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Mitos austrohúngaros

Los ecos del arpa de Ossian acabaron resonando a orillas del Moldava gracias a Smetana y alimentaron el despertar del nacionalismo musical

Ossian, el mítico bardo escocés inventado en 1760 por James Macpherson, rey de los falsificadores de tradiciones, cautivó con sus versos y su arpa a varias generaciones de europeos durante las últimas décadas del siglo XVIII y prácticamente todo el romántico siglo XIX. Herder, Goethe y Napoleón fueron tres de los más eminentes, y en el terreno de la música destacó Mendelssohn con su extraordinaria Gruta de Fingal. Otros como Schubert, Brahms y Gade bebieron también de las fuentes ossiánicas, si bien sus obras basadas en ellas quedaron muy lejos en calidad de la célebre obertura inspirada tanto por los falsos versos del falso bardo como por el agreste paisaje de las Hébridas.

Pero la influencia de la impostura macphersoniana no iba a quedar limitada a los dominios literarios, pictóricos y musicales, puesto que también disparó una fiebre, todavía no extinta tres siglos después, por rastrear e imaginar lejanas raíces nacionales que dieran peso histórico a las aspiraciones políticas de pueblos que, a lo largo de toda Europa, desearon afirmar su identidad singular. Curiosamente, al escribir aquella obra maestra de mercadotecnia literaria Macpherson no abrigó intención política alguna, ni mucho menos despertar ningún nacionalismo escocés contra una Gran Bretaña de la que siempre fue sincero apologista. Pero sus imitadores en muchos países de Europa sí lo hicieron, y se inspiraron en la épica inventada por él para elaborar sus propias épicas con el fin de dotar de peso histórico a sus proyectos nacionales.

Por razones fáciles de comprender, la multiétnica cuenca del Danubio fue especialmente fértil en imitaciones ossiánicas y en búsquedas o invenciones de brumosos ancestros. En primer lugar destacó una Hungría que se rebeló contra el Imperio Austriaco y sufrió una sangrienta derrota en aquel 1848 que, debido a la oleada de revoluciones que sepultaron la Europa de la restauración postnapoleónica, pasó a la historia como la Primavera de los Pueblos. Este deseo de acabar con el dominio de Viena para refundar la Hungría pasada despertó un notable interés por la obra de Macpherson entre los literatos y políticos húngaros. Sin aquel deseo, quizá les hubiese pasado más desapercibida.

El influyente libro del escocés llegó a Hungría en los primeros años del siglo XIX a través de Viena y en lengua alemana, pero no tardaron en aparecer traducciones al húngaro, tanto en prosa como en verso, que encendieron la inspiración de autores que plasmaron sus aspiraciones nacionales según el modelo del mítico bardo de las Tierras Altas. Además, como el emperador José II había decretado en 1784 la oficialidad de la lengua alemana para la administración y la educación en todos los países de su reino, algunos intelectuales húngaros temieron que su lengua nativa acabase cayendo en el olvido y tuviese que ser resucitada en el futuro, como había sucedido con una lengua gaélica escocesa en retroceso frente al irresistible empuje del inglés. Mihály Csokonai, poeta de las últimas décadas del XVIII, temió que «nuestros mejores poetas sólo serán recordados como se recuerda hoy al gran Ossian. ¡Dios no lo permita!».

Durante casi todo el siglo XIX abundó en Hungría la literatura de corte ossiánico: novelas, poemas, imitaciones, estudios, críticas, glosas y parodias. Una de las críticas más divertidas provino del hecho de que la palabra Fingal, el legendario guerrero padre de Ossian, suena bastante fea en lengua húngara ya que significa tirarse pedos. También se lo tomó a broma Sándor Petöfi, egregio poeta y mártir de la revolución de 1848, al escribir El martillo de la aldea, parodia de la obra macphersoniana. Sin embargo, también escribió un poema en alabanza de los dos grandes poetas épicos de la antigüedad, Homero y Ossian, e incluso tradujo un pasaje de éste como regalo de bodas para su esposa.

