Suele decirse que la literatura, el cine, la arquitectura o la música siguen una lógica propia que obedece a movimientos pendulares. Como si a un tiempo histórico en que se insiste en unos valores, estética o símbolos determinados hubiera de seguirle su antónimo. Como si el arte se nutriera no solo de la vocación de trascendencia, sino también del afán de rebeldía ante el canon, tan pronto este se presiente demasiado duradero o castrador.
La historia universal está preñada de ejemplos que parecen validar la fortuna de este aserto. El Renacimiento, el Romanticismo, la crisis intelectual de finales del siglo XIX, la Revolución Conservadora o el posestructuralismo no fueron sino impugnaciones de ambientes culturales que se percibían sobrecargados o caducos.
El hilo invisible que une todas estas réplicas irreverentes llega, si bien de modo más humilde y desarticulado, hasta nuestros días, en los que se intuye un hartazgo cada vez más transversal e indisimulado hacia el paradigma dominante en la producción cultural en Occidente.
Nuestros artefactos culturales poco a poco están pasando de loar la fugacidad de experiencias a buscar refugio en la permanencia y el compromiso. De cantar las bondades de la técnica a perseguir el rostro humano entre la multitud informe. De exaltar la autonomía individual a lamentar la ruptura del lazo social. De la fascinación por lo digital al retorno de lo tangible y lo material. De la idolatría de la novedad a la reivindicación de la costumbre. De la admiración por lo global, celebrado como el remedio para toda aflicción, al redescubrimiento del territorio y la geografía física.
El conservador tiene hoy a su alcance novelas, ensayos, canciones, reflexiones filosóficas y otros dispositivos culturales en los que se venera lo heredado
Como en todos los movimientos pendulares, no obstante, cabe separar el grano de la paja. No se trata de distinguir entre precursores e imitadores. No hay orden de llegada que valga. Es más una cuestión de fondo. Tras la actual ola de ensalzamiento de lo singular frente a lo estandarizado hay mucho publicista habilidoso, mucho novelista atinado y mucho agente cultural con el olfato suficiente como para aventurar por dónde transitarán las dinámicas sociales los próximos años. Es decir, gente que ha sabido leer la estructura de oportunidades comerciales que se abría ante sus ojos y no ha titubeado en lanzarse a una piscina que ya parecía empezar a llenarse de agua. Es legítimo. Así funcionan las industrias culturales. Antes lo llamábamos moda.
Con todo, un conservador que haya esperado a cubierto el fin del temporal tiene hoy motivos sobrados para la alegría, pues si abundan los oportunistas, no faltan tampoco aquellos que han hecho un esfuerzo valioso y genuino por poner en primer plano las virtudes de la experiencia local, las razones de la tradición o la preeminencia de las relaciones sociales sobre las interacciones evanescentes o las elucubraciones teóricas abstractas. Cuando ayer apenas tenía materiales a los que asirse, o estos discurrían por un circuito cerrado, el conservador tiene hoy a su alcance novelas, ensayos, canciones, reflexiones filosóficas y otros dispositivos culturales en los que se venera lo heredado, se saca del pozo de envidias e invectivas al amor o la familia, se enarbola la bandera de la comunidad o se pone bajo sospecha la noción de progreso lineal e ilimitado.
Cada vez son más los que tienen algo que conservar o asegurar en tiempos de desaparición de certezas materiales, de disolución de espacios o formas de vida que daban sentido a la existencia
No se trata tanto de que haya habido un revival conservador, es decir, una suerte de asalto a los cielos de autores, cineastas o literatos conservadores, como de que lo conservador se haya convertido en una suerte de sentido común o denominador común de época, algo anterior a la política, es decir, previo a la definición de fronteras doctrinales. Algo que, en cierta medida, lo empapa todo.
