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La ciudad contra el campo

La fractura social y geográfica en la nueva política

En el siglo XXI ya hemos vivido dos años decisivos. 2001, cuando los ataques a Washington y Nueva York liquidaron las proclamas de paz universal, fin de la historia y negocios eternos después del derrumbe de la Unión Soviética. Y 2016, cuando los pueblos occidentales empezaron su rebelión contra la partitocracia bipartidista y el globalismo económico.

En ese 2016 se produjeron dos acontecimientos que dejaron pasmados a casi todo el planeta, sobre todo a los que importan, es decir, a los que viajan en avión privado y dicen a los demás cómo han de comportarse: la aprobación de la salida de Reino Unido de la Unión Europea y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos.

Aunque fueron actos pacíficos, ya que se trató de dos votaciones, los portavoces de la democracia, incluso los que bombardean algunos países para extenderla, en seguida se opusieron y hasta trataron de sabotear los resultados. Como ejemplo de esa soberbia podemos citar a uno de los ideólogos del globalismo, Mario Vargas Llosa: “Que haya un voto libre no significa que los ciudadanos siempre voten bien. Muy a menudo votan mal y eligen no lo mejor, sino lo peor”. Y para ilustrar esos sabotajes tenemos  la confesión por el multimillonario Mark Zuckerberg de que su empresa Facebook censuró informaciones en la campaña electoral de 2020 sobre el portátil de Hunter Biden y, más tarde, sobre el covid.

Entre los principios desaparecidos en estos años está el de que la política ya no consiste en el turno (o reparto) establecido en la posguerra entre partidos socialdemócratas, democristianos y liberales, todos ellos anticomunistas. Las sociedades, cada vez más separadas en dos bloques, responden a otras divisiones: por edades, por ingresos económicos, por niveles de estudio o empleo, por origen racial o familiar, por religión y por lugar de residencia.

La sociedad multicultural demuele las fronteras exteriores de las naciones, pero levanta muros internos.

FRONTERAS DENTRO DE LAS NACIONES

En cuanto se conocieron los resultados de las votaciones de 2016, se observó una frontera entre las grandes urbes, por un lado, y las ciudades medianas y el campo, el flyover country, por el otro.

El estado más populoso en el que ganó Donald Trump fue Texas, el segundo del país, con nueve puntos de ventaja sobre Hillary Clinton; sin embargo, ésta fue primera en Houston y Dallas, las mayores ciudades. En el condado en el que se encuentra esta última ciudad, la ventaja de la esposa de Bill Clinton superó los veinte puntos. En el Gran Londres, la región más multicultural de Gran Bretaña, el Brexit quedó casi veinte puntos por debajo del Remain.

Lo mismo ha ido ocurriendo en otros países. En las elecciones presidenciales austriacas, celebradas también en 2016, el candidato del FPÖ, Norbert Höfer, que ganó la primera vuelta, cayó derrotado en la segunda vuelta, después de varios intentos de pucherazo por parte de la Administración con el voto por correo y la habitual campaña de diabolización realizada por los medios de comunicación. El candidato del establishment, el actual presidente, Alexander van der Bellen, venció gracias al voto mayoritario de las grandes ciudades. En la más poblada, Viena, Van der Bellen sacó treinta y un puntos de ventaja a Höfer.

Vengamos al presente. En junio de 2024, la lista de Agrupación Nacional al Parlamento Europeo quedó primera en Francia, con un 31,6% del voto, el doble que la segunda, la lista apoyada por el presidente Macron. En estas elecciones, de escrutinio único, sin la segunda vuelta característica del sistema francés, el mapa de los partidos ganadores en cada municipio muestra un mar azul. La victoria de AN ocurrió en más de 32.000 municipios, el 93% de los existentes, pero también de los menos poblados.

De las diez ciudades francesas más populosas, Jordan Bardella sólo superó el 30% en Marsella (30,14%) y Niza (32,38%). En otras siete (Lyon, Tolouse, Nantes, Estrasburgo, Montpellier, Burdeos y Lille) quedó por debajo del 20%. Y en París sólo obtuvo un 8,54%. En la segunda vuelta de las presidenciales de 2022, Marine Le Pen no llegó a un 15%. Es difícil que un candidato de AN se convierta en presidente de Francia con resultados tan pequeños en la capital del país, que rebasa los dos millones de vecinos.

