Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

MISERIA DEL CENTRISMO POLITICO

Las dos experiencias centristas más reseñables, en los últimos cuarenta años, han sido la de Suárez y la de Rivera

 La voz “centro” procede del griego “kentron” o punto fijo del compás que traza un círculo. Se trata, pues, de un concepto geométrico: el punto equidistante entre dos extremos. En su acepción directamente política, el vocablo es muy reciente en lengua española, aunque se utilizó en el siglo XIX y XX. Hasta 1983, no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua; y se define así: “Designa también las tendencias o agrupaciones políticas, cuya ideología es intermedia entre la derecha y la izquierda”.  En general, los partidarios del centro político se han presentado, recurriendo al principio de justo medio aristotélico, como árbitros de posiciones antagónicas tanto de derecha como de izquierda, recogiendo “lo mejor” de una y otra tendencia. Historiadores  mediocres como Javier Tusell  han intentado definir el centro recurriendo a planteamientos tales como “tener en cuenta las razones del otro”; convertir el Estado y la Administración en “lugares de encuentro y no en instrumentos de perseguir al adversario”; distinción entre “interés de partido y bien colectivo”; conciencia de “alteridad”; rechazo de la visión atomística de la sociedad; compasión; defensa del Estado benefactor. Otros autores, Ricardo Montero Romero, consideran, desde una perspectiva sociologista muy próxima a la tesis del fin de las ideologías, que el centrismo es la consecuencia de los cambios experimentados por las sociedades occidentales tras la Segunda Guerra Mundial. Se trataría de “un fenómeno casi inevitable a medida que las sociedades progresan en términos económicos, se articulan en términos sociales y maduran en términos políticos”. “El centro, lejos de no existir, es el mejor signo de la madurez de un sistema democrático, a pesar del enorme peso que la ideología sigue teniendo en la orientación del voto en España”.  Y es que esa alternativa tiene como fundamento social las clases medias, la mesocracia, porque: “No se conocen casos de clases medias radicalizadas”, cuya mentalidad e intereses se concilian «muy bien con los valores esenciales del liberalismo”. Sin embargo, tendencia a la moderación no es algo inherente a un determinado sector social, sino que depende de los contextos sociales, económicos, políticos y culturales concretos. De ahí que esta tesis se concilie muy mal con la evidencia histórica de que, por ejemplo, el fascismo fue, como señaló el historiador Renzo de Felice, una alternativa política cuya base social se sustentaba en las clases medias “emergentes”. En un sentido análogo, el sociólogo Seymour Martin Lipset sostenía que el fascismo era una versión radical, extremista del centro político; se trataba del extremismo de la clase media, una “tercera vía” entre el conservadurismo aristocrático y el socialismo revolucionario, aunando elementos de un lado, como el nacionalismo, y de otro, como el intervencionismo y el proteccionismo económicos.

  En realidad, el intento más ambicioso intelectualmente hablando de teorización del centro político fue la denominada “Tercera Vía”, de la cual el sociólogo Anthony Giddens fue uno de sus promotores y que tuvo a Toni Blair como líder político. La “Tercera Vía” apareció a mediados de la década de los años noventa del pasado siglo, cuando en Gran Bretaña el nuevo laborismo ganó las elecciones y puso fin a un largo período de hegemonía tory. Su propuesta se presentaba como un camino renovador que decía tomar lo mejor de la derecha y de la izquierda, buscando, de nuevo una posición intermedia entre los que sostenían que el Estado era el enemigo batir y los que sostenían que el Estado era la solución. No pocos analistas y críticos interpretaron este proyecto como un intento de adecuación de la socialdemocracia a la hegemonía indiscutida del neoliberalismo y del proceso de globalización. La politóloga Chantal Mouffe, señaló que la “Tercera Vía” suponía, de hecho, una socialdemocracia resignada a “aceptar la actual etapa del capitalismo”. No en vano, Margaret Thatcher consideró a Blair como “el más formidable laborista” desde 1963. Con esa afirmación envenenada, evidentemente, blasonaba de la victoria de su proyecto neoliberal frente a la izquierda socialdemócrata.

