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Portugal en España

La gran generación lusitana de 1870 tuvo una decisiva influencia en nuestro 98

La pérdida de las Filipinas y las dos Grandes Antillas de Cuba y Puerto Rico, junto a cuatro islotes, así como los informes desesperados, pero llenos de sentido común e inteligencia, de Pascual Cervera al ministro del ramo, Ramón Auñón —España podía haber hundido a la escuadra americana de haberlo querido quienes la pilotaban—, no fueron de ningún modo la causa motriz del pensamiento político de la llamada Generación del 98 ni de su ácida revisión histórica del Imperio Español, ni de los motivos que señaló de la decadencia española, sino que esa causa motriz fueron básicamente las influencias literarias del extranjero, tal como lo reconoció Azorín en un artículo publicado el 18 de febrero de 1913 en el periódico ABC, y que este mismo rotativo republicó el día 4 de enero de 1998, como pistoletazo de salida de los innumerables artículos y trabajos que se escribieron durante todo aquel año como efemérides del desastre del 98. Yo mismo escribí seis trabajos sobre el asunto en aquel periódico de Ansón. Recordemos algunas líneas de aquel artículo del egregio alicantino, último de una serie de cuatro artículos sobre el mismo particular: “En la literatura española la generación de 1898 representa un renacimiento más o menos amplio o reducido —si queréis—; pero, al cabo, un renacimiento. El término se presta a vaguedades; será preciso, para que nos entendamos, definirlo. Un renacimiento es sencillamente la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero. Ni un artista ni una sociedad de artistas podrán renovarse —“ser algo”— o renovar el arte sin una influencia extraña (…) Las influencias de que hablamos son sugestiones etéreas, casi indefinibles, sutiles, que hacen despertar en el artista estados psicológicos latentes y determinan avivamientos de la sensibilidad que sin esas sugestiones acaso no hubieran sido tan vivas o quizás no hubieran sido de ese modo. La vida intelectual de un pueblo necesita una excitación extraña que la fecunde”. Pues bien, a la mitad de ese transcendental artículo, esa gran cronista que llegó a ser Azorín se atreve a especificar con nombres y apellidos cuáles son las principales influencias extranjeras que experimentaron los grandes protagonistas de la Generación del 98. Así, las literaturas de Italia, Francia, Alemania, Rusia, Suiza e Inglaterra parecen ser las que más hondamente han influido, según José Martínez Ruiz, en sus colegas coevos ya consagrados. Pero Azorín no quiso citar esa gran literatura hermana que influyó de modo absoluto, duradero y radical —la que más— en la Generación del 98, que ayudó a ésta a renovar el pensamiento político español, que instiló una estética y hasta introdujo varios centenares de palabras en el Diccionario de la Real Academia Española, y de la que hoy vamos a tratar como causa disponiente y eficiente de nuestra Generación del 98. Estamos hablando de la gran Generación portuguesa de 1870, tan mezquinamente silenciada por Azorín cuando tanto debe el autor de “Castilla” a ella. Efectivamente, los grandes literatos de esa generación, como el fecundo Camilo Castelo Branco, Alberto Sampaio, Oliveira Martins, Ramalho Ortigao, Antero de Quental, Eça de Queiroz, Teófilo Braga, Manuel Arriaga —estos dos los primeros presidentes de la República Portuguesa, y los más austeros presidentes que ha tenido Portugal, demostrando a la Península Ibérica que el espíritu público de Cincinato puede seguir estando vivo aún en medio de toda la corrupción ambiental—, Julio Diniz, Luis de Magalhaes, Joâo Diniz, Carlos Mayer, Conde de Ficalho, Bernardo de Pindella, el gran poeta Vieira de Castro, quien mató a su esposa al descubrir sus amores con su íntimo amigo Almeida Garret, el gran místico Guerra Junqueiro, Cesáreo Verde, quizás el mayor poeta peninsular del XIX si los dioses le hubieran otorgado un poco más de vida, y algunos otros genios lusitanos, influyeron de forma patentemente decisiva y comprobable en las estéticas y el pensamiento político que la Generación del 98 española desarrollará hasta la Dictadura  del culto y sensitivo general Primo de Rivera. Quizás sólo sea Ramiro de Maeztu quien por su propia vida y la biografía familiar esté influenciado, sobre todo, de forma dramática y hasta patética por la pérdida de nuestras últimas colonias ultramarinas. Efectivamente Ramiro de Maeztu es el único gran escritor de la Generación del 98 (¡junto a Cajal, naturalmente!) que marchó a Cuba, como soldado, a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial; y este hecho trágico de juventud influyó de forma vigorosa, obsesiva y permanente a lo largo de toda su fértil vida literaria y periodística, segada, durante la Guerra Civil, en la madrugada del 20 de octubre de 1936 en Madrid, acompañado en su asesinato de otro Ramiro heroico, el zamorano Ramiro Ledesma Ramos. Ahora bien, el propio Maeztu, como Director de la Revista de cultura “Acción Española”, estuvo siempre atento a la literatura que se escribió y se escribía a la sazón en Portugal, tal como se desprende de las secciones de dicha Revista “Libros de Ayer” y “Libros de hoy”. Estuvo siempre al día sobre el ideario luso del Estado Corporativo —reseñas de Goad, Marqués de la Eliseda y Azpiazu— o el Estado Nuevo —interpretado en la Revista por Víctor Pradera—, y por el programa del sindicalismo nacional portugués de Eça de Queiroz —no el escritor egregio—, presentado en el Congreso de Montreaux. También admiraba a Oliveira Salazar. De todos modos, cuando Maeztu escribe Don Quijote o el Amor, rememora toda la literatura portuguesa que ha precedido a nuestro Quijote y lo ha ido preparando. Maeztu afirmaba que los valores y las creencias de que Camoens se hacía portavoz son aquellas mismas de que Cervantes intentó la parodia: Os Luisiadas son la exaltación épica de los valores caballerescos y la novela del Quijote los discute, porque el mundo ha vuelto a perder el corazón. Las vidas de Camoens y Cervantes son vidas paralelas, plutarquianas. Vasco de Gama y Don Quijote son héroes de la realidad y sombras de la imaginación. “Sin las Lusíadas no se puede entender el libro de Cervantes”, sentencia Maeztu. En realidad, las Lusíadas y el Quijote son complementarios y productos del mismo devenir hispano. Don Quijote es la reencarnación sublimada de un Vasco de Gama, el mismo Vasco de Gama envejecido, que lleva ya casi cuarenta años sin envainar la espada, defendiendo el honor y la justicia en un mundo sin los principios cristianos de nuestro Imperio. En Don Quijote o el Amor se nos presentan también largas citas del gran sabio portugués Oliveira Martins, autor de la estupenda Historia de la civilización ibérica ( 1879 ). ¿Y cómo explicar el Quijote sin Gil Vicente, sin Joao Barros y su Crónica del Emperador Clarimundo, o sin Vasco Lobeira, el verdadero autor del Amadís de Gaula? Y no entendemos, dicho sea de paso, por qué oscuras razones en Gijón quitaron el nombre de la calle “Ramiro de Maeztu” para tener a partir de esta extraña decisión como epónimo dicha calle a Francisco Tomás y Valiente, uno de los juristas más versátiles desde el punto de vista ideológico en un país ya de suyo tan versátil como es el nuestro, y cuyo mérito más incuestionable reside en el hecho de haber sido cobardemente asesinado por aquella canalla de bárbaros sanguinarios de ETA, hijos de un fanático bizcaitarrismo, bastardo producto de unos hombres que también fueron contemporáneos de la Generación del 98. En todo caso, se podía haber encontrado una calle nueva de Gijón, anepígrafa aún, para honrar a este jurista asesinado, sin tener que desalojar al genial y magnífico Maeztu de la que fuese su calle, gesto este de muy mala educación municipal. Pero, claro, Tomás y Valiente fundamentaba con sus ideas la acción, ajena a todo pensamiento democrático, de que el Poder Legislativo imponga los órganos rectores del Poder Judicial. Y eso siempre se premia.

