Apache: Bandido o salteador de París y, por ext., de las grandes poblaciones (Academia Española)
Apache: Malfaiteur des grandes villes (Academia Francesa)
Entre Franco y Trump, sólo ha habido un hombre que haya provocado pesadillas y temblores de miedo y odio a las orondas mesnadas de progres europeos. Fue el francés Jean-Marie Le Pen (1928-2025), fallecido el 7 de enero a los 96 años de edad. Aunque quien lo creó como personaje político, como a los dos anteriores, fue la izquierda.
Nunca fue ministro, ni presidente de la República, ni participó en el Foro de Davos, ni le halagó la ‘Prensa de Kalidá’. Sus únicos cargos electos fueron los de eurodiputado, durante veinticuatro años, y diputado nacional entre 1956 y 1962 y, de nuevo, 1986 y 1988. Pero desde mediados de los años 80, marcaba el debate público.
Quedó huérfano de su padre, un pescador, en 1942. Y después de haber vivido la ocupación alemana en la zona costera de Bretaña, una de las de régimen más severo, se implicó en política en la posguerra, en grupos nacionalistas, enfrentados a los comunistas y los democristianos. Se alistó como oficial para combatir en defensa del imperio francés, en Indochina y Argelia. Con 27 años, fue diputado en la IV República (1946-1958) dentro de la Unión para la Defensa de los Comerciantes y Artesanos, de Pierre Poujade.
La llegada de Charles de Gaulle al poder mediante un golpe militar supuso su exclusión de la política. Aceptó dirigir la campaña presidencial del abogado Jean-Louis Tixier-Vignancour, que había sido colaboracionista (como tantos millones franceses, algunos de los cuales fueron ministros y uno de ellos hasta presidente) para las elecciones de 1965; pero este candidato obtuvo menos de un 6% de los votos.
En 1972, Le Pen fundó el Frente Nacional, con el que se presentó a las presidenciales en 1974: no alcanzó ni 200.000 votos. Y no pudo acudir a las de 1981 porque no recogió las 500 firmas de cargos electos exigidas por la ley. Parecía hundirse a la irrelevancia, junto con sus ideas, aunque con la comodidad material de haber recibido una herencia millonaria de un admirador. Entre medias, unos terroristas de extrema izquierda atacaron su casa con una bomba. Le rescataron un hecho, la inmigración creciente, y un pecado ajeno, la ambición de un socialista.
SALVADO POR LA AMBICIÓN DE UN SOCIALISTA
Desde los años 60, los Gobiernos gaullistas habían permitido la entrada de millones de inmigrantes de las antiguas colonias francesas a petición de las grandes empresas. El secretario general del PCF, George Marchais, se pronunció en contra de todo tipo de inmigración, poco antes de las presidenciales de 1981. Entonces, la izquierda defendía a los obreros, promovía la industria y hasta hablaba de patria.
Esas elecciones las ganó el socialista François Mitterrand, un antiguo colaboracionista condecorado por el mariscal Pétain con la Orden Francisca. Poco después, en 1983, sucedió un acontecimiento que atrajo el interés de la clase política. En las elecciones municipales en la ciudad de Dreux, la lista del FN obtuvo en primera vuelta un 16% y en la segunda se unió a la alianza del RPR gaullista y la UDF liberal. En un mitin, Jacques Chirac, un político gaullista, justificó el pacto entre las derechas.
Algo ocurría en los barrios y las provincias que no detectaban los consultores políticos ni los ‘enercas’, los egresados de la Escuela Nacional de Administración. Mitterrand lo intuyó y, dada su caída en las encuestas, se le ocurrió usar a Le Pen como cuña para dividir a las derechas. Ordenó que se invitase a Le Pen, que en puridad no representaba más que una minúscula minoría, a L’Heure de vérité, en Antenne 2, un programa de debate de la televisión pública con una audiencia de diez millones. Allí, febrero de 1984, brilló el orador y el hombre de carácter que no se achantaba ante los insultos de los demás. En las elecciones de junio al Parlamento Europeo, la lista que Le Pen encabezaba obtuvo 2,2 millones de votos y diez escaños.