Pero, modas fingalescas aparte, la referencia a la que acudieron mayoritariamente los literatos y políticos húngaros no fue ninguna figura legendaria rescatada imaginariamente de las brumas de la Antigüedad. Por el contrario, se trató de un personaje real: Atila, el rey de los hunos, a quien se consideró el padre de la nación húngara. Desde la Alta Edad Media numerosos textos y mapas, tanto en latín como en lenguas vernáculas, se habían referido a los pobladores de aquellas tierras como ungri y ungari, con hache o sin ella, y a su país como Hungaria. Paradójicamente, los húngaros se llamaban a sí mismos con el gentilicio magyar y a su tierra, Magyarország. El parecido con la horda de Atila era evidente, y no por casualidad en un mapa anglosajón del siglo XI apareció el reino de Hungría bajo en nombre de Hunorum gens, pueblo o raza de los hunos. Además, la ciudad que fundaron los romanos con el nombre de Aquincum –el gentilicio actual de los habitantes de Budapest sigue siendo aquincenses o aquineos– por su riqueza en aguas termales era conocida por los húngaros como Óbuda (la antigua Buda), y de la muy cercana Buda se creía que había sido bautizada así por Bleda (conocido en húngaro como Buda), hermano de Atila. Ambas ciudades se unirían en 1873 con la vecina Pest para dar nacimiento a la actual Budapest.

Aunque filólogos e historiadores demostraron que todas esas historias y etimologías eran erróneas, la leyenda duró un milenio, y a los húngaros del siglo romántico les apeteció mucho poder presumir de tan rancio abolengo. La sentencia de que cuanto más antiguo, más legitimidad otorga es un argumento clásico de cualquier nacionalismo. Pero el conocimiento histórico y los mitos populares siguen caminos distintos, de modo que un notable porcentaje de los húngaros siguen considerándose hoy descendientes de los hunos de Atila, al igual que los sículos (Székely) de Transilvania, provincia rumana desde 1918. Incluso hay una asociación de varios miles de miembros que reclaman al estado húngaro la consideración de minoría étnica por considerarse descendientes de Atila. Defienden que los hunos fueron los antecesores de los magiares que llegaron a Hungría en siglos posteriores, y añaden la curiosa proclamación de que fueron precisamente ellos quienes construyeron las pirámides de Egipto. Además del eco que dicha reclamación histórica sigue teniendo en la esfera política, los nombres de Atila y su esposa Réka abundan en la Hungría del siglo XXI.

El mito de Atila también llegó a la música gracias al mayor compositor húngaro del siglo, Franz Liszt (1811-1886), en el que se acumularon varias paradojas. La primera es que, aunque se tuvo por húngaro, sus ancestros fueron mayoritariamente austriacos, su lengua materna fue el alemán, nunca dominó la lengua húngara y nació en Raiding (Doborján en húngaro), localidad germanohablante que formaba parte del reino de Hungría al nacer Liszt pero que quedó incluida en Austria en la partición de 1920. La segunda es que con sus Rapsodias húngaras pretendió reivindicar la música popular de su patria sin darse cuenta, como demostrarían algunas décadas más tarde las investigaciones musicológicas de Bartók y Kodály, de que las melodías que empleó no procedían del acervo popular húngaro, sino de la música que tocaban los zíngaros en tabernas y romerías. Significativa a la vez que confusamente, Liszt dejó por escrito su consideración de la música popular húngara como «medio ossiánica, medio gitana». En el mismo error zíngaro cayó Brahms al componer sus Danzas húngaras.