 Como hemos tenido oportunidad de ver, se trata de unos principios tan vagos y generales, tan eclécticos que no constituyen una auténtica doctrina política. Nos encontramos ante una opción carente de entidad desde el punto de vista estrictamente político, lo mismo que desde la óptica de la filosofía política. Como señala Julien Freund, el “centro” es “una manera de anular, en nombre de una idea no “conflictual” de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes”. Y es que la política es una cuestión de decisión y eventualmente de compromiso. En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe, cuando afirma que el “centrismo”, al impedir la distinción entre derecha e izquierda, socava e impide “la creación de identidades colectivas en torno a posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas”. Y concluye: “Si este marco no existe o se ve debilitado, el proceso de transformación del antagonismo en agonismo es entorpecido, y esto puede tener graves consecuencias para la democracia”. Y es que se trata de una perspectiva “pospolítica”, que impide pensar de un modo político y de formular preguntas políticas y de proponer respuestas políticas. Como ya señaló Carl Schmitt este tipo de planteamientos tienen como horizonte una sociedad sin amigos ni enemigos; una sociedad apolítica, basada en unos supuestos morales y en la primacía del factor económico que impiden dotarse de una teoría realista del Estado y de lo político. Y es que la política, como corrobora Chantal Mouffe, con independencia de como de plural sea, viene caracterizada por una diferencia que es imposible de erradicar y, por lo tanto, no puede ser subsumida o reconciliada por completo. En consecuencia, las políticas siempre se enfrentan a la presencia de una no-identidad que excluye al Otro y lo define como un “exterior constitutivo”. En otras palabras, el “momento de lo político” constituye siempre un “nosotros” que requiere como su condición misma la demarcación de un “ellos”,

  Por otra parte, el centrismo carece de fundamentos precisos de orden filosófico y/o antropológico. Si, como señala Thomas Sowell, las ideologías políticas tienen por base una determinada “visión” de la realidad –“trágica”, en la derecha; “utópica”, en la izquierda-, el centro carece de ese soporte; ni tan siquiera puede considerarse como una visión “híbrida”.

 Y es que, en definitiva, el “centro” es un concepto mínimamente esclarecedor. Sólo tendría algún fundamento cuando entre dos posiciones hay niveles intermedios. En tanto que entre derecha e izquierda no existe una posición dialéctica en sentido estricto, no puede existir una tercera posición que las supere. Entre ambas existe una dinámica continua, contrastes, tensiones, pero no cabe una posición de perfiles imprecisos, carente de sustantividad por sí mismo, ya que depende de posicionamientos ajenos y más cerca entonces de lo que sería un simple señuelo electoral. En el fondo, el “centrismo” no es más que la consagración del oportunismo político. Y no es extraño que sea, como señala el historiador François Dulay, la opción preferida de los empresarios y del mundo del dinero en general. Porque el centrista concibe, en realidad, el campo político como una especie de mercado, un área concurrencial, en la que todo se puede comprar, pactar y vender. De ahí que los centristas no tengan en cuenta la importancia de los afectos en política; porque, señala Chantal Mouffe, tienen por base “una visión muy estrecha de la racionalidad”, consistente “en acuerdos institucionales e ideales despojados de pasión”.

  Las dos experiencias “centristas” más reseñables, a lo largo de los últimos cuarenta años, han sido la Unión del Centro Democrático, luego metamorfoseado en el Centro Democrático y Social, y más recientemente Ciudadanos. Ambas experiencias se caracterizaron por la ausencia de un proyecto político claro y por el oportunismo y ambivalencia de sus líderes más significativos, Adolfo Suárez González y Albert Rivera Díaz.

   La UCD no fue más que una amalgama de grupos políticos minoritarios, que intentó aunar a liberales, democristianos, socialdemócratas y antiguos militantes del sector “azul” del Movimiento Nacional. En consecuencia, nunca llegó a constituirse en un auténtico partido político. Fue un conglomerado de grupo de notables, que, en un primer momento, pudo contar con la “imagen” de Adolfo Suárez creada a través de los medios de comunicación. Dada su contextura plural, nunca se preocupó de hacer una declaración de principios programáticos. En ese sentido, resultó esencial la figura de Suárez.  Era un político profesional en estado puro.  Representó una percepción tosca, empírica y elemental de las cosas. Suárez sustituyó el pensamiento sistemático por un conjunto de equívocos y mixtificaciones generalizadas. Redujo todo a la esfera de lo útil y del efecto inmediato. Fue esclavo del tiempo presente y políticamente vivió al día. Su formación intelectual fue, como hemos señalado, muy somera y, en consecuencia, su acción política resultó asombrosamente miope ante los problemas suscitados por la política cultural y la hegemonía ideológica, que dejó en manos de las izquierdas. A ese respecto, ha tendido a mitificarse esa experiencia centrista y su propia figura. Sin embargo, se trata de una experiencia política inseparable de un contexto histórico muy determinado. Su pretendida virtualidad radicó más que nada en una muy coyuntural capacidad de transacción, obligada en el fondo por la necesidad de construir un nuevo régimen de partidos. Mal que bien, se logró fundar una institucionalidad más o menos aceptada por el conjunto de la población, que garantizase la conversión del antagonismo en agonismo, es decir, la institucionalización del conflicto social y político. Sin embargo, la UCD y Suárez no fueron los únicos fautores de esa obra política. Salvo los terroristas de ETA y un sector minoritario de las derechas, todas las fuerzas políticas significativas, con mayor o menor sinceridad, apostaron por el pacto y colaboraron en la instauración del nuevo sistema política. Y es que el conjunto de las izquierdas y los nacionalistas periféricos, hasta entonces proscritos, tenían todo un mundo que ganar y nada que perder. Una vez consolidado el régimen de partidos, Suárez y la UCD demostraron su mediocridad e insuficiencias a nivel político. Algo que tuvo su continuidad en el fallido experimento del CDS.

