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¿Qué es una nación para Savater, Ovejero y Gustavo Bueno?

La dicotomía entre nacionalismo étnico y cívico, hegemónica en España, también ha sido objeto de crítica en las últimas décadas

Andaba hace unos años Feijóo por las televisiones afirmando campanudamente que Galicia era una nación sin Estado, habrá que preguntarle qué cree que es aquello que ahora aspira a presidir. Suponemos que dirá que también lo es, y lo más probable es que le dé igual una cosa que otra, siguiendo el ideario —o, deberíamos decir, ocurrenciario— de su predecesor Rajoy. Pero las cosas son siempre susceptibles de empeorar así que, en las elecciones autonómicas de dicha región que se celebran el día en que este artículo se publica, el Bloque Nacionalista Galego, de acuerdo a las encuestas, obtendría el mejor resultado de su historia con el apoyo de en torno al 30% del electorado. Sea cual sea finalmente el número de votos, hay algo que sí podemos prever con certeza: serán demasiados.

¿A qué se debe? No es que todos esos gallegos hayan enloquecido, en realidad muchos de ellos están respondiendo racionalmente a un sistema de incentivos perverso, uno por el cual el golpismo separatista es indultado y los discursos de agravio y desafección antiespañola son premiados con privilegios —tal como han visto en el caso vasco y catalán— de manera que ellos también querrán lo suyo siguiendo aquello de «el que no llora no mama». Pero esa explicación no es suficiente, pues para que todo esto sea posible se requiere previamente una conciencia nacional debilitada, una percepción del patriotismo bajo sospecha o burla, una idea de lo que es la Nación española tan difusa e inconsistente que tolere cualquier forma de deslealtad. Si no hacemos una revisión ideológica profunda de todo ello ahora mismo, pronto será demasiado tarde…

Permítanme que empiece con un leve apunte biográfico. Cuando allá en los años noventa en el País Vasco veía a compañeros de instituto introduciéndose en el mundillo de Herri Batasuna (concretamente en su organización juvenil Jarrai) no dejaba de extrañarme su transformación: era como ver a alguien iniciándose en una tribu urbana o una secta. Les cambiaba el peinado, la forma de vestir, pasaban a tener lugares de encuentro, actividades con las que ocupar su tiempo —ya fueran excursiones campestres, manifestaciones o cosas peores—, un nuevo entorno de amistades y, en definitiva, una causa, una identidad y una comunidad de pertenencia.

Mientras tanto, se sucedían regularmente los atentados de ETA y en las declaraciones y manifestaciones de rechazo encontraba cierto aire desangelado, faltaba algo. Se tenía claro qué se rechazaba (la mayoría de las pancartas consistían en «ETA no/ETA ez»), pero no qué se apoyaba. De tal manera que la sociedad vasca estaba conformada por un núcleo cohesionado formado por Herri Batasuna en su centro y el resto del nacionalismo vasco envolviéndolo, mientras que ya por fuera, como la clara del huevo, la población restante, que era definida en los medios habitualmente como la parte «no-nacionalista»: un agregado de individuos como partículas vagando por el espacio desconectadas unas de otras, cuya identidad se definía al parecer solo por aquello que no eran.  Les recomiendo vivamente que vean este cortometraje titulado 27 minutos, porque recoge bien el espíritu de la época. Recrea un atentado ocurrido realmente en el que la bocina del coche tiroteado estuvo sonando casi media hora en mitad de la calle sin que nadie se acercara. Paradójicamente cada uno de quienes la escuchaban se sentían aislados, y por tanto paralizados, creyendo que el resto del pueblo estaría en contra. Nadie les dijo que no estaban solos. 

Algo de todo esto comenzó a cambiar ya a finales de los noventa con la aparición de la asociación ¡Basta Ya!, a cargo de Savater y otros profesores universitarios. Los «no-nacionalistas» pasaron a ser llamados «constitucionalistas» y lo que se oponía a ETA no era una mera negación en el vacío, sino la Constitución y el Estatuto de Autonomía (en menor medida también la UE). En sus artículos y manifiestos hablaban de la «nación cívica» como ideal frente al «nacionalismo etnicista» encarnado en el separatismo. Mientras tanto, Aznar iba por ahí proclamando el «patriotismo constitucional» y la sola mención de la palabra patriotismo hacía que uno se frotara los ojos. Fue un cambio importante, porque cuando uno no tiene nada ve unas monedas como un tesoro. ¿Pero qué era eso del etnicismo y por qué no reivindicar directamente España y la unidad nacional, que era lo que estaba siendo amenazado? Para entenderlo tendremos que remontarnos unos años atrás.

