El gran historiador de las mentalidades Jean Delumeau, especialista en la historia de la religión en Europa y autor de El miedo en Occidente, escribió: “Por perpleja que se sintiera, una población atacada por la peste trataba de explicarse el ataque de que era víctima. Encontrar las causas del mal es volver a encontrar un marco de seguridad, reconstruir una coherencia de la que, lógicamente, ha de salir la indicación de los remedios”. Por supuesto, la peste es solo una de esas circunstancias objetivas que podrían explicar el nacimiento psicológico de la voluntad humana por encontrar el origen misterioso de la causalidad maléfica. La casuística de las amenazas al orden social es tan variada como sugiera la imaginación y ninguna época ha logrado desterrar para siempre esta profunda inquietud psicosocial arraigada en lo más profundo de la mente humana. Reflexionando sobre la ceguera del hombre contemporáneo ante esta realidad, Jung le advertía: “No ve que, pese a su razonamiento y su eficacia, está siempre poseído por ‘fuerzas’ que escapan a su control. Sus dioses y sus demonios no han desaparecido en absoluto. Han cambiado simplemente de nombre”. Por su parte, el antropólogo de la religión René Girard, cuyo centenario conmemoramos el próximo 25 de diciembre de 2023, recordó que “en todas las formas clásicas del racionalismo y de la ciencia, los investigadores contemporáneos descubren supervivencias de la magia. Lejos de escapar de una vez, como lo imaginaban, del círculo de la violencia y de lo sagrado, nuestros predecesores han reconstruido unas variantes debilitadas de mitos y de rituales”.
No debemos olvidar tampoco el docto comentario de M. Homais, personaje representante del cientificismo volteriano y secularista en la gran novela de Gustave Flaubert. Farmacéutico dogmático, anticlerical, amante del progreso y entusiasta del proyecto científico volcado hacia la mejora de las condiciones sociales, su mensaje se encierra en estas palabras a propósito del lavado de estómago de Madame Bovary: “Desde el momento en que la causa cesa…el efecto debe cesar”. He aquí una formulación algo tosca pero poderosamente representativa de una mentalidad profundamente arraigada en las configuraciones simbólicas modernas que se expresaron a través de las ideologías políticas. La idea de una monocausalidad maléfica se infiltró en el arrogante racionalismo del siglo XIX, que la potenció y blindó con el manto de una legitimidad científica no pocas veces clandestinamente conectada a los proyectos mesiánicos de las religiones políticas triunfantes en el siglo siguiente.
León Poliakov, historiador de la causalidad diabólica
Fue el gran historiador judío francés de origen ruso León Poliakov (1910-1997) el estudioso que, en su dilatada trayectoria académica, más lejos llegó en la investigación sobre la influencia de esta causalidad diabólica (así la bautizó) en la historia de las persecuciones violentas. Historiador de las configuraciones ideológicas, en el cruce entre la historia política, la historia intelectual y la historia de las representaciones sociales, Poliakov se comprometió en un campo de estudio cuyo objeto principal era el análisis histórico de los mitos políticos modernos, en especial el de la gran leyenda ideológica del complot mundial. Poliakov nació en el seno de una familia burguesa judía rusa. Su padre, Wladimir Poliakov, propietario de una editorial, bautizó a su hijo con el nombre de León en homenaje a Tolstói, fallecido pocos días antes de su nacimiento. En 1920, la familia emigró a Francia huyendo de la revolución bolchevique. Años más tarde se vería de nuevo golpeada por la expansión europea del Tercer Reich y la persecución de los judíos. Quizá por su propia experiencia personal y la de toda su familia en el turbulento siglo que vio encumbrados a Hitler y Stalin entendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Leszek Kolakowsi: “No está muy claro el origen del Diablo, ni tampoco sabemos si algún día podremos sacárnoslo de encima”. Resistente durante la ocupación alemana de Francia e impulsado secretamente por el deseo de encontrar una respuesta a la pregunta «¿Por qué han querido matarme?” se decidió a indagar esta espinosa cuestión, que representaba al mismo tiempo un viaje existencial hacia las raíces históricas de su propia identidad personal y colectiva. Fruto de una larga labor de documentación publicó su vasta Historia del antisemitismo en cinco volúmenes, una referencia inexcusable en la materia.
