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¿Llegará Estados Unidos a ser parte de la Hispanidad?

En 1950 la población de origen hispano era inferior al 1% en EEUU y ahora es un 18,7% del país, con estimaciones para 2050 cercanas a un 30%

Uno de los momentos más significativos de las primarias para escoger candidato republicano en 2016 fue esta confrontación entre el aspirante Ted Cruz y un simpatizante de Trump. Como vemos justo a partir del minuto uno, cuando le pregunta qué ve en su rival, la respuesta del activista es inmediata: el muro. La promesa de ampliar la barrera fronteriza fue la medida estrella del movimiento MAGA (luego parcialmente ejecutada al depender del Congreso), introduciendo así en el centro del debate un tema tantas veces escamoteado como el de la inmigración. Un libro de sociología de 1970 titulado The Real Majority, sobre el impacto electoral de los cambios demográficos, había puesto en circulación la expresión «demografía es destino» y esa idea a partir del cambio de siglo había pasado de ser murmurada a vociferada, pero faltaba el candidato con suficiente olfato que la abanderase.

Aun contando con el viento a favor del apoyo popular eso ponía en su contra numerosos obstáculos, para empezar dentro del propio partido Republicano, firmes convencidos hasta el momento de las virtudes de un mundo sin fronteras tanto para el comercio como para la inmigración. Una de sus figuras más icónicas y referente del propio Trump, Ronald Reagan, había legalizado varios millones de inmigrantes durante su mandato, que despidió precisamente con un alegato en su favor: «cualquier persona de cualquier rincón del mundo puede venir a Estados Unidos a vivir y convertirse en estadounidense. Obtenemos nuestra gente, nuestra fuerza, de cada país y de cada rincón del mundo». La condición de Estados Unidos como «país de inmigrantes» era una parte consustancial de su mitología nacional desde el momento de su fundación, pues una vez exterminada la población indígena había que repoblar aquellos vastos territorios con colonos de procedencia europea. La misma Estatua de la Libertad, puerta de entrada a tantos de ellos, tiene en su base un poema que finaliza así:

«Con labios callados. ‘Dame a tus fatigados, a tus pobres,

Tus masas hacinadas anhelando respirar libres,

El desamparado desecho de tus rebosantes orillas.

Envíame a estos, los desplazados, lanzados por la tormenta a mí:

Levanto mi lámpara junto a la puerta dorada.’»

¿Por qué, entonces, los llamamientos al control migratorio podían tener algún valor como reclamo electoral? El problema, a ojos de muchos votantes, es que desde la segunda mitad del siglo XX la inmigración había dejado de ser europea y, además, la progresiva reivindicación de la «diversidad» como un fin en sí mismo, postergaba la noción de que el recién llegado debía dejar atrás sus raíces e identidad nacional previa y asimilarse a la cultura anglosajona-protestante. De manera que contemplaban con creciente ansiedad cómo el país en el habían crecido ya no era el que tenían frente a ellos, pasaban a sentirse extranjeros en su propia tierra.

Esa inquietud, vista desde Europa y más particularmente desde España, dada nuestra historia y posición geográfica fronteriza, es inevitable que nos despierte cierta simpatía. Las diferentes culturas, credos y tradiciones difieren en su capacidad de ser asimiladas —algunas no lo son casi en absoluto— y además como ya nos advirtió tiempo atrás Enoch Powell está la cuestión fundamental del número, pues una vez formada una comunidad lo suficientemente grande en el país de acogida ya no habrá asimilación alguna. Los españoles que se van a Londres y terminan juntándose con otros españoles abandonando cualquier empeño en aprender inglés lo saben bien.

Y sin embargo… Si pasamos a detenernos precisamente en las afinidades culturales nos enfrentamos a una cuestión paradójica, dado que la gran masa migratoria que amenaza la continuidad de la identidad estadounidense no es árabe e islámica, sino hispana. Por lo tanto, tal como señalábamos, podemos entender y sentir cercanos aquellos llamamientos patrióticos norteamericanos a preservar sus raíces, naturalmente, pero… ¿cómo no preferir, desde nuestra perspectiva, que el español se imponga al inglés, lo católico a lo protestante, los herederos del Imperio español a los del Imperio británico y, en definitiva, que la anglosfera ceda su primacía ante la Iberosfera, Iberofonía o Hispanidad?

A menudo desde el progresismo se desdeñan con superioridad las advertencias respecto a los cambios demográficos producidos por la inmigración masiva, que suelen ser tildados como «teoría conspirativa del gran reemplazo». Podrá parecernos bien o mal, pero el desplazamiento es innegable si echamos un vistazo a las cifras. En 1950 la población de origen hispano era inferior al 1% en EE.UU. y ahora es un 18,7% del país, con estimaciones para 2050 cercanas a un 30%. Pero lo más interesante es que no hay una distribución uniforme, de manera que ahora mismo hay Estados en los que ya son mayoría como Nuevo México, con un 50,1% de su población de origen hispano y otros en los que está muy cerca de serlo, como California y Texas, con un 40,3% y 40,2% respectivamente. Incluso aunque se frenase la inmigración, dada la pirámide poblacional y la tasa de fertilidad el cambio será imparable, dado que por ejemplo en Texas la población de origen hispano en las escuelas es de 2 a 1 respecto a la blanca/anglosajona.    

Ahora bien, ¿es una población asimilable a la identidad anglosajona estadounidense? Lo que muestran las encuestas es que incluso en los nacidos en EE.UU. de tercera generación, solo un tercio se identifica como estadounidense, otro tercio se identifica genéricamente como hispano y el otro restante por la nacionalidad originaria de sus abuelos. Aunque el uso del inglés siga siendo prioritario para las nuevas generaciones, la extensión del español en el sistema educativo, la administración, los medios y la cultura popular abre la posibilidad de que llegue a convertirse en una nación efectivamente bilingüe en todos los ámbitos. Sabemos bien en España la importancia que una lengua tiene para formar una identidad común, basta mirar el empeño que los nacionalistas periféricos ponen en perseguir el español, así que este otro caso no es diferente.

Dicho todo lo anterior, es momento de regresar a lo que señalábamos al comienzo del artículo: hay una fuerte oposición a este cambio que está produciéndose, así que ¿quién vencerá ese pulso? Durante el mandato de Trump siguieron llegando al país en torno a un millón de inmigrantes anuales, en buena parte por la frontera sur, así que parece ser un fenómeno al que no pueden o quieren ponerle freno. Por otra parte, en las nuevas generaciones se aprecia un fuerte declive de valores como el patriotismo, lo que deriva en un repliegue identitario en subgrupos étnicos enfrentados, de manera que si la identidad estadounidense pasa a carecer de importancia… ¿Cuántos hispano-estadounidenses querrán, lejos de renunciar a sus raíces como algunos hasta ahora, seguir el camino contrario de recuperarlas? Cabe pensar que muchos, e inevitablemente terminarán congregándose en las zonas donde ya sean mayoría hasta quizá llegar a escindirse. Al fin y al cabo, recordemos, el Virreinato de la Nueva España primero y México después abarcaban un tercio del territorio que tras el tratado de Guadalupe Hidalgo pasaría a ser Estados Unidos, así que estarían recuperando algo originalmente propio. En consecuencia, concluimos, la pregunta correcta no está en si Estados Unidos llegará a ser parte de la Hispanidad, sino qué parte de Estados Unidos será hispana.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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