En las últimas décadas, el mundo ha sido testigo de una creciente y alarmante epidemia que ha permeado cada rincón de la sociedad: la crisis de los opioides. Este fenómeno, que inicialmente emergió como un intento de aliviar el dolor crónico y mejorar la calidad de vida de los pacientes, ha evolucionado en una desoladora marea de adicción y destrucción. Pero, ¿sabemos las causas y eventos que han podido a contribuir a ello? ¿Tan pernicioso es el conocido fentanilo como ahora se hace creer viendo las calles norteamericanas con gente enajenada y desconectada como si de zombis se tratasen? ¿Son tales los daños colaterales que las bondades de los opioides quedan anuladas? ¿Es la preocupación extensible a España y otros países europeos? Muchas cuestiones sin respuestas, por ello considero oportuno partir por un análisis histórico del manejo del dolor y el uso de opioides de prescripción, pues es relevante para conocer cuáles son los factores que han podido contribuir en la actual crisis.
Durante miles de años, el opio atrajo al comercio y a la delincuencia. Este opiáceo se extrae de la resina que emana del bulbo de la amapola. Hoy en día, se sigue cultivando a mano en la India. Tiene fama de calmar el dolor, pero lleva consigo el peligro acechante de una adicción desesperada. En la Inquisición, los clérigos católicos lo llamaban “la sustancia del diablo”. En el siglo XVI, la resina se transformaba en píldoras negras conocidas como “las piedras de la inmortalidad”: el láudano, un analgésico conocido popularmente como el jarabe para los niños traviesos. Y en 1839 el opio se convierte en el producto más comercializado del mundo.
Antes de 1800, el dolor era un fenómeno asociado al envejecimiento y como tal se aceptaba; era considerado un proceso saludable que fortalecía cuerpo y espíritu. A partir de los primeros años del siglo XIX se cambia la percepción del dolor y se pone de relieve la importancia de la experiencia del individuo, comenzando a usarse anestésicos para las cirugías. Aunque no estuvo exento de debates, la introducción de la anestesia fue uno de los grandes hitos de la medicina moderna. Es hacia 1820, en Alemania, cuando se comienza a fabricar industrialmente la morfina y una década después en los Estados Unidos. En esos años, los productos basados en el opio estaban sin regular y se comercializaban sin receta. Así, en 1898 Bayer introduce un nuevo medicamento para la tos llamado “heroína” que decían que tenía menos potencial adictivo que la morfina, desencadenando en 1910 la 1ª gran epidemia de opioides y de uso ilícito. Fue tal la crisis que la profesión médica aprobó la Harrison Narcotic Control Act (HNCA) en 1914: una ley que hizo que fuera más difícil conseguir el opio sin receta.
Tal fue el impacto de la HNCA que hasta 1970, tanto médicos como pacientes evitaban el uso de opioides en lo posible. Incluso se recomendaba a los pacientes oncológicos que se abstuvieran de tomarlos hasta que sus vidas pudieran “contarse en semanas”. ¿Cuál fue la consecuencia de esa opiofobia? Pues se infratrató el dolor durante 50 años y eso terminó por generar un movimiento a favor del uso adecuado de opioides en el tratamiento del dolor. Así comenzó una nueva era (1973-90) en la que se evidenció la falta de información entre los médicos en cuanto a dosis y duración de los opioides, así como se constató una exageración del riesgo de adicción. Se demostró que el riesgo de adicción en pacientes hospitalizados era mínimo —primera pista: con control y seguimiento se minimiza el riesgo—. Es en este periodo cuando Portenoy y colaboradores (hoy considerados parte responsable de la crisis) manifiestan la seguridad del tratamiento opioide en pacientes con dolor crónico no oncológico intratable. Cuando en la actualidad se les considera culpables suele obviarse que fueron los primeros en recomendar controles periódicos así como examinar pormenorizadamente la necesidad de dosis más altas (recomendaciones que no se siguieron). Además, en esos años la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoce también que el tratamiento del dolor es un derecho universal y por primera vez enfatiza que la eficacia de los opioides está fuera de dudas, afirmando que el tratamiento con este tipo de analgésicos usados correctamente permite controlar el dolor de hasta el 90% de los pacientes. Mientras se sucede esto en EE.UU, entre 1986 y 1990 se produce una epidemia de opioides ilegales en varios países de Europa, constatando un incremento en la mortalidad que no tenía correlación con el aumento del consumo de opioides de prescripción. Durante estos años, la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU) aprueba dos medicamentos: MST Continus (morfina oral que permite una dosificación cada 12 horas) y Durogesic (fentanilo transdérmico que cubre hasta 3 días de tratamiento con una aplicación). Sin embargo, la opiofobia se extiende a nivel mundial hasta que en 1995 el presidente de la American Pain Society(APS) propone la idea de evaluar el dolor como un signo vital: el “V signo vital”, elevándolo al nivel de la información esencial para favorecer la evaluación y el manejo. Es en estos años cuando la FDA aprueba, en 1995, la forma de liberación controlada de oxicodona, con una ficha técnica en la que se decía que el riesgo de adicción era muy raro y que la absorción retardada reducía el riesgo de abuso: el famoso OxyContin, de la empresa farmacéutica Purdue Pharma. Para que os hagáis una idea de lo que ya estaba ocurriendo, en esa etapa, se prescribían en EE.UU en torno a 87 millones de prescripciones de opioides anuales. Dando todo ello a una relajación en la regulación y en el control que se tradujo, en 1999, en 116 millones de prescripciones anuales. Estamos ante la 2ª crisis de opioides.