Lo que distinguió especialmente al esfuerzo de Poliakov fue el empeño por interrogarse (infiltrándose, ya se ha dicho, en las indefinidas fronteras entre la antropología, la psicología o la filosofía) sobre los fundamentos psicológicos y las funciones sociales de las creencias en los complots diabólicos, creencias cuya eficacia simbólica ha quedado acreditada en los sistemas totalitarios del siglo XX. En este sentido, Poliakov insistió en la importancia política de la visión conspiracionista, subrayando su influencia en la formulación de la mentalidad “policiaca” o “complotista”. Una mentalidad que federa, más allá de la apariencia de sus mutuas hostilidades respectivas, a muchas de las variantes ideológicas de la concepción política moderna. Los hermanos gemelos se reconocen en el espejo de Caín. En el prólogo de su libro más famoso, La causalidad diabólica, Poliakov dejó escrito:
“De acuerdo con la ‘visión policiaca’, hay que imputar las desgracias de este mundo a una organización o entidad maléfica: por ejemplo, los judíos. He intentado establecer un nexo entre las explicaciones de esta índole y la fascinación que sobre la mente humana ejerce una causalidad elemental y exhaustiva, equivalente, me parece, desde el punto de vista psicológico, a una ‘causa primera’. Una observación fortuita de Albert Einstein sobre la génesis del concepto de causalidad me inspiró la idea del presente ensayo sobre la ‘causalidad diabólica’ en general: principalmente, llegué a preguntarme si acaso los fenómenos totalitarios del siglo XX no descansarían (entre otros factores) en una necesidad de sucedáneos que suplieran las causas primeras de antaño”.
La cita del afamado físico alemán a la que se refería Poliakov es la siguiente: “Los demonios están por todas partes; es probable que, de una forma general, la creencia en la acción de los demonios se encuentre en la raíz de nuestro concepto de causalidad”. El testimonio, según parece, proviene del conde Kessler, que nos descubre la afirmación vertida por su amigo Einstein, quien acababa de leer la obra de Lucien Lévy-Bruhl, La mentalidad primitiva.
Poliakov sostenía la tesis de que, en la modernidad, el destino del odio antijudío estaba ligado, por un lado, al desarrollo de la ciencia, con su inevitable retoño, el “cientificismo”, potente modo de legitimación de toda exclusión de poblaciones juzgadas “indeseables” y, por otro, a ciertas “ideas generosas” ligadas sobre todo al progresismo político. Esto demostraría la capacidad de la causalidad diabólica para enmarañarse en el discurso aparentemente racionalista de la mentalidad tecnocientífica.
¿Podemos pensar que este modo de representación mental feneció con las expresiones más sanguinarias del totalitarismo paranoide del siglo XX, las que vivió y sufrió en sus propias carnes León Poliakov? Si fuera así, esta imagen demonológica del mundo sería más bien el efecto de un tipo muy singular y acotado de régimen político y no la raíz profunda de sus derivas perseguidoras y criminales. Pero no era esta la ambiciosa idea de Poliakov. Aunque el totalitarismo moderno afirmó y difundió como ningún otro régimen político la visión policiaca de la historia, la demonología conspiracionista no fue un mero producto propagandístico de la sociedad de masas sino más bien la fuente ideológica determinante de la praxis terrorista llevada a cabo ejemplarmente por algunos Estados europeos desde la Revolución Francesa hasta la caída del bloque soviético. ¿Acabó entonces la historia de la demonología política con la caída del muro de Berlín? Poliakov, fallecido en 1997, no pudo responder a esta pregunta. Sin embargo, quizá podamos encontrar alguna pista en las aportaciones de alguno de sus discípulos más señalados.
La causalidad diabólica y el mito de la extrema derecha
Uno de ellos es el filósofo e historiador de las ideas Pierre-André Taguieff, director de investigación en el CNRS francés (Centre National de la Recherche Scientifique, algo así como el CSIC español). En la década de 1970 Taguieff participó activamente en diversos movimientos antirracistas, como el Movimiento contra el Racismo, el Antisemitismo y por la Paz (MRAP), la Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo (LICRA) o la Liga de Derechos Humanos (LDH). Retomó el campo de estudios al que se había consagrado su venerado maestro. Sin embargo, lo que podría parecer chocante a primera vista es que no se conformó con confinar el espectro de acción de la causalidad diabólica poliakoviana en sus manifestaciones más conocidas o indiscutibles: el terror jacobino, la judeofobia nazi y las purgas estalinistas. En Du diable en politique. Réflexions sur l’antilépenisme ordinaire (Del diablo en política. Reflexiones sobre el antilepenismo ordinario), obra publicada en Francia en el año 2014, Taguieff se atrevió a designar también una fobia muy instalada entre los mandarines de la clerecía mediático-política occidental, un tipo de manía ritual blindada ideológicamente por el conformismo gregario de la corrección política: la demonología militante contra la llamada “extrema derecha”. En la diabolización obsesiva del discurso lepenista, operativa en la opinión pública francesa y en la politología académica oficial desde los años ochenta, observó Taguieff que se manifestaba una de las expresiones más significativas de la supervivencia del arquetipo mental primitivo. Si la demonología es el estudio de los demonios, de sus variantes, historias y modos de acción, “una buena parte de la politología dedicada a la ‘extrema derecha’ remite -según Taguieff- a la tradición demonológica europea. Esta politología especializada puede ser a primera vista descrita como una demonología secularizada. (…). Su dogma central puede ser resumido así: el mundo de la ‘extrema derecha’ es una guarida de demonios que se debe explorar y escarbar a fin de hacer salir a los peores de entre ellos, que son por naturaleza los menos visibles al ser los más hábiles en el arte del engaño”.