La tercera paradoja tuvo a Atila por protagonista. En 1854 Liszt compuso dos poemas sinfónicos, el octavo y noveno de su catálogo, titulados respectivamente Heroida fúnebre y Hungaria. Mientras que el primero es una siniestra marcha fúnebre en homenaje a todos los muertos en guerras y revoluciones, el segundo, sin programa explícito, es una combinación de rapsodia y marcha fúnebre con evidente intención de exaltación patriótica. Su estreno en 1856, siete años después de la derrota ante los ejércitos austriacos, logró un éxito tan atronador que la mayoría de los asistentes lloraron más que aplaudieron. Pero ya en abril de 1848, recién estallada la revolución, Liszt, a la sazón director musical de la corte de Weimar, había escrito una exaltadora cantata sinfónico-coral, titulada Hungaria 1848, cuyo bélico texto rezaba así:

Desde el este, desde las puertas del sol,
avanza una riada oscura,
una hueste orgullosa y desafiante.
La tierra tiembla bajo sus pies,
son los hunos, los magiares.
En cabeza avanza un león poderoso y salvaje,
el mundo es su deseo,
y llega mortal y veloz como el rayo.
Es Atila, el azote de Dios.

Debido a su mensaje revolucionario, la bélica cantata no pudo ser estrenada ni en Alemania, ni en Austria ni en Hungría, y tuvo que esperar para ser escuchada hasta 1912, un cuarto de siglo después de la muerte de su autor.

La paradoja residió en que en 1857, nueve años después de haber exaltado a Atila como símbolo de las virtudes guerreras de los húngaros, el muy devoto Liszt dio a luz el undécimo de sus poemas sinfónicos, el potente aunque irregular La batalla de los hunos, con el que celebró la victoria del romano Aecio y el visigodo Teodorico, portadores de la cruz de Cristo, sobre el pagano Atila en la batalla de los Campos Catalaúnicos.

Abandonemos tierras húngaras y viajemos ahora al norte, a una Polonia también agitada por sus luchas contra el dominio extranjero, en este caso ejercido por tres imperios a la vez: el austrohúngaro, el alemán y el ruso, cada uno de ellos gobernante de una porción de una Polonia inexistente como estado desde las sucesivas reparticiones de 1772, 1793 y 1795. El combustible nacional, por lo tanto, estaba listo para que prendiese la fiebre ossiánica. Además, como Napoleón fue uno de los más conocidos veneradores de los versos de Ossian —de cuya autoría nunca dudó aunque el fraude ya hubiera sido demostrado décadas atrás por varios eruditos británicos—, muchos polacos imitaron la obsesión ossiánica de quien había creado en 1807 el Ducado de Varsovia, de vida efímera por su derrota en Waterloo.

Las traducciones polacas de la obra de Macpherson aparecieron tempranamente, en la última década del siglo XVIII, todavía en vida del escocés. Su más distinguido imitador polaco probablemente fuese Adam Jerzy Czartoryski, literato y estadista que, tras ejercer de ministro zarista, fue alto dignatario de la Polonia del Congreso y presidente del gobierno provisional surgido de la revolución de 1830. Tras la victoria rusa, tuvo que exiliarse hasta su fallecimiento en 1861 en el palacio parisino que se convirtió en el epicentro del exilio polaco cuyas reuniones solía amenizar Chopin con sus polonesas. En su romántica juventud, recién fracasado el alzamiento de Kosciuszko de 1794, escribió El bardo polaco, imitación macphersoniana protagonizada por un poeta que recorre la Polonia devastada por los rusos en compañía de un viejo bardo inspirado evidentemente en Ossian.

Uno de los ossianómanos polacos más pintorescos fue el profesor de filosofía Krystyn Lach Szyrma, no por casualidad tutor de los hijos de Czartoryski, que en 1820 hizo un largo viaje de cuatro años por Inglaterra y Escocia para el que se documentó previamente en el Viaje por las islas occidentales de Escocia de Samuel Johnson, paradójicamente el más contundente develador de la falsificación de Macpherson. En 1828 publicó sus recuerdos y reflexiones con el título Inglaterra y Escocia: recuerdos de un viaje. El romántico Lach Szyrma no pudo disimular su entusiasmo: «Sentía que estaba en la patria de Ossian y respirando el mismo aire que el padre del canto (…) Gritamos a pleno pulmón: ¡Ossian estuvo aquí! Debió de haber estado en persona en este valle salvaje, encerrado entre oscuras montañas cubiertas de musgo, tan fielmente describió su apariencia en sus cantos. Golpeadas por los vientos, las nubes que oscurecían el valle se aferraban a las rocas como espíritus ossiánicos».

