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El hombre que destruyó la antigua Rusia

Todas las persecuciones comunistas se centraron en la clase alta y media rusa y el campesinado propietario ruso

En el siglo XIX, era común escuchar que el futuro sería dominado por EEUU y Rusia. Esto, dada la mala reputación que luego ganó el imperio zarista como estado retrógrado centralizador, puede sonar paradójico, pero es una predicción que se cumplió con bastante exactitud hasta el día en que Vladimir Ilyich Ulianov, Lenin, apareció en escena.

En 1900, el imperio ruso incluía unos 60 millones de ciudadanos de etnia rusa, junto con una cantidad similar de ciudadanos de otras etnias, desde finlandeses y polacos hasta armenios, pasando por ucranianos y uzbekos. Ese año, la población total de EEUU, negros, blancos, indios, etc, era solo de 76 millones.

La Unión Soviética que, gracias a los esfuerzos de Lenin y los enemigos de Rusia que le financiaron, mantuvieron y enviaron a Petrogrado en 1917 (Alemania y Austria), sucedió al imperio zarista, apenas dobló su población en las décadas siguientes hasta su extinción; EEUU más que la triplicó. En 2020, había sólo 135 millones de rusos repartidos –por primera vez desde el siglo XVI – en múltiples países surgidos del antiguo imperio ruso, lo que representa el legado fundamental de Lenin y el comunismo soviético.

Pocas personas han odiado a Rusia con el entusiasmo que mostró Lenin. Como Mao Zedong, el segundo Pablo Iglesias y el camboyano Pol Pot un típico producto de la clase medio-alta —su padre era profesor de física y matemáticas y su madre miembro de una familia típicamente burguesa, con raíces suecas, judías y siberianas— Lenin creció en una era de plena explosión económica y creativa rusa: fueron sus coetáneos Dmitri Mendeleev, creador de la tabla periódica de elementos; Igor Sikorsky, inventor de los helicópteros modernos; y Konstantin Tsiolkovsky, padre de la astronáutica, los cohetes y todos los programas espaciales del mundo.

Lenin, huérfano desde de la adolescencia, prefirió el campo menos competitivo de la política. Su carrera en los grupos radicales comunistas se disparó debido a que heredó de su cosmopolita madre una gran afinidad con los súbditos no rusos del zar, con los cuales se alió para ascender al poder.

Desde el principio, judíos como Trotski, y georgianos como Stalin expresaron su entusiasmo por luchar la revolución hasta el último ruso; Felix Dzerzhinsky, un aristócrata polaco, fue el primer y sangriento directo de la Cheka, la policía secreta. Grigory Zinoviev, también judío, habló tan pronto como en 1917 de la necesidad de aniquilar a 100 millones de habitantes del imperio ruso, que a los comunistas les sobraban.

Todas las persecuciones comunistas se centraron en la clase alta y media rusa y el campesinado propietario ruso, hasta que con un Politburó igualmente dominado por georgianos, armenios y judíos se lanzó contra los ucranianos, ortodoxos como los rusos, durante el Holodomor. Fue solo después cuando otras minorías, notablemente los tártaros, alemanes y chechenos, sufrieron graves persecuciones debido a las sospechas de que podían ayudar a los invasores nazis.

La obsesión número uno de Lenin y sus sucesores fue asegurarse que el nacionalismo ruso, en el fondo creador del estado del que se habían apropiado, no se volviera contra ellos. Algo similar ocurrió con el sionismo, visto como un pecado grave muy pronto en un estado soviético donde había tantos judíos prominentes, muchos de los cuales no pudieron evitar la sospecha de tener doble afiliación; ello explica por qué la URSS, que tanto apoyó la independencia de Israel en 1948, muy pronto cambió de parecer y se volvió hostil.

Otros nacionalismos, sin embargo, fueron fomentados como contrapeso: la república soviética de Kazakhstan recibió numerosas regiones de mayoría rusa que todavía forman el arco norte de su territorio; Ucrania recibió primero el Donbás ruso y cosaco desde al menos el siglo XVIII y luego Crimea, que Lenin originalmente había dejado bajo la jurisdicción de la República Soviética Rusa; a Georgia le tocaron Abkhazia y Osetia del Sur, que habían sido parte del reino georgiano medieval; Bielorrusia prácticamente se inventó de la nada.

Lenin jamás confió en que los rusos fueran buen material para hacer la revolución mundial con la que soñaba. Cuando murió hace ahora 100 años, su principal objetivo era llevar el comunismo a Alemania, que consideraba una tierra mucho más fértil para que creciera la semilla internacionalista, luego globalista, que tanto se riega en la cercana ciudad suiza de Davos. Gracias a esta obsesión, se pudo inventar un clásico chiste soviético: “el comunismo es algo tan inútil que no funciona ni en Alemania”.

Como líder, Lenin era impulsivo e inhumano. Le gustaba recordar una cita de Napoleón (“on s’engage, et puis on le verra”) que podría traducirse como “vamos contra el enemigo y ya veremos después”. En un memorando de 1922, publicado en The Unknown Lenin (1996) del gran Richard Pipes, Lenin se congratuló de que sólo ahora «cuando en las regiones hambrientas la gente está comiendo carne humana… podemos (y por lo tanto debemos) confiscar los objetos de valor de la iglesia con la energía más salvaje y despiadada, sin dejar de aplastar cualquier resistencia».

En una impactante carta del mismo año, Lenin instó al Politburó a sofocar un levantamiento del clero en la ciudad textil de Shuya, de población 100% rusa: «Cuanto mayor sea el número de representantes del clero reaccionario y de la burguesía reaccionaria que logremos ejecutar, mejor”. Un historiador ruso ha estimado que 8.000 sacerdotes y laicos fueron ejecutados como resultado de esta carta, una gota en un mar de genocidios. Otra de sus grandes frases:  «No puedo escuchar música con demasiada frecuencia. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas y acariciarle la cabeza a la gente. Pero ahora hay que golpearlos en la cabeza, golpearlos sin piedad».

Podríamos sospechar que nombró como sucesor a Stalin en la certeza de que solo al ser reemplazado por alguien aún más criminal y obtuso que su persona lograría una plaza de honor en la historia rusa. Hoy en día, una estatua gigante de Lenin preside Volgogrado, la antigua Stalingrado, porque Nikita Khruschev ordenó que tiraran la estatua de sí mismo que había colocado Stalin, y a Leonid Brezhnev, su sucesor, le dio corte dejar el enorme pedestal vacío sin poner ninguna otra estatua en su lugar.

Es necesario dejar constancia de que, aparte del poder, Stalin heredó también el cocinero personal de Lenin, un hombre que antes de la guerra era el chef del lujoso Hotel Astoria de Petrogrado, favorito de Rasputín. Su nombre era Spiridon Putin, y después de la Segunda Guerra Mundial tuvo un nieto al que llamaron Vladimir, como al antiguo jefe del abuelo.

Siempre que pienso en Lenin, recuerdo otro gran chiste soviético, que muestra la idealización que se hizo de un personaje que tanto hizo para brutalizar a su propio país, y que murió a tiempo para disimularse entre la maleza. La historia es que había una vez un tren que iba al comunismo. En él estaban Lenin, Stalin y Brezhnev. El tren se detuvo en un puente caído. Lenin dijo: «Lean a la tripulación mis discursos sobre el futuro utópico a ver si se arregla el tema». No pasó nada. Stalin dijo: «Hagan fusilar a la tripulación». Aún así, el tren no se movió. Brezhnev suspiró y dijo: «Bajen las persianas y simulemos que nos estamos moviendo».

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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