Orígenes teóricos

Nacido en Centroeuropa y emigrado a Estados Unidos, el historiador Hans Kohn fue el primero en establecer en su obra The Idea of Nationalism, publicada en 1944, una distinción del nacionalismo en dos tipos: uno llamado cívico o político, y otro étnico o cultural. El primero sería racional, universalista, liberal, anglosajón, basado en los derechos humanos (este sería el bueno), mientras que el segundo como es el malo estaría asociado a la sangre, la pertenencia, la lengua, el folclore, los sentimientos tribales, el misticismo, lo primitivo y emocional. El nacionalismo étnico es descrito como característico de etapas tempranas, mientras que la culminación moral y política de una sociedad era el primero.   ¿Cuál es el problema con este esquema? Que, recordemos por la fecha, no dejaba de estar sujeta a las circunstancias del momento, de ser en cierta manera propaganda de guerra, teniendo muy presente además la inminente confrontación con la Unión Soviética, pues todos esos atributos correspondían según él a los nacionalismos de Europa oriental. Los nacionalismos cívicos serían idealmente representados para Kohn por cinco países: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Holanda y Suiza. Es decir, salvo el último, metido para disimular, los demás resultaban ser los Aliados y el futuro bloque atlantista. ¿Y de nuestro país se acordó? Pues lo cierto es que lo menciona repetidamente en la obra, siempre en estos términos: «mientras España permaneció inmune a las revoluciones intelectuales, económicas y religiosas, Inglaterra se nutrió de ellas y se convirtió en el siglo XVII en el hogar desde el que irradiaron al Nuevo Mundo y al continente europeo (…) Así como Inglaterra imprimió sus tradiciones de libertad e ilustración en América del Norte, España imprimió su despotismo y atraso en América del Sur y Central». La contraparte que lo hace todo mal frente al glorioso mundo anglosajón, quién nos iba a decir que una teorización del nacionalismo terminara siendo chovinista…  

El caso es que las circunstancias históricas hicieron que tal distinción entre nación/nacionalismo étnico y cívico resultara muy útil (al margen de que fuera cierta o no), así que arraigó con intensidad en el ámbito académico estadounidense en las décadas posteriores, siendo citado como «Kohn’s dichotomy». Michael Ignatieff escribía en 1994, por ejemplo, que el nacionalismo cívico está constituido por «una comunidad de individuos iguales portadores de derechos que están unidos por un vínculo patriótico a compartir una serie de valores», en oposición a los nacionalismos orientales de masas ignorantes y sojuzgadas. Bajo esta perspectiva, los países no occidentales serían comunidades étnicas carentes de valores cívicos y, simultáneamente, construcciones estatales artificiales, «cárceles de pueblos». Ya es mala suerte.  

Pero lo interesante es que también ha sido una dicotomía muy criticada, particularmente en las últimas décadas. Algunos autores señalan, por ejemplo, que el origen de los conflictos que se le achacan al llamado nacionalismo étnico no estarían en un ancestral llamamiento a la sangre, el folclore y la tierra propio de sociedades primitivas, sino en un modernísimo anhelo de lograr un Estado democrático culturalmente homogéneo a la manera occidental, y dado que entre toda esa superposición étnica no es fácil trazar nítidamente las fronteras ahí empiezan los problemas.    

No obstante, la refutación más rotunda de la idea de Kohn podemos encontrarla en el interesantísimo artículo de la catedrática de Oxford Yael Tamir ¿Hay una diferencia entre el nacionalismo étnico y el cívico?. Lo que plantea Tamir es que todos los nacionalismos, todas las naciones, son conjuntamente étnico-culturales y cívico-políticos, y oscilan en ese continuo entre dos polos según las necesidades del momento. En situaciones como la propia fundación del país, de guerra, crisis económica o división interna será necesario fortalecer esos vínculos comunes que forjan la identidad nacional, apelar al patriotismo y a la dialéctica «nosotros/ellos», mientras que en los momentos de bonanza se pueden aflojar las ataduras (¡nunca del todo!) en favor de un mayor individualismo y reconocimiento de minorías: «la verdadera opción que enfrentan los estados modernos no es entre el nacionalismo cívico y el étnico, sino entre un nacionalismo más o menos liberal. La versión cívica del nacionalismo ofrece un modelo demasiado abstracto y legalista. Si bien el constitucionalismo, los derechos universales y la igualdad de membresía son pautas valiosas para la acción política, cubren un ámbito limitado de la vida de una persona. Más importante aún, ofrecen una base demasiado débil para la cooperación social y política. Esta es la razón por la que el nacionalismo sigue regresando, dejando de lado los ideales cívicos y abriéndose camino hacia el centro del escenario».