Cada vez son más los que tienen algo que conservar o asegurar en tiempos de desaparición de certezas materiales, de aceleración del tiempo histórico, de disolución de espacios o formas de vida que daban sentido a la existencia. Cada vez son más los que sienten que han de responder a un sentimiento penetrante de desasosiego y desposesión. Los que no han encontrado la felicidad prometida en el mundo como tabula rasa. Y esto es algo independiente de las filias y fobias parlamentarias. Pues probablemente no sean conservadores ni Byung-Chul-Han, ni Christophe Guilluy, ni David Goodhart o, por aterrizarlo en nombres de andar por casa de nuestro país, ni Ana Iris Simón, ni las Tanxugueiras, ni Rigoberta Bandini, ni Daniel Gascón, ni Santiago Lorenzo, ni los representantes de ¡Soria Ya!
En Alcarràs, Carla Simón presenta la lucha quijotesca de una familia de payeses del interior de Lérida contra la desaparición de la propia forma de vida
Y probablemente tampoco sea conservadora, o no aquello que el imaginario colectivo ha congelado como prototípico de lo conservador, la cineasta catalana Carla Simón, directora de Alcarràs, una hipnótica y deliciosa cinta premiada en festivales internacionales y representada por sujetos del montón metidos, por unos días, en la piel de actores.
En Alcarràs, Carla Simón presenta la lucha quijotesca de una familia de payeses del interior de Lérida contra la desaparición no ya del medio que les permitía ganarse el pan, el oficio de la agricultura, sino de la propia forma de vida que habían cosido alrededor de los melocotones, la masía y el uso libre y consuetudinario del espacio natural.
Y lo hace sin caer en estereotipos facilones. En su película, la pequeña propiedad rural, las fiestas de pueblo, las cenas familiares alrededor de unos caracoles a la brasa o la ausencia de teléfonos móviles, innecesarios para disfrutar de la vida con hermanos, primos y tíos, conviven con referencias actuales de reguetón, camisetas de Kortatu, quejas sobre la dureza del trabajo en el campo y plantas de marihuana para autoconsumo. Pues eso también es, o puede ser, lo popular en una localidad olvidada y desterrada como Alcarràs. Todo queda bajo el amparo de los versos principales de una vieja canción del abuelo: ¡Tierra firme, casa amada!
Alcarràs nos recuerda la necesidad de reorientar la batalla cultural desde lo discursivo, lo narrativo o lo simbólico hacia la antropología
Son muchos los aprendizajes que deja la obra, pero me detendré en tres. En primer lugar, Alcarràs muestra los contornos de un país construido en sus comarcas, sus pueblos y sus pequeñas ciudades mucho más que en sus capitales interconectadas con la gran trama global. La salvación cultural de lo que aún llamamos España seguramente pase por pensarla más allá de la M-30 y Gràcia, esto es, por dejar de obligar a medio país a conocer las obras públicas de Plaza España o la última votación del Ayuntamiento de Barcelona.
En segundo lugar, presenta un relato que raya en lo épico pero sin excentricidades ni boato. Aquí no hay grandes hombres, sino un sujeto colectivo, unos donnadies que llevaban una vida aceptable y aceptada, que resulta súbitamente amenazada por la globalización de los flujos económicos y por el matrimonio de conveniencia entre la tecnología más puntera y las políticas verdes. Cansado de no obtener suficiente provecho de la explotación agrícola, el dueño de los terrenos que trabaja la familia decide acabar con los melocotones y poner en su lugar placas solares que serán objeto de una ira ludita. Una metáfora sombría de los tiempos que corren.
Y, finalmente, en tercer lugar, nos recuerda la necesidad de reorientar la batalla cultural desde lo discursivo, lo narrativo o lo simbólico hacia esa otra dimensión de la cultura, mucho más omnicomprensiva al tiempo que olvidada, que es la antropología. Para ser fructíferas, las guerras culturales del mundo que viene han de preocuparse menos por la comunicación per se y más por la comunión. Es decir, por cómo nos relacionamos, qué valor damos a lo común, qué costumbres son intrínsecamente buenas y qué aprendizajes se obtienen de una vida pegada a la tierra.