     Pero en todos los demás grandes escritores de la Generación del 98: Unamuno, Clarín —aunque más del 80 que del 98—, Baroja, Valle Inclán, Antonio Machado, Azorín, Pérez de Ayala, Ganivet, Joaquín Costa, Gabriel Miró, Núñez de Arce y López Bayo, se pueden observa de forma palmaria y nítida, uno a uno, las influencias estéticas y hasta políticas que todos estos grandes españoles recibieron de la gran Generación portuguesa de 1870. Sólo hace falta leer las conferencias que Antero de Quental pronunció en el Casino de Lisboa, entre 1868 y 1872; particularmente la titulada “Conferencias democráticas. Causas da decadencia dos povos peninsulares nos tres últimos séculos”, pronunciada el 27 de mayo de 1871, y publicada ese mismo año en Tipografía Comercial, Porto, 1871, así como el folleto del mismo Antero, publicado en 1868, en Lisboa, con el título “Portugal perante a revoluçao portuguesa no ponto de vista da democracia ibérica”, o las conferencias que también Eça de Queiroz pronunció en el mismo lugar sobre política y estética literaria, y que fueron la causa de que durante un año se cerrase el Casino de Lisboa, para percatarse inmediatamente de la enorme deuda que Unamuno, Valle Inclán, Macías Picavea, Pío Baroja y otros muchos escritores españoles tienen contraída con Antero de Quental y Eça de Queiroz. (No se puede entender el trasfondo moral de El mayorazgo de Labraz, de Baroja, sin La ilustre casa de Ramires, de Queiroz). En estos actos literarios el genial poeta y pensador de Las Azores, así como el gran escritor de Aveiro, nos presentan el marco histórico en el que posteriormente se desenvolverán Unamuno, Valle Inclán, Joaquín Costa y Macías Picavea en su comprensión y explicación de la ya larguísima decadencia peninsular. También el casi olvidado novelista López Bayo, cuya novela El separatista es la única novela de la Generación del 98 que trata directamente la Guerra de Cuba. Este marco se configura gracias a tres grandes líneas maestras:

