El fiasco de los nacionalismos hispanoamericanos

Las élites criollas luego mitificadas como padres de las patrias no pasaron de oportunistas carentes de todo proyecto político viable

Cuentan los primatólogos que entre tribus de chimpancés recientemente escindidas en dos grupos tiende a haber una mayor hostilidad que respecto a otras tribus próximas. El aliado de ayer ahora es traidor, la línea fronteriza por novedosa debe ser reafirmada enfáticamente y, además, termina resultando más sencillo odiar a aquel a quien conocemos bien en sus defectos y del que, por lo estrecho del vínculo, ya acumulamos un largo repertorio de agravios.  Es un sólido argumento contra la tentación de rendirse a las tensiones separatistas: «mira, que se independicen y así nos dejarán en paz» ¡Cuántas veces lo habremos oído! No parece que las relaciones entre Rusia y Ucrania ahora sean más cordiales que cuando formaban un solo país y se diría que los reproches de Hispanoamérica a España se han solidificado dos siglos después de las independencias, sucediéndose periódicamente los dirigentes de aquellos países, antes hermanados en un reino común, que exigen solemnes disculpas por nuestro pasado conquistador y encuentran en él la raíz de todos sus males presentes.    

Por eso resultan tan refrescantes y necesarios libros como Malditos Libertadores, de Augusto Zamora Rodríguez, nicaragüense de fructífera trayectoria como profesor universitario y diplomático, donde expone sin ambigüedades que todas aquellas élites criollas luego mitificadas como padres de las patrias no pasaron de oportunistas carentes de todo proyecto político viable. No buscaron la independencia sino la servidumbre a otro imperio más extractivo, el inglés,ni «aspiraban a construir Estados nacionales, sino, simplemente, grandes haciendas bajo la forma de Estados, a los que gobernar y expoliar». Es un enfoque atrevido, quizá porque su autor es americano y entonces no necesita contemporizar, lo que contrasta con el de autores españoles previos cuya aspiración hispanista comenzaba reconociendo y aún aplaudiendo a los «libertadores» con ánimo conciliador.

Así, tenemos por ejemplo a Unamuno comparando a Simón Bolívar con Don Quijote, nada menos, y proclamando que «como Diego Laínez se llenó de orgullo al ver que su hijo, el Cid, sintiéndose mordido en el dedo por el padre le amagó un bofetón, así nosotros, los españoles, deberíamos enorgullecernos de la heroicidad de aquellos hombres frente a las tropas de los torpes Gobiernos peninsulares y considerar una gloria de la raza las glorias de las independencias americanas». Mientras que Blas Piñar, por su parte, consideraba a aquél «criollo ilustre, español de temperamento y porte» y a su lucha secesionista como una causa justa pues «la España de comienzos del XIX era la hi­ja mayor que había desfigurado su rostro, la ‘vieja y tahúr, zaraga­tera y triste’ (…) que repelía a la más noble juventud de América», ante la que la que no quedaba más remedio que romper amarras si querían preservar su legado, puesto que «las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad».

Bienintencionados en su propósito de restañar heridas y recuperar lazos comunes, pero no muy fieles a los hechos y por tanto fallidos en su resultado, pues ya dijo Benedicto XVI que «el amor siempre está vinculado a la verdad». Cargar con culpas que no nos son propias no ayudará a hacernos perdonar. Si queremos indagar en la realidad histórica entonces hemos de preguntarnos, como hace Zamora: «¿por qué Miranda, Bolivar o San Martín suplicaban la intervención británica? Porque sabían que, sin una intervención de la poderosa Albión, su movimiento sería derrotado». Y no porque hubiera una férrea oposición española —en realidad inexistente, dada la invasión napoleónica en curso que absorbía todo su esfuerzo— sino porque no existía en la población americana un apreciable sentimiento antiespañol, una voluntad separatista medianamente articulada.

Prueba de ello son los éxitos militares en América de la población local (España tenía muy pocas tropas desplazadas) frente a los diversos intentos de invasión inglesa, desde Cartagena de Indias en 1741 hasta Buenos Aires en 1807, pasando por casos como el de la hoy día heroína nacional de Nicaragua Rafaela Herrera, una criolla que lideró la defensa del fuerte de San Juan en 1762 al grito de «¡viva Carlos III!», quien le concedería luego una pensión vitalicia y tierras en reconocimiento. Bravura equiparable a la demostrada luego en 1797 en Puerto Rico por sus habitantes y a la de la mencionada capital argentina, que en 1806 repelió al mando de Santiago de Liniers a unas tropas enemigas que volverían a intentarlo infructuosamente al siguiente año, frente a las que invocaba a su vera a «todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre». Tres años después Liniers sería fusilado ante el temor de que su popularidad en Buenos Aires frustrase la maniobra independentista.

