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El relevo imperial del Reino Unido a EEUU

Este estrecho vínculo entre ambas talasocracias, lo dos «imperios del mar», continuó inalterable por las décadas posteriores

«Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
(…) esa América que tiembla de huracanes y que vive de Amor,
hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.
Se necesitaría, Roosevelt, ser Dios mismo,
el Riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder tenernos en vuestras férreas garras»

No es casualidad que La carga del hombre blanco, el poema de Kipling al que Rubén Darío dio brillante réplica hispana, fuera escrito inicialmente en honor a la reina Victoria y luego dedicado a Estados Unidos y su conquista de Filipinas tras la Guerra del 98. Quedaba así clara la continuidad cultural, ideológica y geopolítica entre ambos imperios, uno por entonces ya en decadencia y el otro en meteórico ascenso, decidido a heredar esa posición hegemónica y todo su, permítanme por oportuna la expresión anglosajona, know-how colonizador.

Pero este Translatio imperii como cualquier asunto humano no estuvo exento de controversias. Primero tuvo que superar los resentimientos entre ambos países por la Guerra de la Independencia y por la de 1812 y, a continuación, se encontró con la paradoja del «excepcionalismo» estadounidense: la autoconcepción (ilusoria o propagandística) de la singularidad de ese país y de su misión como faro de libertad y democracia para el mundo. En palabras de George W. Bush: «Estados Unidos nunca ha sido un imperio. Puede que seamos la única gran potencia en la historia que, teniendo esa oportunidad, la ha rechazado (…) Otras naciones en la historia han luchado en tierras extranjeras y luego han permanecido allí para ocuparlas y explotarlas. Los estadounidenses, tras terminar la batalla, solo quieren regresar a casa». Y como luego abundaría Obama: «Estados Unidos no es el crudo estereotipo de un imperio egoísta, ha sido una de las mayores fuentes de progreso que el mundo ha conocido. Nacimos de una revolución contra un imperio». Superado el pasmo inicial que nos puedan causar declaraciones tan campanudas (¡y en boca de quién!), merece la pena indagar en los orígenes históricos de esta percepción nacional para poder comprenderla mejor.

En esa tarea nos será de utilidad la obra Patterns of Empire: The British and American Empires, 1688 to the Present de Julian Go, profesor de sociología de la Universidad de Chicago que, precisamente, trata de combatir dicha idea de excepcionalidad. La Revolución americana, señala, no habría sido el punto de ruptura con el pasado que algunos han querido ver, pretendiendo que así quedaba atrás un país de tradición monárquica y aristocrática y se fundaba otro de carácter liberal-democrático. Más bien se trató de una reedición de la llamada Revolución Gloriosa de 1688, que implantó entre los ingleses una percepción de si mismos como hombres libres sujetos solo a la ley y no al capricho de los tiranos como en las potencias rivales.

Ese ideal se extendería igualmente a los colonos ingleses y fue precisamente lo que hizo estallar el conflicto, pues a diferencia de otros imperios como el romano o el español, el británico —y luego otros europeos modernos— no concebía una igualdad entre sus territorios, sino que mantenía una distinción esencial entre la metrópoli y las colonias subordinadas a ella. Al carecer de representación en el Parlamento, los habitantes de estas no debían someterse a sus impuestos, decían, «No taxation without representation». Lo que nos lleva a otro punto fundamental, pues una vez independizadas las 13 colonias americanas ¿su expansión posterior, entonces, integraría plenamente los territorios conquistados como parte de la nación? Pues… no exactamente, heredando así el mismo vicio. De hecho, repetía aspectos del imperio británico hasta tal punto que James Monroe temía que se replicaran y reclamaba autoridades territoriales fuertes para ahogar rebeliones.

El proceso por el que se amplió la frontera hacia el oeste, incorporando nuevos Estados y otorgando la ciudadanía a sus habitantes, requería un periodo transitorio por el que el territorio primero pasaba a estar sometido a un gobernador y tres jueces enviados por el Gobierno federal, luego una vez superaba los 5.000 hombres blancos podía constituir un parlamento y, finalmente, se redactaba una constitución y se aceptaba la integración del nuevo Estado en la Unión. Así se conformó tres cuartos del país entre 1784 y 1912 en un trámite que en casos como Nuevo México tardó 62 años, pues se enfrentaba a un obstáculo fundamental: solo se aceptaban territorios poco o nada poblados dado que no integraban a la población nativa. En 1823, por ejemplo, el Tribunal Supremo dictó la sentencia Johnson v. M´intosh que anteponía el «derecho de descubrimiento» de los blancos sobre el «derecho de ocupación» de los indios, basándose para ello en la doctrina imperial británica.

Ahora bien, a lo largo del siglo XIX EE.UU. no solo se expandió hacia la costa Oeste del continente, como sabemos también se apropió de diversas islas y territorios de gran valor estratégico como Cuba, Filipinas, Puerto Rico, Guam, Islas Vírgenes, Nicaragua, Samoa, Haití… ¿En qué limbo legal quedaban si no podían ser incorporadas como Estados al tener una elevada población nativa? El modelo a seguir, una vez más y como ya sospechará el lector, es aquel que el influyente Council on Foreing Relations describía en 1920: «como Gran Bretaña, hemos alcanzado el punto de rápido crecimiento urbano y una relativamente menguante población rural. En posesiones coloniales, en la relación con países menos civilizados, en la exportación de capital para inversión extranjera y en la competición por materias primas y mercados foráneos, nos hemos movido hacia la situación inglesa. (…) Panamá tiene muchas semejanzas con Suez, y nuestra relación con ella es en muchos aspectos análoga a la de Gran Bretaña con Egipto. Muchos de nuestros nuevos problemas en Filipinas recuerdan a los suyos en Egipto y Extremo Oriente».