A principios de los 2000, los reportes de sobredosis y muerte en relación con la prescripción de opioides empezaron a aumentar, siendo el OxyContin el centro del problema. Así surge la “década del control e investigación del dolor”, pues se evidencia el fracaso en los mecanismos de control de la prescripción y dispensación: de 400.000 personas en 1999 que usaban OxyContin a 1,9 millones en 2002 y 2,8 millones en 2003. Por ello, en 2001 la FDA modifica la ficha técnica del OxyContin, retirando las alusiones al bajo riesgo de adicción, y, al mismo tiempo, The Joint Comission(TJC) publica los estándares del manejo del dolor. No obstante, no es hasta 2007 cuando Purdue Pharma es declarada culpable, momento en el que con la FDA se convierte en ley el requerimiento de Estrategias de Evaluación y Mitigación de Riesgos (REMS por sus siglas en inglés), para asegurar que el beneficio de los medicamentos supera los riesgos. De este modo, en 2009, se aprueba el primer medicamento que combina agonista y antagonista opioide (un opioide con su antídoto) y en 2010 se pone en marcha el desarrollo de formulaciones antiabuso, para mejorar el acceso a la naloxona (antídoto de los opioides) y dar soporte a nuevas formas alternativas del manejo del dolor. Mientras ocurre esto en EE.UU, se constata que los mecanismos de control de Europa, en concreto en España, están siendo suficientes. Es en esta etapa cuando por primera vez se llevan a cabo estudios dirigidos al uso no médico de las prescripciones de opioides: se observa que la prescripción ha sido el origen de una adicción pero no en el propio paciente sino en alguien de su entorno. En base a esto, la Casa Blanca publicó en 2011 un plan para frenar el uso ilícito, para prevenir el mal uso y al mismo tiempo asegurar la disponibilidad de estos medicamentos para uso médico. Se contempla la educación al paciente y al prescriptor, entre otras estrategias, así como se implementa los programas de monitorización de la prescripción (PDMP por sus siglas en inglés), que afectaba a todos los medicamentos bajo control, no sólo a los opioides. No deja de ser alarmante que se tarda casi una década en implementar un sistema de control desde que salta la alarma con el uso del OxyContin y su desviación a canales ilegales, cuando ya era innegable el aumento de urgencias en relación con opioides: entre 2004 y 2010 las visitas a urgencias por opioides aumentaron un 255% y por benzodiacepinas un 139% (un grupo que debería despertar el mismo alarmismo).
Durante los siguientes años (2016-19) se suceden nuevas actuaciones de la FDA, nuevas recomendaciones del TJC en manejo del dolor y nuevas legislaciones, todo encaminado a identificar riesgos serios de mal uso, abuso, adicción, sobredosis y muerte en relación con los opioides. Cabe destacar la ley CARA diseñada para atender adecuadamente a pacientes con trastornos por uso de sustancias. No obstante, sigue sin modificarse de forma relevante la política federal y las muertes por sobredosis siguieron aumentando. Se desarrollan las principales estrategias para abordar la epidemia, pero siguen errando en el diagnóstico, al englobar en la crisis tanto los opioides de prescripción como los ilícitos. Equivocadamente se seguía poniendo el foco legislativo en las consecuencias y no en las causas, pues se basaban en “The Gateway theory”: la teoría del paso de opioides de prescripción al uso ilícito. Esta teoría se puede defender como riesgo existente, pero la mayoría de pacientes con tratamiento médico opioide no están en riesgo y una mayoría de las personas que consumen opioides recetados no continúan consumiéndolos de forma crónica y, por lo tanto, no corren riesgo de pasar a consumir heroína. Los diferentes estudios e informes que se suceden detallan que la gran mayoría de pacientes a los que se prescribe opioides no hacen mal uso. Y llegamos a la nueva y actual era de opioifobia y “hostilidad” al paciente crónico con opioides.