Resulta difícil no ver en este regreso polimorfo de Satán una revancha del nacionalsocialismo en una versión invertida. Para las religiones seculares que fueron las ideologías políticas modernas el enemigo era imaginado bajo la figura del diablo. Tras la debacle europea de la Segunda Guerra Mundial, la reductio ad hitlerum (Leo Strauss) se convirtió en el esquema principal de la diabolización política. El recurso antifascista al tema del renacimiento del Mal ha constituido desde entonces un argumento movilizador en la incitación a la vigilancia psicológica permanente por parte de las fuerzas adheridas al mito fundacional de la Europa de posguerra. Un mito, en gran medida, de factura estalinista.
Aunque ciertamente mueva a risa ha dejado ya de ser raro escuchar a ciertos políticos por todos conocidos mencionar en la misma frase a la “extrema derecha” y a la “derecha extrema”. O también, en el colmo del absurdo, mentar a una supuesta “extrema extrema derecha”. La estupidez, la ignorancia y la falta de sentido del ridículo explican mucho pero no todo a la hora de explicar estas conductas. Las apelaciones rituales identificables en esta reiteración obsesiva del rostro terrorífico de lo diabólico presuponen siempre el guion de la oposición maniquea propio de la demonología laica. La diabolización constituye una forma de discurso polémico destinado a vestir con los hábitos del demonio a un adversario individual o colectivo, que pasa a ser inmediatamente designado como enemigo absoluto en tanto que representante del Mal. Si el Mal se encarna en la derecha, el Bien lo hace en la izquierda. El Bien representa la unión, la solidaridad, la fraternidad, la igualdad, la inclusión, la diversidad y el progreso. El Mal es la división, el conflicto, la discriminación y, sobre todo, el odio.
En el exorcismo gnóstico del demonólogo moderno, la Bestia inmunda vive oculta en medio de la indestructible coalición de las fuerzas del mal. Por ese motivo, al igual que para todos los cazadores de brujas, también para los inquisidores representantes de la demonología neo-antifascista basta con desvelar su maléfica y velada presencia para vencerla. La tesis reaparece en la literatura conspiracionista más o menos elaborada de todos los tiempos: la denuncia de los conspiradores invisibles está justificada como regla básica de la guerra total. Las propagandas políticas de tipo demonológico recurren a esta deshumanización del adversario político con la intención de legitimar el odio y justificar el terror. Del mismo modo que los autores de Los Protocolos de los Sabios de Sión creían que la publicación de sus revelaciones constituía un arma decisiva en la lucha contra El Judío, los macartistas posmodernos consideran una sagrada misión revelar a la opinión pública la naturaleza invisible del principio demoniaco que opera en las fuerzas ocultas de la extrema derecha. Identificar al enemigo enmascarado y sus planes secretos ya es empezar a derrotarlo. A fuerza de repetición del rito, la fórmula conjuradora vuelve impotente a la Bestia. La demonología vive siempre dentro de las fronteras mentales de la superstición mágica: el periodista o politólogo comprometido, convertido en nigromante oficial, cree en la virtud sobrenatural de los clichés, eslogans y fórmulas litúrgicas, transformadas en armas poderosas de destrucción del Mal. Esta forma de magia blanca en nombre del Bien democrático, de la convivencia o los derechos humanos, admite diferentes versiones: la petición o llamamiento, la denuncia pública, el señalamiento, las declaraciones oficiales rimbombantes, las encuestas supuestamente dirigidas a desvelar tramas ocultas, la teatralización de las confesiones de los arrepentidos y, por supuesto, los procesos y purgas ejemplares de los culpables de crímenes de odio. Tal es la representación central de lo que Richard Hofstadter caracterizó como el “estilo paranoide” (paranoid style) en el ámbito político.