Tras causar en torno a 400.000 muertos para aplastar la insurrección en Filipinas optaron por seguir el ejemplo británico respecto a la Rebelión de la India de 1857, consistente en tratar de integrar a las élites nativas al gobierno de la región. Había que dotar de más autogobierno a las islas en un proceso de tutelaje democrático que culminó con la independencia en 1946. Pero, eso sí, asegurando en su Constitución el acceso estadounidense a las materias primas del país, el libre comercio entre ambos países, el establecimiento de bases militares norteamericanas y vinculando el peso filipino al dólar. Se pasaba así de un modelo colonial a uno de Estados formalmente independientes pero subordinados. Fórmula que se repetiría más adelante, como veremos.

Hispanoamérica y el «imperio informal»

 Al trazar paralelismos entre el imperio británico y el estadounidense es significativo señalar que ambos alcanzaron su hegemonía tras una guerra: el primero en 1815 después de las Guerras napoleónicas y el segundo tras la 2ª Guerra Mundial. Y ello a pesar de que ambos empezaron su ascenso siendo relativamente débiles, con un gobierno central sin mucho poder y reacios a mantener un gran ejército, lo que nos indica que la idiosincrasia política nacional, en este caso liberal, no es excesivamente importante en el contexto de las disputas entre Estados e imperios, tal como suele señalar el académico John Mearsheimer, pues uno puede comportarse de forma muy distinta dentro y fuera de sus fronteras.

Por eso la mayor diferencia que encontramos entre ambos países es el contexto internacional al que hicieron frente. Durante la primera mitad del siglo XIX el 65% de la superficie terrestre no pertenecía a ningún Estado formalizado, mientras que en 1946, cuando EE.UU. alcanza la cúspide de su poder, solo el 11% del territorio no era reconocido a ningún Estado. Es decir, estaban ante otro tablero de juego que exigía estrategias distintas. La manera en que ambas potencias interactuaron con los países iberoamericanos es un buen ejemplo de ello.

Durante las Guerras napoleónicas Gran Bretaña planeó hacerse con los dominios españoles en América y, para ello, en 1806 desembarcaron 1.600 soldados en Buenos Aires. No tardaron en ser repelidos por una población que no tenía el menor interés en convertirse en colonia inglesa. Tras otros dos intentos más que también fueron neutralizados, la lección que extrajeron las autoridades británicas es que aquellas sociedades con un creciente grado de nacionalismo anticolonial no podrían ser subyugadas por métodos tradicionales. Como explicó Lord Castlereagh, desde ese momento «resulta indispensable que no debemos mostrarnos a nosotros mismos bajo otra apariencia que la de auxiliadores y protectores». Operaciones encubiertas, bloqueos comerciales, presiones financieras, alianzas de distinto tipo, habilidad con la propaganda, protección naval implacable a intereses británicos en otros países… El control militar directo dejaba paso a acciones más limitadas, pero que también podían ser efectivas en el juego de tahúres de las relaciones internacionales. Es lo que los historiadores tiempo después pasaron a llamar «imperio informal».  

Por su parte, Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX ejerció de imperio formal en las llamadas Guerras bananeras, con las que preservar su esfera de influencia en el continente americano. Pero al término de la Segunda Guerra Mundial, ya durante su fase de poder hegemónico (en 1950 representaba el 50% del PIB mundial), se desempeñó de forma creciente en el nuevo escenario internacional como «imperio informal», «imperio externalizado» o «imperio por control remoto» según las diferentes maneras en que ha sido descrito, lo que creaba la ilusión —tal como vimos al inicio— de que en realidad no era un imperio. Algo bastante útil a efectos propagandísticos en un contexto mundial de creciente nacionalismo anticolonial como el de la segunda mitad del siglo XX.

El primer paso fue la mencionada independencia tutelada de Filipinas y, muy poco tiempo después, el golpe de Estado patrocinado en Irán en 1953 por la CIA y el MI6 —al que seguirían muchos otros en varios continentes— por iniciativa de Churchill. Este, por cierto, durante la guerra contra el III Reich ya había logrado soldar lo que denominaba «Relación especial» entre ambos países (su propia madre era estadounidense, al fin y al cabo). Gran Bretaña había salido del conflicto extenuada y despojada de su imperio, pero aún le quedaba algo a lo que aferrarse en su vínculo con el gigante norteamericano. Las operaciones encubiertas con el fin de contener la influencia comunista se volvieron algo generalizado desde EE.UU. y, también, aunque de forma menos conocida, por parte del Reino Unido, dada su larguísima experiencia en ese entorno. Así explicó sus motivos a la BBC el profesor Rory Cormac de la Universidad de Nottingham: «primero, demostrar que era socio de Estados Unidos e inyectar influencia en una relación cada vez más unilateral. En segundo lugar, los británicos querían aprovechar lo que percibían como una pérdida de influencia de Estados Unidos en la región para quedarse con parte de un mercado en crecimiento».

Este estrecho vínculo entre ambas talasocracias, lo dos «imperios del mar», que por momentos recuerda a aquel personaje de Mad Max III llamado Maestro-Golpeador, continuó inalterable por las décadas posteriores hasta el punto de que el primer consejo que dio en el Parlamento Boris Johnson a su sustituto no fue otro que «Stay close to the Americans». ¿Alguien puede, en conclusión, sorprenderse del Brexit teniendo en cuenta todo lo anterior? Siempre tuvieron claro con quién querían estar y la historia, ya lo vemos, es bien testaruda. Quizá pueda servir de ejemplo para España e Hispanoamérica…

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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