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La Hispanidad según Maeztu

«Nuestra caída, la de todos los pueblos hispánicos, consistió solamente en haber inferido de cierta superioridad temporal de otros pueblos, una superioridad inherente, contraria a nuestra fe»

«La Hispanidad, como toda patria, es una permanente posibilidad»

Hay al menos tres célebres escritores españoles del siglo XX a los que, para darle realce al dicho, se les atribuye —¡esperemos que equivocadamente a todos ellos!— aquello de «el nacionalismo se cura viajando». ¿Seguro? Habría que aclarar primero qué entendemos por ese término tan polisémico, elástico y, aún así, radioactivo, como es «nacionalismo»: consintamos en que abarca mucho más que a los fascismos de entreguerras y a los indigenistas/separatistas de aquí y de allá, aceptemos que los hay nocivos, lunáticos y superlativos, sin duda, pero también que en buena parte del mundo por esa palabra se entienda simplemente la defensa de la unidad, soberanía e identidad de una nación.

Pues bien, solo el pez que, siquiera por un instante, salta fuera del agua puede percatarse de que siempre ha vivido sumergido. Nadie puede anhelar tanto su patria como el emigrante y solo quien cruza la frontera llega a saber qué es aquello que esta realmente separa. Necesitamos perspectiva y elementos comparativos para juzgar algo y, a menudo, son quienes han viajado, mirado al exterior e, incluso, los que en sus propias carnes tienen una parte de extranjero los que más clara conciencia adquieren de su propio país, de sus males y de sus virtudes. Ramiro de Maeztu es un buen ejemplo: hijo de una francesa, estuvo casado con una inglesa y vivió en Francia, Cuba, Estados Unidos, Argentina e Inglaterra, país este último donde pasó nada menos que quince años. Tanto deambular por el mundo logró dotarle de una visión de España no solo nítida sino incluso profética, como en aquel día de primavera de 1936 en el que al encontrarse con su amigo Víctor Pradera le preguntó «Don Víctor, ¿cuándo nos asesinan a usted y a mí?». Meses después ambos serían fusilados por soldados republicanos.

Pero no adelantemos tan sombríos acontecimientos y centrémonos en su obra más conocida, Defensa de la Hispanidad, publicada dos años antes. En ella reformularía los artículos que fue escribiendo en la revista —«de noble y alto nacionalismo»— Acción Española, que él propuso en su fundación llamarla precisamente Hispanidad y donde también colaboró José Calvo Sotelo. Durante la lectura de este libro uno puede percibir que efectivamente hubo cierto corta y pega por la redundancia de varios de sus planteamientos, aunque su brillantez literaria sepa compensarlo.

La más reiterada de tales ideas es precisamente la denuncia de «la incauta admiración de lo extranjero», una enajenación tanto en España como en Hispanoamérica por la que abandonando su propia historia y tradición prefirieron someterse a otras potencias: «Nuestra caída, la de todos los pueblos hispánicos, porque todos juntos no pesamos lo que en el siglo XVI, consistió solamente en haber inferido de cierta superioridad temporal de otros pueblos, una superioridad inherente, contraria a nuestra fe; dicho más claro, en haber creído en la superioridad intrínseca de Francia e Inglaterra y, después, de los Estados Unidos y Alemania». Quién diría que ha pasado casi un siglo…

¿Y cuál sería esa historia y tradición autóctona? El legado romano, en particular el derecho y el latín que evolucionaría en el español, pero, fundamentalmente, el catolicismo bregado en la rivalidad con sus enemigos durante la Reconquista: «Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la firme convicción que el español abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra».

Maeztu por tanto concebía la libertad y la igualdad no como una imposición jacobina-ilustrada, revolucionaria y sangrienta, sino como una decantación histórico-cultural elaborada en el curso de siglos de lucha. Aunque también divaga sobre la necesidad de ciertas concepciones elitistas y jerárquicas —hay en él un rechazo muy intenso, por las circunstancias del momento, al bolchevismo—, sin duda hay una idea recurrente en la obra y es su categórica oposición al supremacismo racial (recordemos que estaba escrita en los años 30) que él veía en Alemania, pero también en el «exclusivismo israelita», en Gran Bretaña y su despiadado trato hacia sus colonias, así como en Estados Unidos respecto a la población indígena, la negra y a sus vecinos del resto de América, donde sus injerencias en nombre de la doctrina Monroe le causaban gran disgusto («no podrá desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España»). Pues bien, afirma, la raíz común de dicho supremacismo sería el protestantismo y su concepción anti-igualitaria de la predestinación, frente a la que Trento habría salvaguardado la unidad moral del género humano, estableciendo que la salvación estaría al alcance de todos.

Esa proverbial igualdad no era solo una cuestión teológica, sino que As above, so below, moldearía los valores, la cultura y el carácter nacional: «A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo (…) el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación», rematando en que «todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él», cosa que sigue siendo radicalmente cierta, para bien y para mal, no hay más que asomarse a una tertulia… Pero, en resumidas cuentas, todo esto ya lo dejó inmejorablemente resumido Don Quijote: «repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro sino hace más que otro».

Ahora bien, el hecho histórico decisivo es que España se funda, culminando la Reconquista, en el mismo año en el que descubre América, de tal forma que ya no puede entenderse una sin la otra. Siendo así fundamental, señala Maeztu, que tal concepción humanista igualitaria sustentada en el credo católico ya no era mera idiosincrasia española, sino que se proyecta en el nuevo continente en una civilización de alcance universal: sus indígenas, por extraños que inicialmente resulten, pueden llegar a ser hermanos espirituales una vez evangelizados. De tal forma, concluye, «los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse a través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu».

Pero las cosas comenzaron a torcerse para el Imperio español con el paso de los Austrias a los Borbones en lo que sería además un cambio de época, del feudalismo a la modernidad capitalista o, por usar la terminología de Gustavo Bueno, de un Imperio generador a uno de corte depredador. En palabras de Maeztu: «un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio». Así España comenzó a desviarse de su camino y con ella Hispanoamérica… Para comienzos del siguiente siglo, durante la ocupación napoleónica, nuestro país no pudo enviar tropas y pese a todo la guerra fue terrible en casi todo el continente. ¿Qué nos indica eso? Que no fue una guerra de liberación colonial contra la metrópoli, como las que luego se verían en el siglo XX, sino una guerra civil entre los hispanos de los virreinatos, los independentistas y… los fieles a una monarquía que quizá ya no era la que ellos creían.

Lo que vendría después es, insiste nuestro autor, empeño en emular al extranjero a ambos lados del Atlántico, abandono de uno mismo en una subordinación tanto política-económica como cultural-ideológica. Ahora bien, aclara Maeztu: «No tengo el menor interés en que empleados de Madrid vuelvan a recaudar tributos en América», no se trata de recuperar el Imperio, no es eso, y pese a lamentar que frente a los Estados Unidos del Norte se hallen dispersos y aún enfrentados unos Estados Desunidos del Sur: «Presumo que los caballeros de la Hispanidad están surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá reconocerse. (…) Esperemos entonces que estén llamados a moldear el destino de sus pueblos (…) Así la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla».

Sus augurios sobre el porvenir, terribles respecto a su propio destino individual, suenan ahora más prometedores… ¿Serán igual de certeros?

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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