El siguiente paso del Elíseo fue cambiar la ley electoral de doble vuelta usada para la Asamblea a un sistema proporcional. Así, en 1986, a menos de dos años de las presidenciales, Le Pen regresó al Parlamento gracias a 2,7 millones de votantes, y lo hizo junto con otros 34 diputados del FN.
El plan de Mitterrand no funcionó, porque la RPR y la UDF ganaron la mayoría absoluta. Sin embargo, dos años más tarde, la torpeza de Chirac fue el principal apoyo de Mitterrand. En 1988, Mitterrand fue reelegido y Le Pen, con 4,3 millones, saltó al cuarto puesto. Inmediatamente, Mitterrand convocó elecciones parlamentarias, con el sistema mayoritario a dos vueltas reinstaurado por la mayoría de centro-derecha, y el FN quedó con un solitario diputado.
UNA REALIDAD QUE SÓLO ÉL DENUNCIABA
Le Pen, ¿devuelto al arroyo, como un criado al cual el señor desagradecido ya no necesita? A los sesenta años, había sonado la hora para el político bretón y Francia ya le conocía. Iba a interpretar una versión del cuento del flautista de Hamelin. Tocaba construir un Frente Nacional que superase la camarilla de nostálgicos de la Argelia francesa y los derechistas que detestaban a De Gaulle (cada vez menos por razón de edad). Pasar de partido reaccionario y minoritario a partido populista y mayoritario.
Le Pen era el único que hablaba de los asuntos que la partitocracia y Le Monde habían dado por indiscutibles, como los beneficios de una inmigración incontrolada, de la sustitución de las industrias por los servicios y de la integración europea. Con este discurso cada vez más centrado en la identidad, que luego encontramos en Donald Trump, atrajo a nuevos militantes y votantes, sobre todo en los distritos donde antes ganaban los comunistas y socialistas. Se estaban rompiendo las tradicionales barreras entre los partidos.
Le Pen, apodado ‘el Menhir’, era el demonio ideal para una izquierda que estaba cambiando su eje ideológico: del anticapitalismo, al antirracismo. Como explica Óscar Rivas en su libro Venenosos, el think tank de izquierdas Terra Nova elaboró en 2011 un ensayo titulado ‘Gauche: quelle majorité electorale pour 2012?’ en el que proponía olvidarse de la clase obrera y popular, a la que daba por entregada ya a la derecha, en favor de “la Francia del mañana”, formada por mujeres, jóvenes, minorías urbanas, inmigrantes y homosexuales, y que el Partido Socialista podía aglutinar en torno “a la tolerancia, la apertura a las diferencias, el Islam, la inmigración, la solidaridad, y una actitud favorable a la homosexualidad”.
Cuando Le Pen irrumpió como un apache en la ciudad tranquila, los comunistas presentaban candidato propio a la presidencia de la República y hablaban en sus programas de nacionalizar las grandes empresas y redistribuir la riqueza. Ahora, los comunistas piden el voto para Macron, un millonario y antiguo empleado de la Banca Rothschild, para “detener al fascismo” y, como los periodistas perceptores de becas de la Fundación Gates, a defender las fronteras abiertas y la lucha contra la emergencia climática.
El genio del apestado Jean-Marie Le Pen consistió en arrojar ideas y temas por encima de las empalizadas levantadas en torno a él por la partitocracia y los medios de comunicación que se convertían en los principales en el debate público y hasta los copiaban sus rivales. Por ejemplo, en 1991, mientras se recuperaba de sus derrotas en la alcaldía de París, Chirac declaró que había “una sobredosis de extranjeros” en Francia.
Se sentía a gusto como provocador, quizás porque no sabía moderarse, porque era leal a sus viejos amigos o porque pensaba que nadie quería un Frente Nacional manso. Necesitaba a los medios de comunicación y éstos le buscaban. De ahí que Le Pen repitiera muchas veces sus palabras sobre las matanzas de judíos en la Segunda Guerra Mundial, que le convertían en destinatario de soflamas, manifiestos y demandas. Pero esta conducta, a la vez que le alimentaba, justificaba el cordón republicano en torno al Frente Nacional.