Una serie de desafortunadas desdichas
La primera crisis de opioides estuvo asociada en gran medida al desconocimiento de la potencia adictiva y a la banalización de su uso. La actual crisis se sigue considerando el origen del problema en el uso médico indiscriminado, cuando esta epidemia tiene dos componentes con dinámicas diferentes (uso médico y uso ilícito) que no se pueden mezclar. Esto se traduce, de nuevo, en medidas ineficientes, pues la participación de opioides de prescripción es marginal y no central, siendo las drogas de uso ilícito las que acumulan la mayor parte de la morbimortalidad. Entonces, ¿qué factores contribuyeron en su día y actualmente a la epidemia? La falta de regulación y control de la prescripción y dispensación, el retraso en la implementación de los sistemas de control y regulación y su desigual puesta en marcha (ni todos los estados ni el mismo modo) y la falta de formación adecuada en relación con el perfil de paciente e indicación adecuada en la que utilizar el producto. Sin olvidar, por supuesto, la industria farmacológica y sus intereses, que financiaron a cualquiera que divulgase sus mensajes e hicieron pasar la agenda de marketing como agenda científica (difundieron mensajes engañosos). Para ello, empresas como Purdue Pharma, se dedicaron a difundir mensajes de que el dolor estaba siendo “subtratado”, que los opioides son un tratamiento efectivo para cualquier dolor y que aquellos médicos que no los recetasen estarían “subtratando” el dolor (avergonzaban a los profesionales de la salud).
Seguramente se pregunten cómo es posible que los médicos llegasen a prescribir como primera elección para el dolor los opioides, y una de las razones era el miedo a ser sancionados por la federación médica de su estado o denunciados por no haber hecho todo lo posible para tratar el dolor. Temían ser denunciados por sus pacientes, pues algunos terminaron pagando multas o fueron suspendidas sus licencias. Se les consideraba “opiofóbicos” y malos profesionales. El documental El crimen del siglo es una implacable acusación a la industria farmacéutica, a los lobistas y a las reglamentaciones gubernamentales que permiten la superproducción, la distribución imprudente y el abuso de opioides sintéticos. Explorando el origen, la dimensión y las consecuencias de una de las mayores tragedias de la salud pública de la actualidad, el documental revela que la epidemia de opioides en los Estados Unidos es una crisis de salud pública con origen conocido.
Quizá se pregunten si en España tenemos que preocuparnos. Claro, cualquier adicción es preocupante. No obstante, la forma de manejar el dolor de forma progresiva (escalera de la analgesia) y multimodal hace difícil que se pueda dar un uso médico indiscriminado y sin límites de los opioides. En España, cuando se recetan los opioides lo hace principalmente un especialista de las Unidades del Dolor —aunque en Atención Primaria se puede y receta fentanilo en parches, por ejemplo— y para llegar a esas unidades se ha tenido que pasar por el médico generalista (Atención Primaria) y otros especialistas previamente. Además, aquí se combina los opioides con otros analgésicos y/o técnicas intervencionistas (en Estados Unidos no combinan analgesia ni hacen uso progresivo). Quizá el mayor riesgo está en Atención Primaria, donde se puede banalizar el uso de opioides y es donde menor conocimiento hay del dolor, de las estrategias multimodales y se dispone de menos tiempo de atención. Nada como mejorar la formación y el acceso a las Unidades del Dolor.