Un ossianómano como Dios manda no podía dejar de visitar la gruta de Fingal, y por muy poco no coincidió allí con Mendelssohn ya que el compositor alemán la visitaría tan solo un año más tarde. Arrebatado por el imponente escenario, el profesor de filosofía, decimonónico precedente del pescador de gambas Forrest Gump, se tiró al agua para llegar a la cueva nadando: «Me zambullí en el mar ansiando alcanzar el santuario con mis propias fuerzas o acabar enterrado en tan grandioso cementerio».

Afortunadamente para él, los sorprendidos marineros le rescataron antes de que se le tragaran las olas.

Estos dos no fueron los únicos literatos polacos que llenaron sus páginas de bardos, arpas y espíritus antiguos, pero los músicos, por el contrario, con el inimitable Chopin a la cabeza, no prestaron atención a Ossian en busca de alimento para sus musas.

No sucedió así en Bohemia, ancestral denominación de la actual Chequia, que en aquel tiempo también se encontraba en plena ebullición romántica y nacionalista. Al igual que a Hungría, las primeras noticias y traducciones ossiánicas llegaron a Bohemia en alemán. Las primeras traducciones al checo tendrían que esperar algunas décadas, pero la criatura literaria de Macpherson acabaría esparciendo semillas de larga vida e influencia.

La lengua checa, hasta entonces recluida en la vida rural, empezaba a levantar cabeza frente al alemán, lengua de cultura en casi toda Europa central y única oficial en el Imperio. Este despertar lingüístico avanzó paralelamente al despertar nacional, según la norma de aquel tiempo y todavía en vigor en muchas partes del mundo. Y, casualidades de la vida, como en la lejana Escocia de Macpherson, en iglesias y castillos olvidados empezaron a aparecer viejos pergaminos en lengua checa sobre hechos históricos ocultos en las brumas del pasado.

El filólogo Václav Hanka, activo militante nacionalista y ardiente paneslavista, anunció en 1817 haber descubierto unos textos de los siglos IX y XIII, conocidos como Manuscritos de Dvur Králové y de Zelená Hora, en los que los nacionalistas quisieron ver un hito de la antigüedad literaria de la lengua checa, de las profundas raíces de la conciencia nacional y, por lo tanto, un argumento para reclamar la secesión. El de Zelená Hora, el más antiguo, tenía el interés añadido de contener un fragmento de poesía épica, conocido desde entonces como El juicio de Libuse, sobre la legendaria reina de los siglos oscuros a la que se atribuía la fundación de Praga. Otras piezas fueron apareciendo oportunamente por aquellos mismos años, incluída una antigua canción sobre el castillo de Vysehrad, de gran importancia para esta historia. Sin embargo, su autenticidad se puso en duda desde el principio, empezando por Josef Dobrovsky, eminente historiador, fundador de la filología eslava y normativizador, junto a Josef Jungmann, de la lengua checa moderna. Dobrovsky declaró que el análisis lingüístico, temático y paleográfico demostraba que no podía tratarse de textos auténticos. Y acusó a los perpetradores de ser unos fanáticos movidos «por un patriotismo exagerado y por odio a los alemanes». Se trataba del propio Hanka, filólogo y encargado del fondo, y de su amigo Josef Linda, periodista y encargado de la forma. Además de los errores lingüísticos, cargaron las tintas con anacrónicas expresiones de aroma ossiánico. La polémica, avivada por las calenturas nacionalistas, se prolongó durante décadas, pero estudios filológicos, históricos y químicos posteriores confirmaron que no eran otra cosa que hábiles falsificaciones, lo que no impidió que el funeral de Hanka, que había ejercido el cargo de director de la biblioteca del Museo Nacional de Praga, se convirtiese en un acontecimiento político al que acudieron miles de patriotas de todo el país.