Primera. La transformación del “catolicismo” por el Concilio de Trento, para el cual la razón humana y el pensamiento libre son un crimen contra Dios. Tanto la Generación portuguesa de 1870, como la española del 98, criticaron el hecho de que ambos pueblos mielgos no fueran católicos, sino clericales (léase a Eça de Queriroz y a Valle, así como a Macías Picavea, en lo que es para él teocratismo, unidad católica e intolerancia ).

Segunda. El establecimiento de un absolutismo estéril que sólo debilitaba la vida nacional, lo que Macías Picavea, al españolizar a Antero de Quental, llamará “austracismo”. Obviamente hay que matizar mucho todo esto.

Tercera. La extensión de las conquistas en regiones muy alejadas  de la metrópoli, por afán de ideales no capitalistas, debilitaron la industria de la madre patria, y desarrollaron la pereza, la exhibición de riquezas inútiles, y el juego.

Del mismo modo, es imposible negar la influencia que Eça de Queiroz, el mejor escritor peninsular del siglo XIX, ejerció sobre Clarín y Ganivet: léanse las Cartas familiares, Ecos de París, Notas contemporáneas o Cartas de Inglaterra, del mejor cónsul que ha tenido Portugal, y se verá en seguida la influencia que tales obras variopintas y misceláneas, tienen sobre Solos y Palique, de Clarín, y sobre Cartas Finlandesas, de Ganivet, y también sobre algunas grandes crónicas de Mariano de Cavia; así como La correspondencia de Fradique Mendes, que anuncia la heteronomía, que luego seguirá el genial demente Fernando Pessoa con sus múltiples personalidades patológicas —que no literarias—, deja sentir su voz escéptica e irónica en Cuentos Morales y también en La Regenta. Y todo el mundo ya conoce la enorme deuda argumental y ambiental que La Regenta tiene contraída con El crimen del padre Amaro, del gigantesco Eça de Queiroz, y empezado en 1871 durante su estancia en Leiria. Por esta obra se le llamó a Eça de Queiroz “el Zola portugués”, haciéndosele una gran injusticia en cuanto que O crime do Padre Amaro es muy superior a La faute de l´abbé Mouret, ni comparte la mundivisión zoliana, tan pretendida y pedantemente científica y hasta despiadada. Pero además, hay que notar que Eça escribió El crimen del padre Amaro, y la publicó en la “Revista Occidental” —cuyo título inspiró al muy lusófilo Ortega, amigo de Oliveira Salazar, para hacer la suya—, que dirigían Antero y Batalha Reis, el mismo año, pero meses antes, de que Zola publicase La caída del Abate Mouret; y es injusto que se le trate de plagiario por pequeñas coincidencias, cuya fuente se puede hallar en la común admiración de Eça y Zola por Heine, Gerardo de Nerval, Michelet y Baudelaire. Y es un verdadero disparate, además de una grave manifestación de ignorancia, que todavía haya conocidos profesores de Literatura en la Universidad Española que, movidos por la inercia de los manuales, sigan diciendo a sus alumnos el centenario error de que La caída del abate Mouret fue cronológicamente anterior a El crimen de padre Amaro. La propia afición de Clarín para el latín y el griego, y sus razones para que estas disciplinas sean magníficamente insertadas en la instrucción pública, como remedio a la decadencia española, son parte del programa “fradiquista” de Eça de Queiroz, así como en ellas resuenan también las razones que el gran Alexandre Herculano esgrimía para que todo portugués conociese las lenguas clásicas.

Quienes hayan leído la Poesía Completa de Miguel de Unamuno, en, por ejemplo, Alianza Tres (1987), les llamará poderosamente la atención la enorme y decisiva influencia que Guerra Junqueiro y Antero de Quental tienen sobre la extensa producción poética del energúmeno profesor de griego vasco, al que influyen los clásicos más por el metro que por el argumento. Pero eso merece otra entrega.

Ilustración: detalle de una caricatura de José Maria de Eça de Queiroz, obra de Rafael Bordalo Pinheiro

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