Solo basta abrir casi cualquier red social para notar lo polarizado que está el mundo en asuntos políticos y sociales. Para los valientes, Twitter es el campo de batalla preferido, pero hay otros espacios donde la pelea entre izquierdas y derechas se alimenta cada día y la brecha entre ambas se hace aún mayor. A la vez, nos llegan noticias de diversos rincones con titulares como «Protestantes piden asamblea constituyente»; «La refundación del Estado: ¿una alternativa?»; o «Jóvenes manifestantes queman Congreso de la República». Con estos niveles tan altos de descontento ciudadano a lo largo de la Iberosfera y las ansías de cambio profundo, surge entonces el interrogante de cómo debe producirse el cambio político y económico. ¿A través de revolución o reforma?
Estas preguntas fueron la base del debate entre dos pensadores del siglo XVIII, Edmund Burke y Thomas Paine, cuyas reflexiones pueden considerarse parte de los cimientos de la división política entre izquierda y derecha que conocemos hoy. Sus posturas contrarias en cuanto a la Revolución Francesa generaron un punto emblemático en la historia del pensamiento político, pues dieron la pauta de cómo conciben el cambio tanto conservadores como progresistas. De ahí se origina el Gran Debate, como lo cataloga el autor americano Yuval Levin.
Burke repudiaba las revoluciones como la francesa ya que ponían demasiada fe en la razón humana
Quienes hoy en día consideran necesario que los cambios se den con pasos prudentes, tomando en cuenta la historia y la tradición de las naciones a través de reformas claras y ordenadas, se alinean más con el pensamiento del conservador Edmund Burke. En 1790, escribió sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, donde advertía que la revolución debía ser el último recurso. Burke veía con escepticismo el proyecto que los franceses emprendieron al final del siglo XVIII con la Revolución, puesto que no estaba de acuerdo en que debía derribarse todo un orden político y social para deshacerse de lo malo, pues al botar absolutamente todo se estaba desechando lo bueno también. Cambiar algo solo por cambiarlo era peligro a ojos de Burke. Para él, los cambios impuestos por los radicales de la Revolución estaban separando a los franceses de su pasado y, como consecuencia, alejándoles de una enorme fuente de sabiduría y tradición. Así, Burke repudiaba las revoluciones como la francesa ya que ponían demasiada fe en la razón humana y, por lo tanto, abogaba por los procesos de reforma que tomaran en cuenta la historia y la sabiduría del pasado.
En contraposición, quienes ven necesario comenzar de cero -hacer borrón y cuenta nueva- a través de revoluciones se alinean más con las ideas de Thomas Paine. En 1791, respondió a las Reflexiones sobre la Revolución Francesa de Burke escribiendo Los Derechos del Hombre. Argumentaba que los cambios de regímenes debían darse por completo, reconstruyéndolos para que se ajustaran a las demandas de los individuos. Rechazaba las instituciones y las creencias heredadas por los antepasados puesto que estaba “en pro de los derechos de los vivos y en contra del hecho de que se disponga de ellos por testamento o se les controle o se les obligue por una supuesta autoridad manuscrita de los muertos; en cambio, el señor Burke mantiene la autoridad de los muertos sobre los derechos y la libertad de los vivos” (1791). Así vemos las diferencias entre Burke y Paine, uno consideraba necesario respetar lo aprendido del pasado y el otro veía pertinente empezar de cero poniendo todo en manos de la razón humana.
A partir de las posturas sobre el cambio de Burke y Paine, la necesidad de reforma o revolución, estos dos autores sientan las bases para la división entre izquierda y derecha que conocemos hoy.
Los jóvenes tendemos a ser más idealistas e ingenuos que otras generaciones
Los llamados progresistas, asociados a la izquierda, consideran que hay que seguir para adelante sin ataduras al pasado, puesto que es necesario construir nuevas sociedades. Por eso la necesidad de reescribir la historia, crear constituciones nuevas, inventar derechos, deconstruir todo lo social y hacer pequeñas grandes revoluciones -ya no tanto al estilo purista Marxista en lo económico y político, pero en otras esferas como la cultura-.
En la actualidad, pareciera que la juventud se deleita más por esas ideas como las de Paine y no es sorpresa. Los jóvenes tendemos a ser más idealistas e ingenuos que otras generaciones. Lo sucedido en Chile es prueba de ello. Las protestas ciudadanas que se llevaron a cabo en el 2019 eran lideradas por jóvenes, que, con el afán de cambiar su país, desembocaron sus demandas en políticos decididos en darle vuelta a la página y comenzar con una nueva constitución. “Hay que cambiar la constitución de la dictadura«, decían muchas voces jóvenes en aquel país. Muy al estilo de Paine que creía que “las circunstancias del mundo están cambiando continuamente y las opiniones de los hombres también; y como son los vivos los que ejercen el gobierno; y no los muertos, son únicamente los vivos los que tienen derecho a intervenir en él, porque lo que puede creerse justo y conveniente en una época determinada puede resultar injusto e inconveniente en cualquier otro momento. En tal caso, ¿quiénes son los que deben decidir: los vivos o los muertos?” (1791).
Separándonos del ejemplo de Chile y viéndolo de forma más global, Paine lleva cierto grado de razón pues hay cuestiones que antes parecían justas que ahora vemos con total aberración. Sin embargo, lo que vuelve radical la postura de este pensador es la necesidad de hacer el cambio lo más rápido posible, tomando en cuenta únicamente la razón para construir nuevos gobiernos o instituciones. Evidentemente, obvia el proceso para llegar a una curva de aprendizaje colectiva. Esa pareciera ser la lógica de muchos que apoyan hoy la creación de nuevas constituciones o incluso la refundación de los estados en el continente.
Ser un reformador en el tiempo de Burke debió ser extremadamente difícil, pues alrededor había sed de revolución
Sin embargo, la única opción de cambio no es la tabula rasa. Está la reforma. Por su lado, Burke concebía la reforma como volver a poner algo en su lugar correcto dentro del orden político, social o económico. Regresar algo a su lugar correcto debe ser de forma paulatina y no apresurada para garantizar que la solución no sea peor que el problema en sí -tal era la forma en la que Burke veía la violencia y desorden de la revolución francesa para derrocar el despotismo-.
Ser un reformador en el tiempo de Burke debió ser extremadamente difícil, pues alrededor había sed de revolución. Quizá algo similar está sucediendo ahora. No por eso hay que abandonar el esfuerzo reformador, pues el cambio es necesario, pero con pasos prudentes. El mismo Burke establecía que “un Estado sin medios para impulsar cambios es un Estado sin medios para su conservación” (1790).
Por lo mismo, Burke no era adverso al cambio, solo al cambio repentino y sin esencia, una cosa que parece estar impregnado en muchas mentes que buscan cambiar la situación política y social actual sin siquiera pensar en las consecuencias. Ante esto, Burke aconseja en contra de desechar lo previamente construido y a favor de valorar el depósito de conocimiento del pasado a la hora de emprender cambios profundos -“Teníais todas estas ventajas en vuestros antiguos estados; pero habéis querido mas bien obrar como si nunca hubieras sido civilizados, y como si hubieras tenido que reponerlo todo de nuevo. Habéis comenzado mal, porque habéis despreciando desde el principio todo lo os pertenecía. Habéis emprendido vuestro comercio sin capitales” (1790)-.
Quién diría que el debate entre dos pensadores de la ilustración todavía seguiría vigente dos siglos después. Encima de eso, sus ideas continúan siendo valiosas para tomar decisiones en la búsqueda de un mejor futuro.