El más ilustre defensor del carácter fraudulento de los manuscritos de Hanka fue el filósofo Tomás Masaryk, que se ganaría el odio de muchos de sus compatriotas que se negaron a aceptar la falsedad de los que consideraban tesoros ancestrales de su nación. Cuestionar aquellos manuscritos se consideraba traición a la patria, a pesar de lo cual Masaryk participó en la polémica exigiendo que se antepusiera la verdad a cualquier otra consideración, por patriótica que fuera. Tras exhaustivo estudio, Masaryk y sus colaboradores llegaron en 1886 a la conclusión de que los anacronismos e incoherencias de fondo y forma eran demasiado evidentes, por lo que la gran mayoría de los checos los tacharon de traidores, criminales, Herodes literarios, conspiradores, nihilistas intelectuales, malvados y bandidos. Pero el tiempo acabó poniendo a cada uno en su sitio. Los sucesores de Hanka al frente del Museo Nacional acabaron retirando los documentos de marras del salón de manuscritos, y hoy el catálogo del museo describe a Hanka con estas palabras: «Escritor, poeta, filólogo, traductor, editor y eslavólogo; considerado el autor de los manuscritos falsos de Dvur Králové y de Zelená Hora». Y quien había enfurecido a sus compatriotas por negarse a sustentar sus reclamaciones nacionales en un fraude acabó siendo nombrado primer presidente de Checoslovaquia, cargo que representó desde 1918 hasta 1935.

Como contraste, por aquellos mismos años del primer tercio del siglo XIX el finlandés Elias Lönnrot, igualmente inspirado por el ejemplo de Macpherson, recopiló y reelaboró cantos populares de Karelia para tejer con ellos el Kalevala, relato mítico que encendió la chispa del nacionalismo cultural de su patria con Sibelius al frente. Pero la obra de Lönnrot ha pasado a la posteridad como un tesoro literario debido a que, a diferencia de los textos de Hanka y Linda, no pretendió hacer pasar por hechos históricos unos relatos evidentemente míticos.

Pero de lo que no cabe duda es de que las falsificaciones de Hanka y Linda entusiasmaron a sus contemporáneos y supusieron un elemento fundamental en el desarrollo del nacionalismo checo. Como en tantos otros casos a lo largo y ancho del mundo, y en eso los españoles somos expertos, no por tratarse de hechos falsos dejan de ser muy ciertos sus efectos sentimentales. Y su influencia se hizo sentir en la literatura, la pintura, la escultura y, por supuesto, la música.

El principal protagonista fue Bedrich Smetana (1824-1884), padre del nacionalismo musical y principal compositor romántico checo junto a Antonin Dvorak, una generación más joven y de mayor fama más allá de las fronteras de su patria. Germanohablante de cuna como la mayoría de sus coetáneos, no dominó la lengua checa hasta cumplidos los cuarenta años.

Sus primeras obras pianísticas, camerísticas y orquestales, titubeantes y algunas de ellas de tema patriótico, pasaron sin pena ni gloria. Ferviente nacionalista, participó en el levantamiento de 1848, lo que no le impediría componer seis años más tarde una Sinfonía Festiva para celebrar la boda del emperador Francisco José y Sissí. La sinfonía, obra mediocre de la que quizá sólo pueda salvarse el jovial scherzo, no gustó a nadie: a los gobernantes, porque la cita del haydniano himno imperial que aparece en el último movimiento les pareció demasiado breve; y a sus paisanos, por considerar que dicha cita era una claudicación ante los opresores vieneses. El estreno fue un fracaso y la obra cayó rápidamente en el olvido, en el que sigue casi dos siglos después.

El ejemplo de Franz Liszt fue esencial en el desarrollo del estilo compositivo de Smetana. Con quince años había asistido a un concierto suyo en Praga, momento en el que comprendió que la música era la vocación a la que tenía que dedicar su vida. El maestro húngaro fue su principal referencia musical durante toda su vida: le ayudó en sus primeros pasos; le defendió frente a los ataques de los conservadores que le acusaban de «modernista peligroso» por seguir las tendencias de la llamada escuela neoalemana representada principalmente por Berlioz, Wagner y el propio Liszt; y le apadrinó como el genio de la música checa de su tiempo.

