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Sí, no, sí, no, sí… 

La última película española en cartelera, Los renglones torcidos de Dios, es una novela (1979) de Torcuato Luca de Tena (1923-1999) que ya fue llevada al cine en 1983 en México por Tulio Demicheli. Como Torcuato Luca de Tena colaboró personalmente en la realización de aquel guion, sería muy interesante compararlo con la versión que ahora se proyecta en los cines españoles, dirigida por Oriol Paulo y protagonizada por Bárbara Lennie.

También se sale del cine con muchísimas ganas de comparar el producto final con la novela original. Quienes la han leído echan en falta alguna subtrama en la película, y que los finales no coincidan milimétricamente. Pero estas son cosas que el público hedonista no echará de menos en absoluto.

La percepción cambiante de la realidad se cuela en el propio espíritu del espectador

Aunque suelo aconsejar leer el libro antes de ver las adaptaciones cinematográficas, aquí haré una rotunda excepción. Esta película está montada, sin desmerecer el trabajo de Bárbara Lennie ni la belleza de la ambientación ni la calidad de la fotografía, sobre los giros de la historia. La locura es la protagonista, más allá del manicomio y de la enfermedad o no de unos y de otros. La percepción cambiante de la realidad se cuela en el propio espíritu del espectador. No es un mérito menor, ni mucho menos. El argumento juega a deshojar la margarita de la verdad con la flor de nuestro cerebro. Acudir al cine con la novela leída es renunciar a un vértigo milimétricamente calculado entre el novelista Luca de Tena, por supuesto, pero también por el director y guionista, por el meticuloso montaje y por unos juegos temporales que son una bomba de relojería. Que en tamaño laberinto la película no pierda el hilo merece un aplauso. De vez en cuando cae en el efectismo, sí, pero casi siempre impera la efectividad.

Estamos, pues, ante un artefacto para la inteligencia, que dará para un apasionante repaso de detalles en apariencia menores a la salida del cine. Reserven tiempo para tomar dos o tres cervezas (o cuatro o cinco finos) con sus amigos en un lugar propicio a la conversación apasionada.

No es una película que te cambie la vida, sin embargo. La novela tenía otra ambición, pero la adaptación juega con los sentimientos. Los hay nobles, emocionantes, hondos y contradictorios, aunque todos están cimentados sobre las arenas movedizas de la ambigüedad y las sorpresas. Como maquinaria, bastante compleja, todas las piezas terminan haciendo clic y encajando; pero el contenido humano se queda algo fuera del laborioso y reversible mecano psicológico.

El poder de evocación histórica está plenamente logrado, con sutileza, sin los histrionismos unidimensionales de la memoria histórica

Dos aciertos menores se suman al mayor del corazón en vilo (sí, no, sí, no, sí…) del espectador. El primero es el juego que la película saca del momento político en que sucede la acción. Estamos en el cambio de régimen y, aunque parece que se recoge sólo de pasada, contribuye subconscientemente a ese vaivén de incertidumbres con una sabia dosificación del guionista. El poder de evocación histórica está plenamente logrado, con sutileza, sin los histrionismos unidimensionales de la memoria histórica.

El segundo acierto es todavía más sutil. ¿Tiene algún mensaje esta película? En principio, no, más allá del viejo placer de la narración sorpresiva. Pero, cuidado, porque si logramos abstraernos de vaivén clínico y del vértigo argumental, quizá sí podamos sacar una lección muy a contracorriente de esta nuestra época sentimentaloide. Sería que conviene darle su sitio a los profesionales serios y experimentados, aunque no sean ni los más jóvenes ni los más simpáticos ni los mejores demagogos. Voluntaria o involuntariamente, hay una defensa de la severidad, del estudio y de la fría profesionalidad. Discútanlo también durante las cervezas y los finos.

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