrumada prisión de nuestros convencionalismos, Jardiel se propuso rescatarnos disolviendo los barrotes de sus palabras gastadas. Excéntrico y sorprendente, Mihura quiso derribar el cinismo de nuestra vulnerable timidez. En suma, con ejemplos de estos autores de la otra generación del 27 hemos intentado rehacer una lectura existencial de los sentidos que la comedia es capaz de seguir descubriendo.
(Ilustración: detalle de Caballero sonriente, de Frans Hals)