Un problema de todos, una solución de todos
En Drug Dealer, MD., Anna Lembke desglosa algunas de las complejidades de este problema, cuya raíz no es el adicto sino un entramado de cómo vemos hoy el dolor, cómo el sistema de salud norteamericano permite e incentiva el trabajo médico y qué esperan los pacientes cuando van al médico. Explica que el dolor hoy se ve como algo a evitar y la base de esa visión se halla en que durante muchos siglos se ignoraron las experiencias subjetivas del dolor y también a un aumento de la longevidad que hace que enfermedades de la edad, muchas con dolor crónico, hicieran más familiar el tema. Nan Goldin, fotógrafa que sufrió los estragos del OxyContin (pasó de los 40 mg. iniciales a consumir al día 450mg.) por medio de sus fotografías reflexiona sobre el conflicto que muchas veces subyace: las relaciones sentimentales, la lucha entre la intimidad y la independencia, entre el deseo y el dolor. De ello se hizo eco Laura Poitras en su película La belleza y el dolor, en la que combina los rasgos biográficos de Nan Goldin con su activismo (fundó el grupo Prescription Addiction Intervention Now -PAIN-) en contra de la farmacéutica de la familia Sackler (Purdue Pharma). También, en la serie Dopesick: Historia de una adicción se describe los siniestros manejos de la industria farmacéutica Purdue Pharma, pero además baja al nivel de la calle y relata de manera bastante realista los efectos de la adicción en personas que simplemente querían tratarse un dolor.
Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, entre 1999 y 2019, cerca de 500.000 estadounidenses murieron a causa de una sobredosis por opioides. En 2019, en torno a 10 millones de americanos hicieron un mal uso de los opioides. Al menos 1,6 millones son adictos. Los opioides son una herramienta importante, pero hay un tiempo y lugar para ellos. El problema fue que los opioides se volvieron el tratamiento de primera línea, incluso para dolores menores y especialmente para dolores crónicos. Así tenemos varias generaciones con adicción y eso no puede revertirse en un día. Tampoco puede olvidarse que cuando comienza una adicción suele ser en pequeñas dosis y en contextos habituales, pasando desapercibida. Aunque ya no se prescriban tantos opioides, hay más heroína y fentanilo ilegales. Quizá una solución esté en cambiar la forma de abordar las adicciones y el consumo de drogas. En el año 2000, Portugal se encontraba con el peor problema de drogas de Europa y decidieron, con ayuda de un equipo multidisciplinar, cambiar la dinámica en relación con las drogas. Descriminalizaron sin despenalizar el consumo de todas las drogas e invirtieron los presupuestos destinados a las políticas contra las drogas, en un programa masivo de creación de empleo para adictos y en otras ayudas para reconectarles con la sociedad. Tras más de 15 años de iniciativa, los resultados son esclarecedores. Pasan de tener el 1% de la población adicta a la heroína al 0,3%, reduciendo en un 50% el uso de drogas inyectables, además de disminuir las sobredosis y los casos de VIH en adictos, así como han retrasado el inicio de consumo. Aunque la proporción de adictos es similar, el consumo no se ha disparado. No obstante, alertan sobre la complacencia social con el cannabis.
Otra opción es la que se lleva a cabo en Vancouver: recetar heroína a la gente como tratamiento a la adicción al fentanilo. Un concepto desafiante pero los resultados son convincentes, tal y como se muestra en el documental Ten dollar death trip. En palabras del doctor McDonald «cuando la gente empieza con nosotros, consumen drogas ilegales todos los días. Después de 6 meses con nosotros, baja a un puñado de días al mes. Vuelven a contactar con sus familias, vuelven a estudiar, empiezan a trabajar […]. Pero lo más importante, mi paciente más reincidente ha entrado y salido de la cárcel más de 200 veces antes de venir a hacer el tratamiento. Y desde que empezó aquí, no ha vuelto a la cárcel. Es un gran triunfo». Suiza también lo lleva a cabo desde 1994 y han tenido una reducción de muertes por sobredosis, de contagios por VIH y de delincuencia. ¿La teoría? Sacar a la gente de las calles, darles la oportunidad de implementar rutinas y cambios en sus vidas. Devolverles la dignidad.
Decía Hegel que “comprensión es dominio” y no le sobraba razón, y más cuando de adicciones hablamos. Pues casi todo lo que se cree sobre las adicciones está equivocado y se comprenden poco los mecanismos que llevan a ser adictos. Bueno, quizá se comprende pero no se quiere actuar en consonancia, porque supone desarticular toda la Guerra contra la Droga que se estableció hace medio siglo y depurar responsabilidades. Mientras eso ocurre, la pérdida de vínculos y las desconexiones están siendo el motor más importante de las adicciones y está creciendo. Johann Hari ha visto cómo nuestros métodos actuales fallan de primera mano y comenzó a preguntarse por qué tratamos a los adictos como lo hacemos, y si podría haber una mejor manera. Comprender las adicciones entraña entender que una persona inmersa en una adicción necesita apoyos, en lugar de aislamiento. Esta tragedia no debe criminalizar a las personas con adicciones, ni tampoco demonizar a los opioides.