    En ese sentido, podría hablarse, siguiendo a Plutarco, de Adolfo Suárez y Albert Rivera, UCD y Ciudadanos como vidas paralelas. Hace ya algunos años, el periodista Álex Salmon tituló significativamente uno de sus libros El enigma Ciutadans. Un misterio político; y en una de sus páginas se preguntaba: “¿Es Ciutadans de izquierdas?. Sí. ¿Es Ciutadans de derechas?. Sí”. Según el periodista, los hombres de Rivera no buscaban “ideologismo, sino ideas”. El líder catalán afirma, en una entrevista, haberse sentido “más cerca de los valores que representa el PSC, los de izquierdas”; pero, lo que son las cosas, “desde hacía tiempo tampoco me representaban”. “Los veía trasnochados, demasiado aparato”. No obstante, cuando el PP se hizo “centrista”, le pareció bien. “Me interesé por ello. Piqué me gustaba. No tenía nada que ver con la línea moral conservadora. Además, yo también me siento liberal, si bien desde el punto de vista político, no económico”. En las elecciones de 1999, votó a Maragall; en 2000, por el PP; en las municipales del 2003, se decidió por CIU, ya que el candidato era amigo del dueño de la tienda de motos de la que Rivera era cliente; en las autonómicas, lo hizo por Piqué; en 2004, escandalizado por las mentiras de Aznar respecto a los atentados de marzo, votó en blanco. Sabemos que en su juventud, militó en Nuevas Generaciones del PP; luego en el sindicato UGT de la Banca. En 2009, se presentó a las elecciones europeas con el grupo conservador Libertas, que dirigía el conocido abogado Miguel Durán, consiguiendo 22.0903 votos, es decir, un 0´14 por ciento.

   El partido tuvo, a lo largo de su historia, autodefiniciones diversas. En su II Congreso, se definió como “centroizquierda, no nacionalista”; primero socialdemócrata y posteriormente liberal, que adoptó en 2017. E ingresó en el Grupo Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa. En materia religiosa, primero optó por el “laicismo”; y luego por la postura “aconfesional”.

  Rivera Díaz se declaró, en numerosas ocasiones, admirador de Adolfo Suárez, de Barack Obama y de Emmanuel Macron, aunque, dada su versatilidad, pudiera haber elegido, llegado el caso, cualquier otro líder político. Sin embargo, puede decirse que, en realidad, tenía razón. Como sus iconos venerables, Rivera simbolizó la ambigüedad del ser y la apariencia del estar; de ahí su comportamiento ambivalente y oportunista, apresurado, sin horizonte. La experiencia histórica de la UCD y luego la del CDS resultaba muy aleccionadora. Y es que Ciudadanos fue, ante todo, un partido mediático, que vivió de la imagen. Su proyecto se sintetizó en el concepto de “cambio sensato”. Creía que el aborto debería ser “despenalizado”, pero que no es un “derecho fundamental”. Era partidario de los vientres de alquiler y de la maternidad subrogada. Republicano, pero respeta a la Monarquía constitucional, porque “no tiene poderes públicos” y el monarca es “un representante institucional”. Felipe VI, en su opinión, “está cumpliendo con las expectativas que teníamos: ejemplaridad, sensatez, buena imagen del país, modernización”. Rivera Díaz se confesaba agnóstico —en realidad, no ha sido bautizado— y abogaba por la separación de la Iglesia y el Estado; pero se muestra partidario del respeto a la tradición católica. Propugnaba listas abiertas y la reforma de la ley electoral para evitar que los separatistas “sean los árbitros de la política nacional”. Reforma fiscal profunda “dirigida a la redistribución”, progresividad en los impuestos, para crear “una gran clase media fuerte”. Educación pública y concertada. Pacto nacional para la educación. Ley educativa que compatibilice igualdad de oportunidades y calidad, además de que fomente “la educación emocional”. Defensa del castellano en Cataluña, pero no era partidario de la devolución de competencias educativas al Estado, porque el problema es, según Rivera Díaz y su partido, de “lealtad a la legalidad y a la Constitución”, “hacer que el Estado federal autónomo funcione gracias a los mecanismos de coordinación y de control”. Se muestra contrario al cupo vasco, que califica de “anacronismo decimonónico”, lo mismo que al referéndum sobre la independencia catalana. Se autodefine europeísta y partidario de un “proyecto político único” de Europa, unificando “la política bancaria y fiscal”. Creación de “unos verdaderos Estados Unidos de Europa”, “más unión europea, no menos”. Con respecto al tema de la “memoria histórica”, se muestra partidario de “limpiar nuestros símbolos de todas las manchas que dejaron la Guerra Civil y la Dictadura”.