Sus años de triunfo transcurrieron en la primera década del siglo XXI. En 2002, la cuarta vez que se presentaba a las presidenciales, echó de la segunda vuelta al candidato socialista, Lionel Jospin; y en 2005 encabezó la petición del ‘no’ en el referéndum sobre la Constitución Europea (en España ese referéndum lo ganó el ‘sí’, con sólo un 42% de participación).
Aunque Chirac, su archienemigo, se negó a debatir con él en la segunda vuelta de las presidenciales de 2002, lo que habría roto el boicot, Le Pen se coronó como el caudillo de los rebeldes a un régimen que agonizaba. El sistema electoral de doble vuelta, instaurado por el general De Gaulle para su V República, le impidió contar con una representación parlamentaria que reflejase a su voto popular.
LA HEREDERA
Las presidenciales de 2007 fueron las últimas a las que se presentó. El candidato del centro-derecha, Nicolás Sarkozy, venció con una campaña con temas robados al FN, como la inmigración, la criminalidad y la degradación causada por Mayo del 68. Le Pen regresó al cuarto puesto. Los 3,8 millones de votos fueron peor resultado que los de 1988 y 1995. Su estrategia estaba agotada y él tenía ya 79 años. Siguieron nuevas condenas judiciales por sus palabras sobre la ocupación alemana de Francia y la inmigración.
En 2011, le sucedió una de sus tres hijas, Marine (1968), que empezó a aplicar la política de ‘desdiabolización’ del FN. La renovación de los mensajes y el programa han pretendido sustituir a los militantes tradicionales de los partidos de extrema derecha europeos (vencidos de la guerra, heridos de la descolonización, anticomunistas exaltados, monárquicos legitimistas, descontentos por la Iglesia posconciliar…) por quienes votaron ‘no’ a la Constitución Europea y por los ‘perjudicados de la globalización’.
En 2012, Marine Le Pen se presentó por primera vez a unas presidenciales y quedó tercera, con 6,4 millones de sufragios, por encima de la mejor marca su padre; y en 2017, con 7,6 millones, pasó a la segunda vuelta y registró 10,6 millones. Ahora el RN es el primer partido francés, el preferido de los obreros y los pobres, de los habitantes de ‘la France périphérique’.
Ese crecimiento ha exigido cambios y sacrificios. Marine ‘mató’ a su padre, ya que le expulsó en 2015 debido a sus continuos exabruptos sobre la guerra mundial, el holocausto y los inmigrantes. En un congreso celebrado en 2018 se sustituyó el nombre por el de Reagrupamiento Nacional (Rassemblement National), lo que Marine justificó así: “Este nombre, Frente Nacional, es para muchos franceses, aun de buena fe, un freno psicológico”. El patriarca lo calificó de “traición”.
El partido ya no propone la salida de la zona euro ni la recuperación del franco. También ha postergado las llamadas al catolicismo tradicional, al que Jean-Marie se sentía vinculado, hasta el punto de casarse con su segunda esposa en 2021 en una ceremonia oficiada por el entonces superior del Instituto del Buen Pastor, que está reconocido por el Vaticano y cuyos sacerdotes celebran la misa según el rito anterior a 1962. En esta línea, el nuevo RN apoyó la elevación del aborto a derecho constitucional. Prácticamente, el único punto importante que pervive del programa original del FN, y que es el que le condena ante el ‘establishment’ mundial, es el rechazo a la inmigración. En el caso de que Marine alcance el gobierno, comprobaremos si semejante adaptación ha merecido la pena.
Como ha escrito el periodista y político (y judío) Eric Zemmour: “Más allá de las controversias, más allá de los escándalos, lo que recordaremos de él en las próximas décadas es que fue uno de los primeros en alertar a Francia de las amenazas existenciales que le esperaban. Seguirá siendo la visión de un hombre y su coraje en una época en la que los hombres valientes no eran tan numerosos”.
Jean-Marie Le Pen ha muerto sin haber entrado en los palacios que le cerraron sus puertas, pero viendo que éstos se tambalean por los golpes que él y luego la multitud de sus seguidores les propinan. Para un veterano paracaidista no es una mala despedida ese incesante golpeteo que él interpretaría como los clarines de la victoria.