La actualidad de los libros no depende de su fecha de publicación ni, mucho menos, de la época que describen, sino de la intersección de su espíritu con el de la actualidad. Cuanto mayor sea el arco temporal comprimido en ese cruce, mejor es el libro. La combinación del Motu proprio Ad tuendem carisma de Francisco sobre el Opus Dei con mi quijotesca fantasía, ha propiciado mi relectura este verano de El señor de Bembibre (1844). La famosa novela histórica española del siglo XIX se sitúa a principios del XIV cuando, entre Clemente V y el rey francés Felipe el Hermoso, disolvieron a la Orden del Templo.
La actualidad de los libros no depende de su fecha de publicación ni, mucho menos, de la época que describen, sino de la intersección de su espíritu con el de la actualidad
Su autor, Enrique Gil y Carrasco (1815-1846) podría haber sido nuestro sir Walter Scott, pero su muerte prematura, romántica, nos privó de más novelas de este temple. Por suerte nos dejó El señor de Bembibre.
La había leído en mi lejana y soñadora preadolescencia, y guardaba un vago recuerdo de la trama. Contra lo que suele suceder cuando uno retoma lecturas de la entusiasta y acrítica juventud, la sorpresa ha sido muy positiva. Lo leído de claro en claro y de turbio en turbio.
Enrique Gil y Carrasco (1815-1846) podría haber sido nuestro sir Walter Scott, pero su muerte prematura, romántica, nos privó de más novelas de este temple
Para empezar, la finura con la que analiza la situación histórica de la disolución de la Orden de los Templarios. No es sólo un escenario de cartón piedra para situar una historia romántica y a correr. A los pobres caballeros de Cristo del Templo de Salomón (Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici) los describe con tanto cariño como rigor. Salvo una concesión inesperada y puntual al bestsellerianismo a lo Dan Brown, desecha de un plumazo los tópicos y las leyendas negras para retratar a los caballeros blancos y su vida de piedad por fuera y por dentro.
Se detiene en analizar las implicaciones y los subterfugios que llevaron a la disolución. Como al novelista que es, le interesa sobre todo la suerte de sus personajes, pero no deja de analizar hasta qué punto la gran trama de intereses mundanos interfiere con las vidas corrientes: «La mano de la política, y la razón de estado sin escrúpulo, trastornan las esperanzas más legítimas y se burlan de todos los sufrimientos del alma». Esa zona de fricción que se produce entre la intrahistoria de las gentes privadas y la historia pública está analizada con sensibilidad y un amargo conocimiento del mundo.
Otra sorpresa: un español florido delicioso. Qué gran fraseo despliega Gil y Carrasco: «¿Qué importa que me cubras con el manto de tu piedad, si no has de acallar por eso la voz de mi conciencia?» O: «Sus rizos largos y deshechos le caían por el cuello blanco como el de un cisne, y velaban su seno, de manera que a no ser por su resuello anheloso y por el vivo matiz de su rostro, cualquiera la hubiera tenido por una de aquellas figuras de mármol que vemos acostadas en los sepulcros antiguos de nuestras catedrales».
Yo recordaba todavía mi impaciencia juvenil con las morosas descripciones de la naturaleza. Ahora me han encantado. Enrique Gil y Carrasco era oriundo de El Bierzo, que es donde se desarrolla la acción. Sus descripciones transmiten muy vivamente el amor y la observación de quien siente hundirse sus raíces biográficas en una tierra y en una historia sentidas como propias.
La novela, por último, esconde un ensayo sobre la nobleza de espíritu que tanto está dando que hablar (porque la echamos en falta) en estos tiempos
La novela, por último, esconde un ensayo sobre la nobleza de espíritu que tanto está dando que hablar (porque la echamos en falta) en estos tiempos. Diferencia muy bien entre la de la sangre, la del patrimonio, la del cargo y la intrínseca del alma, que pueden superponerse (bien) o no (mal). Véase: «Por muy conde y muy señor que fuese el de Lemus, no llegaba a juntar otras cosas que no hacen menos falta, como la hombría de bien y la bondad del carácter». Casi valdría de libro de texto sobre la materia, muy coloreado por las vidrieras góticas de la novela romántica, pero es que el adorno y la aventura siempre le vienen de maravilla a este tema, como con el ciclo artúrico. Gil y Carrasco lo clava: «No es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el bien».
De todo lo apuntado, el barbero ha seleccionado estas muestras:
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Los que andan alrededor de los caballeros siempre procuran parecérseles.
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La vanidad y la ambición secan las fuentes del alma.
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De Dios, de quien viene la virtud y la verdadera nobleza. […] —Te queda la confianza en Dios y en tu propio honor, de que a nadie le es dado despojarte.
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Los templarios serán tal vez altaneros y destemplados, pero es porque la injusticia ha agriado su noble carácter.
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La propensión al sacrificio que descansa en el fondo de todas las almas generosas.
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Sabed que, aunque me tengáis a vuestra merced, mi corazón y mi espíritu se ríen de vuestras amenazas.
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Con el descuido propio de los hombres esforzados…
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Recobró su superioridad sobre sí propio. [¡Preciosa expresión!, que vale casi como un programa.]
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¡No estanquéis la sangre ilustre que corre por vuestras venas! [Es el tema shakesperiano de que dejar de tener hijos es renunciar a la conquista de la posteridad y privar al mundo de unos dones únicos.]
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Una disputa de generosidad entre amo y mozo.
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Nuestro odio mismo nos obliga a hacerle justicia. [dice Saldaña ponderando las dotes militares y el valor del conde de Lemos]
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¡Ni el diablo ni él les quitarán de ser caballeros de toda ley! [Cosme Andrade admirando a los templarios a pesar de las calumnias y condenas.]
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Os libraréis muy bien de hacerlo, porque es castigo de pecheros [dar azotes] y yo soy hidalgo como vos, y tengo una ejecutoria más antigua que la vuestra y un arco y un cuchillo de monte con que sostenerla. [Cosme Andrada al Conde de Lemos.]
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Cualidad de las almas bien nacidas es trocar el odio en afición y respeto cuando llega la hora de la desgracia para sus enemigos.
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Pero con la verdad por delante, nunca he tenido miedo de hablar, aunque fuese en presencia del soberano pontífice.
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Muy común es aborrecer a quien sin causa se agravia, porque su presencia es un vivo reproche y sañudo despertador de su conciencia.
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Más alta que la vanidad de nuestra sabiduría está la bondad de Dios. [Dice el Abad de Carracedo.]
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—Mi pobre corazón ha recibido tantas heridas, que la esperanza se ha derramado de él como de una vasija quebrantada.
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Nuestro lecho nupcial es un sepulcro, pero por eso nuestro amor durará la eternidad entera.