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Nación y constitución

Sería el momento de levantar la bandera del revisionismo constitucional en un sentido nacional y social. Los moderados de siempre dirán que tal proceder resulta, hoy por hoy, inoportuno

En una famosa conferencia, Ferdinand Lassalle, el célebre líder socialista alemán decimonónico enemigo de Karl Marx, definió las constituciones como meras «hojas de papel», porque eran, en el fondo, una simple cobertura ideológica y política de los poderes sociales reales. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los textos constitucionales han experimentado, en Europa y sobre todo en España, una hasta hace poco insospechada sacralización. No deja de ser curioso que la mayoría de los partidos políticos españoles se autodefinan como «constitucionalistas». Claro, que cada cual interpreta la Constitución a su modo y capricho, según sus intereses. En gran medida, esta postura es ideológicamente heredera, aunque algunos no sean conscientes de ello, de los planteamientos del filósofo socialdemócrata Jürgen Habermas, en particular de su defensa de lo que denomina «patriotismo constitucional».

No fue Habermas, sin embargo, el inventor de dicho concepto; lo fue el constitucionalista Dolf Sternberger. No obstante, Habermas ha sido su máximo divulgador y propulsor en la esfera pública. Como todo concepto político, el «patriotismo constitucional» es polémico, y su enemigo fundamental fueron los intentos del canciller Helmut Kohl y la derecha alemana de articular una nueva interpretación de la trayectoria histórica alemana, propiciada por historiadores como Ernst Nolte. En opinión de Habermas, el «patriotismo constitucional», basado en los valores pretendidamente universales de la Ilustración, el liberalismo y la socialdemocracia, era “el único patriotismo que no nos aliena de Occidente”, tras la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué decir del significado profundo de este concepto?. Por lo menos a mi modo de ver, los planteamientos de Habermas se caracterizan por un iluminismo excesivamente abstracto, que intenta fundamentar lo que él denomina «identidad posnacional«. Sin embargo, parece evidente que sin nación previa, histórica, no puede existir constitución; los valores que dan cuerpo a la Constitución deben ser los valores expresados por la historia, la cultura, las vicisitudes de un país no determinadas por la abstracción jurídica o en esperanto político.

El universalismo y el cosmopolitismo esconden, en el fondo, la hegemonía cultural e ideológica de los que hoy detentan el poder. En ese sentido, el «patriotismo constitucional» tiende a separar la comunidad política de toda identidad colectiva diferenciada; y, en consecuencia, adolece de un claro déficit de patria. En el fondo, la utilización del término constitucionalista” por parte de esas fuerzas políticas es una muestra más de la debilidad del nacionalismo español o, si se quiere, de nuestro sentimiento nacional, tan necesario en estos momentos. Y es que, como señala el gran filósofo escocés Alasdair MacIntyre,las personas requieren la pertenencia a comunidades históricas concretas tanto en la formación de identidades personales y culturales como en el desarrollo de una ética, sin por ello tener que perder la capacidad de juzgar como negativos algunos aspectos de su nación o cultura. En ese sentido, hay que señalar que la Constitución no es España; ni España es la Constitución. Como realidad nacional, España ha tenido muchas constituciones, las de 1812, el Estatuto Real, la de 1837, la de 1845, la de 1869, la de 1876, la de 1931 y la actual.; y mientras sus textos eran abolidos, la nación española permaneció.  Por cierto, que en la Ley de Memoria Democrática se hace una sesgada lectura e interpretación de la trayectoria constitucional de España, una auténtica «invención de la tradición» (Eric J. Hosbawm), condenando las constituciones liberal-conservadoras y enalteciendo las que consideran democráticas, como las de 1812, 1869, 1931 y la de 1978. Todo un programa deslegitimador de las derechas españolas.

Sin embargo, la crítica no debe detenerse aquí. Es preciso señalar que la Constitución de 1978 adolece de profundas ambigüedades e indeterminaciones en las cuestiones más polémicas. Y es que cuarenta años después, todavía nos encontramos en un período constituyente con el Tribunal Constitucional y las coaliciones de partidistas como decisorios poderes postconstituyentes en las materias que dejó sin definir la Ley Fundamental, incluso la más importante, el modelo de Estado autonómico. La partitocracia ha conducido a la fusión de poderes, como estamos viendo a diario. Sin embargo, el tema fundamental sigue siendo el modelo de Estado. En este aspecto, como en otros, la Constitución es, sin duda,  anfibológica y, sobre todo, confusionaria, ya que no definió ni la «nacionalidad» ni la «región»; y tampoco autoriza al Gobierno español a intervenir y restringir una autonomía, ni subdividir ni suprimir ninguna comunidad; menos aún que cualquier provincia se separase de la región autónoma y retornar al régimen común. Además, el texto constitucional hace prácticamente irreformables los estatutos de autonomía, solo acontecimientos políticos extraordinarios, quizá revolucionarios, podrían reformarla.

