Es fácil olvidar ahora el rechazo que generó Donald Trump entre la derecha, hace una década, cuando se postuló por primera vez para la presidencia estadounidense. Y es aún más fácil olvidar cómo una parte fundamental del programa trumpista fue ensayada por primera vez hace casi 50 años, durante el mandato de Jimmy Carter.
Es fácil criticar al ex presidente demócrata, fallecido en diciembre después de pasar décadas en la parte baja de las listas de clasificación de presidentes estadounidenses. La papeleta que le tocó fue difícil: tomó posesión en 1977, con la presidencia estadounidense debilitada por el escándalo manufacturado de Watergate, la política exterior en ruinas después de la calamitosa retirada de Vietnam en 1975 y la economía muy magullada por la crisis del petróleo desencadenada durante la Guerra del Yom Kippur en 1973.
Los errores de Carter, todo hay que decirlo, fueron muchos. Hablamos de un presidente que se marcó a sí mismo como objetivo el índice de miseria (porcentaje de desempleados más inflación) que él mismo encumbró como medida de su desempeño en la Casa Blanca, y acabó subiéndolo a su máximo histórico, nunca jamás alcanzado, para cuando dejó el cargo.
Hablamos de un presidente que, durante la Revolución Islámica de Irán en 1979, que se cargó al entonces mayor aliado estadounidense en Oriente Medio (el Sha de Persia), aclamó al Ayatolá Jomeini como «una especie de santo». La administración Carter, de hecho, prácticamente se encargó de llevarle los asuntos de relaciones públicas a Jomeini, insistiendo durante meses que los escritos del propio Jomeini que le presentaban como antiamericano y antisemita eran engañosos.
No podemos olvidar que hablamos también de un hombre que hizo campaña electoral en 1976 apoyándose en algunas de las figuras más siniestras de la política estadounidense, como el asesino reverendo Jim Jones (autodenominado “socialista apostólico”), y su círculo de socialistas caviar de San Francisco, del que luego salió la pobre Kamala Harris.
Sin embargo, es importante situar los actos y la visión internacional de Carter en su contexto apropiado. Carter fue de las primeras personas que ascendió en el Partido Demócrata durante la época (muy breve) en la que el partido se volvió decisivamente en contra del militarismo que lo había caracterizado desde siempre.
Quitando unas pocas excepciones, como el presidente William McKinley que despojó a España de Cuba y Filipinas, todos los presidentes más agresivos en la defensa y expansión del imperialismo estadounidense, hasta Carter, habían sido demócratas: el presidente que metió con calzador a EEUU en la Primera Guerra Mundial (Woodrow Wilson), el que lo hizo todo por meterlos en la Segunda (Roosevelt), el de la Guerra de Corea (Harry Truman), los que metieron a EEUU en Vietnam (Kennedy y Lyndon Johnson).
Después de que dos republicanos (Richard Nixon y Gerald Ford) sacaran a EEUU de Vietnam, de aquella manera, Carter se marcó como objetivo personal desviar a EEUU de la carrera inevitable hacia la expansión y el control del estado por lo que otro republicano (Eisenhower) definió en su discurso de retirada como “el complejo militar-industrial”.
Ello convirtió a Carter en el único presidente estadounidense que tomó una postura en contra de la permanente expansión militar entre Eisenhower y Donald Trump, cuya fama internacional sigue basándose, en gran medida, en haber sido el único presidente estadounidense en décadas en no haber comenzado ningún conflicto militar.
Carter llegó a plantearse retirar las tropas estadounidenses de Corea del Sur, lo que llevó a filtraciones de la CIA –parte decisiva del “complejo militar-industrial”– de que el entonces régimen militar de Seúl estaba presionando al Congreso estadounidense para pararle los pies a Carter. Como consecuencia del escándalo, no hubo retirada.
La búsqueda de tratados y acuerdos con la Unión Soviética para evitar un apocalipsis nuclear fue otra vertiente de esta política, que llevó a momentos cómicos, como cuando Andrew Young (primer embajador afroamericano ante la ONU) se esforzó para entregar Rhodesia (Zimbabwe) al marxista Robert Mugabe.
Este momento pacifista no duró mucho, y un frustrado y presionado Carter acabó su mandato poniendo las semillas para la presidencia de su sucesor, Ronald Reagan.
Fue Carter quien nombró en 1978 a Paul Volcker como presidente de la Reserva Federal, banco central estadounidense, y fue Volcker (bajo Reagan) quien acabó rebajando a mínimos el índice de miseria. Fue bajo el mandato de Carter cuando se desregularizaron sectores clave como las aerolíneas y la banca, llevando a la posterior expansión de Wall Street (bajo Reagan). Fue Carter quien declaró una guerra encubierta a los soviéticos en Afganistán que acabó desangrando al titán (bajo Reagan).
La ex presidencia de Carter le reconcilió con la opinión pública. Su amor por el pacifismo y las causas pías progresistas durante décadas de viajes por el globo haciéndose fotos con gente famosa han sido lo más recordado en los obituarios que se le dedicaron.
La revista People, a la que Carter criticó durante su presidencia por su enfoque en el famoseo más repelente, escribió sobre él hace 20 años: “Casi todo el mundo está de acuerdo en que Jimmy Carter no fue nuestro mejor presidente, pero como expresidente, es el mejor”, mientras que la revista Time escribió que Carter es el “mejor expresidente por consenso”. El exjefe del gabinete de Carter, Jack Watson, aseguró que Carter es “el único hombre en la historia estadounidense que utilizó la presidencia de los Estados Unidos como un trampolín hacia la grandeza”.
Todo esto suena como la clase de alabanzas que se dedican al enemigo rendido, al perdedor de la final del Mundial, a los presidentes retirados del PP que le hicieron el trabajo sucio al PSOE con la inmigración masiva, las leyes de la memoria y tantas otras cosas más.
Con Carter murió un perdedor, sin duda, pero lo que más importa de su legado es su intento fallido de recuperar los principios fundacionales de la república estadounidense. EEUU se fundó como un ideal de rechazo a la política europea de potencias y conflictos sistemáticos, con la pretensión de ser neutral para siempre, evitar meterse en los problemas con otros países y defender una política “de mantenerse alejados de alianzas permanentes con cualquier otra parte del mundo”, como escribió George Washington en su propio discurso de retirada.
Estos ideales han sido recordados y repetidos de varias formas por Trump, y tuvieron gran influencia en su primer mandato. La historia, y la experiencia de Carter, nos recuerdan que habrá muchas fuerzas, y muy poderosas, que pondrán toda su presión sobre Trump para asegurarse de que el “complejo militar-industrial” siga prosperando a costa de todos.