 Tras la desaparición efectiva de Ciudadanos como fuerza política de envergadura, la nostalgia centrista permanecía incólume en algunos sectores sociales, intelectuales y políticos. El sociólogo Juan Díez Nicolás lamentaba, en El Debate, la ausencia del centro en la vida política española: “Sólo un nuevo partido de centro impedirá que se mantenga y crezca la polarización en España, contribuyendo al equilibrio y la moderación”. Pertinaz diagnóstico, no excesivamente convincente, como hemos tenido oportunidad de ver, desde la experiencia histórica. En cualquier caso, pronto han comenzado a circular proyectos de restauración del centrismo. Y el PP, bajo el liderazgo de Núñez Feijóo, experimenta un claro giro centrista.

  ¿A qué conclusiones nos llevan estas experiencias políticas?. En nuestra opinión, no corren buenos tiempos para una nueva emergencia de partidos autodefinidos como centristas, tanto en España como en el resto de las sociedades europeas. No es sólo la ausencia real de un liderazgo sólido, o la ligereza de sus bases sociales. Como hemos podido ver, ni Suárez ni Rivera fueron auténticos líderes políticos. La pretendida moderación de la UCD y luego de CDS y Ciudadanos no estuvo exenta de un profundo cinismo; y sirvió concienzudamente para encubrir una especie de nihilismo doctrinal, en el que los sucesivos centrismos realmente existentes se han movido en la sociedad española desde hace más de cuarenta años, a causa de sus orígenes contradictorios, improvisados y oportunistas. Una imagen de moderación que encubrió la carencia de concepción del mundo y la indiferencia ante las posiciones en pugna. Moderación ha sido, y es, el nombre teórico que encubrió el vacío doctrinal, el pragmatismo sin horizontes, la inepcia negociadora y la debilidad política. El resultado lo tenemos hoy a la vista. Un Estado de las autonomías que produce una imparable desnacionalización de España; la crisis del Estado benefactor y del sistema de pensiones; la partitocracia inherente al sistema; el invierno demográfico; la ausencia de una narración histórica compartida, etc. Y no es solo una situación española, aunque tenga su propia y grave especificidad. Las sociedades occidentales han entrado en lo que el sociólogo François Dubet ha denominado “la época de las pasiones tristes” caracterizada por la indignación, las nuevas desigualdades, la crisis del Estado-nación y la aparición de los sistemas políticos iliberales.  Y es que cuesta trabajo tomar en serio el centrismo político, porque parece una entelequia carente de rigor y de energía dialéctica, que, en el fondo, sólo sirve para justificar que las cosas se mantengan tal y como están. Habida cuenta de la incapacidad que los centristas demuestran a la hora de explicarnos nuestra realidad, podemos entender el porqué del auge de los movimientos políticos denominados identitarios. Y es que la misma pretensión de estar en el medio, en la superficie, implica un olvido o el desprecio acerca de los grandes principios y, en consecuencia, una gran incapacidad de ir a la raíz de las cosas. Lo que, en el fondo, no deja de ser un juego de equilibrismo más factible sobre el papel que sobre la realidad. Y la prueba de ello es que tales propuestas han carecido de una base popular capaz de seguirlas y mantenerlas con el mismo entusiasmo. No parece ser la hora del centrismo, sino del pluralismo agonístico.  es decir, la legítima confrontación democrática entre diversos proyectos de sociedad, claros, contundentes y rectilíneos.

Más ideas