Durante una velada en su casa de Weimar, un contertulio menospreció a los checos por no haber producido ninguna obra musical digna de consideración, lo que provocó la indignación del joven Smetana. Tras unos momentos de acaloramiento, Liszt apaciguó los ánimos de sus invitados y solicitó su atención porque se disponía a tocar “la más reciente y pura música checa”. Se trataba de unas piezas para piano de Smetana. “He aquí un compositor con un corazón auténticamente checo y un artista por la gracia de Dios”, concluyó Liszt ante las lágrimas del protagonista.

Al final de su vida, en una carta a un amigo, recordó así la influencia que en su persona y su obra había ejercido el húngaro durante toda su vida: «Permítame explicarle en pocas palabras, porque si obedeciese a mi corazón no habría papel suficiente, que la simpatía continua de mi adorado gran maestro, Franz Liszt, me provocó lágrimas de profundo agradecimiento. Permítame admitir abiertamente que tengo que agradecerle todo lo que he conseguido; fue él, por encima de todo, quien me dio confianza en mí mismo y me enseñó el camino que debía seguir. Desde entonces (y nuestra relación personal ha durado veinticinco años) ha sido mi maestro, mi ejemplo y un ideal para todos nosotros. Mi respeto, mi admiración y mi gratitud no tienen límites».

Durante una visita a Liszt en 1857 tuvo la oportunidad de asistir a interpretaciones de la Sinfonía Fausto y Los ideales, obras que le impactaron profundamente y le convencieron de que el poema sinfónico era el género musical al que debía dedicarse. Así se lo confesó a su maestro: «Hace ya un año desde que pasé con usted en Weimar aquellos inolvidables días de septiembre que produjeron en mí tan hondos y benéficos efectos. Es innecesario describirle la conmoción anímica que su música me provocó y cómo me convencí tanto de la necesidad del progreso artístico que usted tan magistralmente explica como de que tengo que hacer de ello mi credo. Por favor, considéreme uno de los más fieles discípulos de su escuela de pensamiento, uno que defenderá su sagrada verdad con palabras y hechos».

Puso manos a la obra inmediatamente y en los siguientes tres años compuso, según el modelo lisztiano, los poemas sinfónicos Ricardo III, El campamento de Wallenstein y Hakon Jarl, primeros e irregulares ensayos en el género y ninguno de ellos de tema checo. No fueron bien recibidos por el público y los críticos, que le acusaron de encuadrarse en la estética de la escuela neoalemana, a la que también se denominaba despectivamente «música del futuro». Smetana no dio un paso atrás: «Si se entiende que la escuela neoalemana significa progreso, ciertamente pertenezco a ella. En todo lo demás pertenezco a mí mismo». Por lo que se refiere a la música orquestal, Smetana consideró que el poema sinfónico era el género innovador que le permitía expresar con música ideas extramusicales, lo que efectivamente haría en años posteriores con todo lo que tuviera relación con la reivindicación nacional checa. En cuanto a sus óperas, tardaron en ser aceptadas por sus compatriotas por considerarlas excesivamente contaminadas de wagnerismo y, por lo tanto, inadecuadas para construir una tradición operística nacional.

En 1869 escribió El juicio de Libuse, poco atractiva pieza orquestal basada en el manuscrito falso de Zelená Hora sobre la legendaria fundadora en el siglo VIII de la dinastía real y de todo el pueblo checo. Pero a continuación, en 1872, puso la nota final a la ópera Libuse, su obra más explícitamente nacionalista. De ella dijo que «quiero que Libuse sirva para celebrar la nación checa». Tuvo que esperar hasta 1881, casi diez años después de su composición, para ser estrenada. Dos siglos más tarde sigue representándose en días de celebración nacional.