La generalización autonómica era la consecuencia lógica de la Constitución, ya que introduce la novedad mundial de un Estado de las autonomías, es decir, una fragmentación de todo el territorio nacional con cortes político-administrativos, en su inmensa mayoría tan arbitrarios como La Mancha o Madrid, cuyo estatuto fue el último aprobado. Todo lo cual había tenido cuatro consecuencias negativas: Cataluña y el País Vasco se han empeñado en una escalada para alcanzar niveles de autonomía siempre superiores a los de las demás comunidades; significó un estímulo al autonomismo y al nacionalismo allí donde no había existido nunca; fomenta una pugna de agravios comparativos, de egoísmos colectivos y de insolidaridades que debilitaban o anulaban la idea de bien común nacional; e impuso el pactismo en el desarrollo de los estatutos con lo que el Estado español de facto se resigna a una soberanía compartida con ciertas comunidades. De la misma forma, el artículo 150 de la Constitución garantiza una peligrosa indefinición de competencias, dejando sin límites las reivindicaciones de las comunidades. De ahí que, al cabo de dos décadas, el modelo de Estado de las autonomías se encuentre todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina la conclusión. Si en un momento dado, constitucionalistas como, por poner un ejemplo palmario, Javier Pérez Royo pudiera ejercer el papel que ejerció en el régimen de Franco Torcuato Fernández Miranda, la suerte de la nación española estaría echada. Claro que por ahí anda un tal Cándido Conde Pumpido, lo cual es para echarse a temblar. Politique d´abord, que decía Charles Maurras.

Todo ello ha generado una clara inseguridad normativa, que ha tenido un efecto perverso en nuestra economía, si se considera la perplejidad, y consiguiente retraimiento, que ocasiona a las eventuales inversiones nacionales y extranjeras. La elefantiasis burocrática es igualmente un producto de la descentralización propugnada por la Constitución de 1978; además de los 17 parlamentos, por esta misma cifra se multiplicaron las consejerías, los tribunales de defensa de la competencia, los defensores del pueblo, las televisiones y radios públicas, escuelas de formación de funcionarios y policías, etc. De la misma forma, ha supuesto el abandono del idioma común, del español como lengua oficial. La marea de la desigualdad se ha extendido igualmente como consecuencia de la descentralización, mediante, por ejemplo, el reconocimiento de los fueros vascos y navarros; y de los poderes fiscales concedidos a las comunidades autónomas; por ello, los españoles somos desiguales fiscalmente. Y lo mismo cabe decir en la aplicación del principio de mérito y capacidad para el acceso a la función pública, resultado de las barreras idiomáticas; y en el disfrute de los servicios públicos, como la sanidad y la calidad de los servicios, que son notoriamente desiguales en función de la comunidad autónoma a la que se pertenezca.

Por otra parte, no deja de ser significativo que nuestros activos economistas liberales no denuncien de forma sistemática el modelo económico constitucional, que sólo acepta de una forma muy matizada la economía de mercado. Y es que se propugna —por ejemplo, en el artículo 131— la posibilidad de planificación de la actividad económica; «la más justa distribución» como horizonte; una economía fuertemente intervenida; se prevé la existencia de un Consejo de Planificación Económica; una de las obligaciones del Estado es la de procurar el pleno empleo; se considera avanzar hacia situaciones de cogestión y cooperativismo, etc, etc. No resulta extraño que las izquierdas radicales hayan fundamentado sus programas y discursos en el «cumplimiento» de la Constitución de 1978.

Por todo ello, sería el momento de levantar la bandera del revisionismo constitucional en un sentido nacional y social. Los moderados de siempre —bien retratados por Henrik Ibsen en su obra teatral Un enemigo del pueblo— dirán que tal proceder resulta, hoy por hoy, inoportuno. Pero para esta gente cualquier atisbo o proyecto de cambio siempre será inoportuno. Son los auténticos ultraconservadores. Nunca aceptaran ningún cambio. Olvidan, o desconocen, que la política no es el arte de lo posible. Es el arte de hacer posible lo necesario.

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