Por otra parte, si en la Declaración de Independencia de Estados Unidos se incluía una lista de agravios contra la metrópoli, que encorsetaba el desarrollo económico colonial para favorecer sus manufacturas, en el caso del imperio español no podía decirse lo mismo. Existía un mercado común indiano en el que productos agrícolas y manufacturas circulaban entre los virreinatos, mientras que las zonas más prosperas de la América española hacían envíos de dinero llamados «situados» a las más pobres pero que por su valor estratégico para la defensa del conjunto del reino eran apoyadas. Tenían lugar además pioneras campañas de vacunación masiva como la expedición Balmis en 1803, aunque ya desde la primera mitad del siglo XVI se venían construyendo hospitales y universidades y de la protección de la Corona a las poblaciones indígenas da cuenta, como ejemplo bien curioso, que en 2007 aquellas ubicadas en Nicaragua exigieran a su gobierno el reconocimiento de los títulos reales que les fueron concedidos allá por 1713. Algo en línea con un testimonio de 1848 desde México que recoge Zamora sobre que «la opinión común entre las gentes de su raza, que añoraban la época del dominio español, marcada por un gobierno paternal, y la contraponían a los tiempos que por entonces corrían y al estado de miseria, abyección y abandono en que se hallan, desde que por su mal fueron declarados ciudadanos libres».

Bolívar no solo era consciente de esta realidad, pues requirió la ayuda británica para poder lograr las diversas secesiones, sino que también estaba al tanto de sus intenciones: «no es interesante para Inglaterra que una nación europea como España mantenga una posesión como Perú en América. Prefiere que sea independiente con un poder débil y un gobierno frágil. Es por eso que, bajo un pretexto cualquiera, Inglaterra apoyará la independencia de Perú». Y eso es lo que obtuvo: un puzle de nuevos países de débiles gobiernos sin ninguna visión nacional, patriótica, que, si bien eran formalmente independientes, entregaron su naciente soberanía de tres formas. Abriendo sus mercados a los productos ingleses, erradicando así la producción local y cualquier posibilidad de industrializarse; convirtiéndose en meros exportadores de materias primas y productos agrícolas, sobre los que Gran Bretaña primero y EE.UU. después llegarían a tener un control directo; y, por último, en directa relación con lo anterior, endeudándose con créditos para pagar esos productos manufacturados e hipotecando sus riquezas naturales a cambio. A veces en condiciones extremadamente abusivas, como un crédito con Londres de Argentina en 1824, por ejemplo, que terminó de devolverse en 1904 por ocho veces el dinero prestado. Ni rastro, por tanto, de nacionalismo económico en todas esas nuevas pequeñas patrias, cuya oligarquía criolla ahora dirigente estaba a menudo infiltrada por la masonería. Es decir, anglófilos perdidos. Así les fue, y así les va. Ese es el origen de su pobreza ya cronificada y no su herencia cultural española.  

Hubo que esperar al siglo XX para que llegaran al poder líderes con conciencia nacional, a menudo militares, que forjaran un Estado-nación cohesionado, moderno, soberano e independiente, introduciendo cambios estructurales significativos… hasta que el nuevo hegemón, ahora norteamericano, de forma más o menos directa optaba por desalojarlos. Fue el caso de José Santos Zelaya en Nicaragua, de Jacobo Arbenz en Guatemala, de Juan Bosch en la República Dominicana o de Perón en Argentina.Es significativo que, particularmente en este último caso, su nacionalismo argentino estuviera atravesado de hispanismo: si cada uno de esos países que eclosionaron del Imperio español tenía sentido como nación era reconociendo su origen y herencia ibérica, reconciliándose con aquella madre patria a la que se dio la espalda en su momento crítico de debilidad por la invasión francesa y echándose en brazos del rival inglés, renunciando la Leyenda Negra que había estado justificando durante tantos años aquellos procesos de ruptura y su posterior alienación. Se cerraba el círculo. Merece la pena concluir recordando para ello este apasionado discurso del General del 12 de octubre de 1947:

«Nuestro homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura occidental. Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la cultura occidental. Su obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos. Su empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de la Reina Isabel de ‘atraer a los pueblos de Indias y convertirlos al servicio de Dios’. Traía para ello la buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser humano.

(…)

Como no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los cuatro vientos.

Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada, interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos Hispanoamérica.

Por la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas, cuyas asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra raza».

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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