Exorcismos e ideologías modernas
El esquema de los exorcismos ideológicos contemporáneos suele responder a la tríada denuncia-diabolización-legislación. A la fe en la causa maléfica le sigue la extirpación ontológica del mal perpetrada por el ideólogo-curandero. La ideología “política” (en realidad impolítica) persigue la “purificación” o blanqueo doctrinal de la “causalidad mágico-perseguidora” (en este caso la expresión es de Girard). Aunque no hayan faltado pensadores que entronicen en sus teorías los alegatos criminales de las distintas jaurías humanas que se suceden en la historia, las ideologías políticas asesinas se nutren de la energía colectiva de las masas más que del pensamiento crítico individual. Al igual que en los relatos míticos estudiados por Girard, las “razones” aducidas por las ideologías legitimadoras de la higiene social son pretextos racionales en los que retumba el eco anónimo de la violencia y lo sagrado. En L’Émancipation promise (La emancipación prometida) Taguieff sostiene que la libertad, la igualdad y la fraternidad, erigidas como absolutos, se transforman en ídolos sanguinarios en nombre de los cuales se sacrifican multitudes. Las ideologías amparan el deseo de exclusión que alimenta la causalidad diabólica. Julien Freund, otro los maestros de Taguieff, lo explicaba de este modo:
“La ideología no tiene nada de pensamiento individual y crítico formado por la duda y una información metódica. Trata de verificarse únicamente en la eficacia de una acción colectiva, dado que la masa, como Gustave Le Bon lo ha enseñado perfectamente, no es nada accesible al razonamiento, a la búsqueda reflexiva ni a las deliberaciones del entendimiento. Por el contrario, es sensible a las emociones fuertes, a las creencias que halagan los instintos, a los prejuicios y a sugestiones confusas con apariencia de ideas generosas. […] Se comprende, en estas condiciones, que es un pensamiento que fácilmente se convierte en polémico y que de hecho contribuye enormemente a hacer surgir un conflicto, o bien a enconar un conflicto en curso. […] Por eso la ideología encuentra un terreno tan favorable en la política, en la que uno de sus presupuestos es el de amigo y enemigo, aunque su causa no sea política sino económica, religiosa u otra. […] El deseo de exclusión es incluso un carácter típico de la ideología, […].”
Paul Valéry recordaba algo esencial: “La mezcla de lo verdadero y lo falso es más falsa que lo falso”. La causalidad diabólica, residuo de la mentalidad mágica primitiva, se renueva y fortalece en virtud de la racionalización ideológica supuestamente científica. El modo ideológico de pensamiento busca encubrir las verdaderas razones de los conflictos políticos y sociales encontrando siempre una única “causa”. Esta causa no se hallará en un origen antropológico o metafísico profundo y misterioso, como sucede, por ejemplo, con la doctrina cristiana del pecado original. Se encuentra, más bien, en una dinámica “abstracta” e “impersonal” que la ideología, oportunamente expuesta como “ciencia social”, elabora metódicamente con la misma mano que contiene el dedo acusador que inculpa a los agentes operativos humanos de dicha dinámica. He aquí la base de la ideología demonológica. Se la puede identificar por esta voluntad de simplificación de la complejidad social que permite recuperar la senda olvidada de la monocausalidad mítica, “la ruta antigua de los hombres perversos”. Por supuesto, esta configuración mental conduce a un callejón sin salida en el plano de la ética, como acertadamente señaló Charles Taylor:
“Es fácil llegar a la conclusión de que todo lo que ha dado lugar a una acción mala debe estar viciado por principio (así, el nacionalismo debe ser condenado en nombre de Hitler, la ética comunitaria en nombre de Pol Pot, el rechazo de la sociedad instrumental en nombre de las posiciones políticas de Pound y Eliot, etc.). Esta metaética pierde de vista que aquí puede haber auténticos dilemas, que perseguir un único bien hasta sus últimas consecuencias puede conducir a la catástrofe, no porque no sea un bien, sino porque hay otros que no pueden sacrificarse a él sin sufrir daños”.