Su importación a España

Como ocurre con toda la producción intelectual de los campus estadounidenses, al margen de lo buena o disparatada que sea, más pronto que tarde termina trasladándose a nuestro país y el caso de la falsa dicotomía de Kohn no ha sido la excepción. Se comenzó este siglo, como vimos anteriormente, apelando no a la Nación sino a la Constitución en un contexto tan crítico como el del terrorismo etarra y se repitió lo mismo en relación con el golpe catalán. De entre los intelectuales y académicos que se han manifestado públicamente en torno a la cuestión separatista la mayoría han reformulado de una u otra forma esa idea, bien porque bebieron directamente de esas fuentes norteamericanas o porque repitieron lo que sus colegas españoles decían. Por tanto, si he mencionado en el título solo a Savater, Ovejero y a Gustavo Bueno es por ser, quizá, los más reconocidos y pertinaces.

Recordemos del primero, por ejemplo, su reciente discurso en Cibeles contra la amnistía. A muchos les vendrá a la mente la polémica con su «Non serviam» aludiendo a Lucifer, pero aquello ya fue suficientemente discutido, así que centrémonos en el resto de su intervención. La premisa central era: «España es importante para proteger nuestros derechos». Enfoque puramente liberal-individualista en el que la nación ni está ni se la espera. España es que haya jueces y un BOE. Pensemos qué capacidad de movilización puede tener eso ¿cuántos soldados han ido a la guerra para luchar por el código penal y el Ministerio de Hacienda en lugar de por su gente, su patria, su pueblo? ¿Si España dejara de ser un Estado de derecho democrático entonces ya sí se podría despiezar? ¿Un Estado catalán que garantizase los derechos fundamentales sería por tanto admisible? Al erradicar todo particularismo queda un universalismo que no interpela a nadie en concreto.

Respecto a Ovejero, «el nacionalismo étnico es propio del fascismo», sostiene, porque el mayor problema de España ahora mismo como bien sabemos es Mussolini y Hitler. Ahí, a lo que hay que estar. Pero nada define mejor su pensamiento (y su reiterado fracaso) que este magnífico párrafo de una entrevista que concedió hace unos meses: «se ha mojado sin dudarlo, con una crítica sistemática a esos nacionalismos, pero con una renuncia clara, también, a contrastarlo con un nacionalismo español que entiende que no existe como tal. Su defensa, para el conjunto, pasa por la idea de la ciudadanía’, que, sin embargo, no ha acabado de calar. ¿Por qué? Ovejero cree que no se ha intentado lo suficiente». Así que hablar de ciudadanía no moviliza ¡Vaya por Dios! Pero la solución es seguir intentándolo otros 20 o 30 años fundando nuevos UPyDs y Cs. Si acaso España sigue existiendo para entonces, porque con estos defensores…

Por último, entiendo que pueda indignar a algunos incluir a Gustavo Bueno junto a los dos anteriores. Al fin y al cabo, era indudablemente patriota y tuvo la lucidez suficiente como para mostrar euroescepticismo a contracorriente en su España frente a Europa, pero el problema es que en este libro repite las mismas categorías de Kohn exactamente con su mismo significado, por poner uno entre tantos ejemplos: «una nueva entidad está naciendo, según esto, desde su principio: es la nueva nación (la nación política) en la que las antiguas naciones étnicas desaparecen de algún modo como tales naciones étnicas para recuperarse como partes del nuevo cuerpo político, que está constituyéndose». A todo ello le añade, eso sí, unas cuantas raíces etimológicas y definiciones de diccionarios antiguos… en lo que no deja de ser un refrito de una teoría que ya nació viciada hace 80 años.

En conclusión, las buenas intenciones no bastan, si algo no funciona hay que cambiarlo, y la admirable valentía de algunos en el pasado —particularmente de Savater— tampoco debería llevarnos a tener que darles la razón para siempre de manera condescendiente. Toda esta retórica liberal que apela al Estado, a la Constitución, a la ciudadanía y a los derechos individuales, pero nunca a la nación; que minusvalora o niega la naturaleza humana con su necesidad de identidad y pertenencia; que pretende aplicar en España un enfoque ilusoriamente post-nacional que en realidad tiene mucho de chovinismo anglosajón y que sirve solo para naciones en su mejor momento que no necesiten defender su propia continuidad (si es que las hay), es todo ello una confusión entre causas y consecuencias, como si al ver que alguien sano no necesita medicinas entonces recomendaran a un enfermo que dejara de tomarlas para curarse. Porque ese nacionalismo sin nación, sin vértigo patriótico, cívico, ilustrado, universalista, descafeinado, pasteurizado, sin sal y sin azúcar, homeopático, no es el que un país en momentos de crisis y fragmentación necesita: no moviliza a la gente, no ocupa el lugar que los nacionalismos periféricos están encantados de monopolizar por incomparecencia del rival. Lo que ahora requiere España es un nacionalismo centrípeto y soberanista de buena graduación alcohólica que pegue fuerte en la cabeza ¡La ocasión lo merece!

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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