ALEMANES A LOS QUE EL GLOBALISMO NO ENGAÑA

En las elecciones en los estados federados alemanes de Turingia y Sajonia celebradas el 1 de septiembre se ha cumplido la misma regla. Se trata de dos regiones desindustrializadas desde la reunificación y pequeñas en cuanto a su población, ya que Turingia tiene dos millones de habitantes y Sajonia algo más de cuatro millones.

Los resultados son desoladores para los partidos del Poder, ya que únicamente la CDU, el equivalente al PP alemán, mantiene su voto de las elecciones anteriores. Los partidos de la coalición gubernamental del canciller Olaf Scholz, formada por socialistas, liberales y ecologistas, que ya habían obtenido unos malos resultados hace cinco años, han perdido aun más. Sólo han subido Alternativa para Alemania y el nuevo partido de izquierda anti-inmigración BSW.

A pesar de los ataques que recibe AfD realizados por el Estado, la partitocracia y la prensa, ha superado en los dos estados el 30%; y en Turingia ha sido primera con casi un 33%. La participación ha aumentado en torno a ocho puntos en ambos territorios, dato innegable que muestra el repudio al Gobierno y la popularidad de AfD. Este partido de derecha ha sido el más votado por las rentas bajas; los jóvenes, que antes preferían a los ecologistas; y también por las mujeres, en lo que sin duda ha influido el colapso de la seguridad debido a la inmigración de cientos de miles de africanos y asiáticos en los últimos años.

Los mapas del primer partido en cada uno de los distritos electorales de Turingia y en los de Sajonia (que tuvo rey y ejército propios hasta la caída del Imperio alemán en 1918) muestran lo sostenido en este artículo: la división entre las grandes ciudades y el resto del país. Los candidatos de AfD son los primeros en casi todo el territorio, salvo en Erfurt, Jena, Leipzig y Dresde. Sin embargo, aquí las ciudades no han podido frenar la victoria del partido patriota, como ocurrió en Francia y Austria.

La presencia de inmigrantes en Sajonia y Turingia es escasa, al igual que los delitos cometidos por ellos, como en toda la antigua Alemania Oriental, salvo Berlín, pero está claro que los alemanes que viven allí no quieren que se extiendan a sus pueblos y barrios, tanto más cuanto la coalición gubernamental reconoció la gravedad de la situación al aprobar en el Parlamento federal en enero una ley para facilitar la deportación de inmigrantes indocumentados.

Aunque los cinco länder que nacieron de la República Democrática Alemana en 1990 tienen las más altas tasas de ateos de Europa y de ellos los comunistas trataron de extirpar toda tradición y belleza, como el urbanismo y la naturaleza, su población está inmunizada contra el progresismo y sus mentiras, entre ellas la de la bondad de un mundo sin fronteras. Esta utopía bajo el régimen del Partido Socialista Unificado (SED) se llamaba internacionalismo socialista; y ahora, bajo el capitalismo, se denomina globalismo.

METRÓPOLIS Y COLONIAS

Londres, Berlín, París y Viena se han convertido en ciudades de Cosmópolis, residencias para los beneficiarios del nuevo sistema económico y político, y que no son únicamente los ricos de avión privado, sino también los altos funcionarios, los jubilados con las mayores pensiones, los inmigrantes y los ejecutivos y empleados de multinacionales. La mayoría de ellos vive espiritualmente separado del resto del país, al que trata con desprecio y al que quiere imponer sus ideas y sus planes.

Semejante actitud prepotente, como de metrópoli con sus colonias, se manifiesta en Alemania, España y Francia, en el traslado obligatorio de supuestos refugiados a pequeños pueblos, en los cuales aún se mantienen costumbres ya sacrificadas al progreso como la tranquilidad callejera y el contacto con los vecinos. Pueblos, además, que sufren la desaparición de los servicios públicos, como consultorio médico, estación de tren, oficina bancaria, o policía, que les hacía sentirse unidos de una comunidad política que los cuidaba.

A algunos europeos (y europeas), les encandila cruzarse con mujeres envueltas en tantas telas que sólo descubren su rostro o con corrillos de extranjeros que no trabajan bebiendo cerveza o fumando hachís. A otros, en cambio, les preocupa y hasta asusta.

Ante esta fractura social, los partidos patriotas e identitarios deben dirigir sus esfuerzos fuera de las ciudades, al otro lado de las murallas de Cosmópolis, donde sobrevive parte de la Europa que añoramos.

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