Por lo demás, la mitologización del “fascismo” por parte de los “antifascistas” contemporáneos consiste en atribuirle las virtudes de la seducción diabólica. Los “fascistas” son imaginados como portadores de un virus contagioso. Es la premisa necesaria de los cordones sanitarios. El mal que representa esta grave amenaza se caracteriza por su ubicuidad e influencia todopoderosa. La bestia inmunda vive entre nosotros y su discurso de odio actúa bajo formas imprevisibles y desconocidas. Todos somos, en este sentido, sospechosos de fascismo, aunque para la mayoría el virus se encuentre en fase de latencia. De ahí la obligación de vigilancia permanente. La actitud del infatigable inquisidor queda de manifiesto en una carta del escritor francés Philippe Sollers fechada en junio de 1975: “Partiendo de ahí: que el fascismo está presente en todas partes, a cada instante; que se encuentra en el interior de cada uno; que se puede manifestar como germen donde menos se lo espera”.
El demonólogo elige a sus ángeles y demonios
Algunas horas antes de entregar este texto a La Gaceta su tesis se vio inesperadamente confirmada nada menos que por las solemnes palabras del presidente del Gobierno de lo que queda de nuestro país, el hombre recientemente investido por la graciosa majestad de Waterloo. Las pronunció en el congreso del SPD alemán el pasado 9 de diciembre de 2023. Dicen textualmente lo siguiente: “Sabemos que el odio y el miedo son un virus peligroso. Un virus que puede ser letal para la democracia. La extrema derecha lo sabe muy bien. Son expertos en cultivar y propagar ese virus. Un virus que, lamentablemente, está invadiendo a la derecha tradicional en muchas partes de Europa y del mundo. El mundo se enfrenta a una gran encrucijada”. Y a continuación, para ilustrar los términos de dicha mundial encrucijada, recurrió al esquema maniqueo de tipo conocido, el manual de consulta de todo aprendiz de angelista y demonólogo: ciencia o negacionismo, feminismo o privilegios del machismo, justicia social o desigualdad, respeto a los derechos humanos o barbarie de la guerra, cultura o regreso a la censura, respeto democrático o insulto populista de los extremistas. “Eso es lo que está en juego. Aquí y ahora”, sentenció. Lo dijo el hombre que, en su discurso de investidura, ilustró a los diputados (y diputadas) del Congreso con su particular concepción inclusiva de una democracia construida con muros levantados entre compatriotas. Y lo dijo ante el presidente de la socialdemocracia alemana, Olaf Scholz, quien hace escasamente un mes nos anunció abiertamente parte de su programa de gobierno: “Tenemos que deportar inmigrantes a gran escala”. Uno de los privilegios del hechicero es que la ciencia superior de la demonología que cultiva le permite elegir arbitrariamente quienes son sus dioses y quienes sus demonios. Las acciones son lo de menos. Poliakov, al respecto de la judeofobia moderna, recordaba algo esencial: “Los judíos no son odiados por lo que hacen, ni siquiera por lo que son realmente en su diversidad, sino por lo que los judeófobos creen que son. Los judíos son esencializados, reinventados como los representantes de una entidad mítica”. Las entidades míticas cambian, el libreto demonológico permanece.
Si algo queda claro, al terminar esta reflexión, es que existe claramente un riesgo en la historia de la causalidad diabólica: el de contrarrestar una demonología con otra. Basta con cambiar el signo positivo por el negativo, colocar a un demonio en el lugar de un ángel. No olvidemos que el Evangelio nos recuerda la astuta capacidad de Satán para expulsar a Satán. Por eso no viene mal recordar que existió hasta hace no mucho tiempo el proyecto de una izquierda sin demonología. Fue el que encarnó, por ejemplo, Hannah Arendt. Su teoría de la banalidad del mal supuso una gran provocación para los demonólogos del lado bueno de la Historia. “Lo que quiero es comprender”, afirmó en cierta ocasión. El escándalo estaba garantizado, pues quien duda de la existencia de las brujas probablemente sea una de ellas. No olvidemos que la gran astucia del diablo consiste, según dejó escrito Baudelaire, en hacernos creer que no existe. “Es justamente ese carácter demoníaco del Mal, que por esta razón puede reclamarse de la leyenda del ángel caído Lucifer, el que ejerce una fuerza de atracción extraordinaria sobre los hombres”, explicó Arendt en una entrevista concedida en 1964. En sus memorias publicadas en 1981, de vuelta de las ilusiones progresistas que todavía compartía en los años cincuenta y sesenta con los judíos asimilados de su generación, Poliakov observaba con la sutil auto-ironía que practicaba ordinariamente: “Ignoraba que no se exorciza un mal milenario con la ayuda de una argumentación racional”. No ignoremos nosotros que la fuerza de las armas tampoco logró derrotar ese mal en un bunker del Berlín de 1945.