Compañero suyo de tertulias artísticas y patrióticas fue Zdenek Fibich (1850-1900), veintiséis años menor que Smetana pero de musa más madrugadora. En 1874, con tan solo veinticuatro años, escribió Záboj, Slavoj y Ludek, poema sinfónico basado en el manuscrito de Dvur Králové y que ha pasado a la historia como el primero de su género en responder a un programa checo. Fibich pretendió describir, mediante el contraste entre un amable tema «checo» y otro agresivo «alemán», la victoria de dos príncipes checos paganos, Záboj y Slavoj, sobre el alemán Ludek (por Ludwig), capitán de los ejércitos de Carlomagno. Se estrenó en 1874, pocos meses antes de que Smetana comenzara a trabajar en la que iba a ser su obra maestra.

Efectivamente, en aquel mismo año, coincidiendo con el momento en el que se quedó sordo, empezó la composición de una pieza esencial del nacionalismo musical tanto de su país como de toda Europa: el ciclo de seis poemas sinfónicos Mi Patria, evocación musical de los paisajes, historias y leyendas checas que incluye el celebérrimo Moldava, maravillosa descripción musical del curso de dicho río desde sus manantiales hasta su desembocadura en el Elba.

Varios de los temas de Libuse fueron reelaborados en Vysehrad, primer poema de la serie, que Smetana comenzó a componer recién concluida dicha ópera. Vysehrad está dedicado al castillo que, según la leyenda, constituyó el primer asentamiento de la ciudad de Praga y hogar de los primeros reyes de Bohemia. Así resumió su programa: «Comienza con las arpas de los bardos cantando los acontecimientos en Vysehrad, la gloria y el esplendor, los torneos y las batallas hasta la derrota final y la ruina. La obra termina con el canto elegíaco de los bardos».

En concreto se refería a Lumir, mítico bardo de las viejas leyendas bohemias, protagonista del manuscrito de Dvur Králové y oportuno álter ego del igualmente mítico Ossian. Con los sones de las arpas enunciando el tema principal de cuatro notas comienza Vysehrad, y con las arpas concluye melancólicamente. Tambien en el Moldava vuelve a oírse el ahora triunfal tema de Vysehrad en la descripción del río, ya anchuroso y calmado, a su paso bajo la vieja fortaleza praguense. Y vuelve a aparecer, exultante, en la coda de Blanik, sexta y última pieza del ciclo.

Smetana tardó mucho en ser reconocido en su propia patria. Solamente con las últimas óperas y sobre todo con Mi Patria comenzó a ser valorado como el fundador de la música checa. Aunque cada una de las piezas de Mi Patria se interpretaron separadamente según fueron saliendo de la pluma de su autor, el ciclo completo se estrenó con éxito atronador en 1882, dos años antes de su fallecimiento, lo que le consoló del rechazo sufrido durante tanto tiempo.

Pero, a pesar del éxito, el final de su vida iba a ser singularmente trágico, pues murió sordo como Beethoven y loco como Schumann. En 1874, con cincuenta años, perdió súbita y completamente la audición, primero de un oído y unas semanas después del otro. «Si mi enfermedad es incurable, preferiría ser liberado de esta vida», escribió en su diario. Tras diez años sufriendo la peor tortura imaginable para un músico, en 1884 sus crecientes problemas mentales —depresión, mareos, pérdida del habla, insomnio, alucinaciones— desembocaron en su internamiento en un manicomio, donde fallecería poco después. Se estableció que la causa de su fallecimiento había sido demencia senil, pero su mujer e hijas, con las que nunca se llevó bien, estaban convencidas de que se había debido a la sífilis, lo que confirmaron análisis posteriores de los restos exhumados.

Del mismo modo que en la fingalesca gruta de las Hébridas gracias a Mendelssohn, los ecos del arpa de Ossian acabaron resonando también a orillas del Moldava gracias a Smetana. Quizá sólo por esto merecieron la pena los fraudes de Macpherson y Hanka.

Santanderino de 1965. De labores jurídicas y empresariales, a darle a la pluma. De ella han salido, de momento, diez libros de historia, política y lingüística y cerca de un millar de artículos. Columnista semanal en Libertad Digital durante once años, ahora disparo desde La Gaceta. Más y mejor en jesuslainz.es

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